POEMAS DE PABLO NERUDA
Ya se fue la ciudad
Cómo
marcha el reloj sin darse prisa
con
tal seguridad que se come los años:
los
días son pequeñas y pasajeras uvas,
los
meses se destiñen descolgados del tiempo.
Se
va, se va el minuto hacia atrás, disparado
por
la más inmutable artillería
y
de pronto nos queda sólo un año para irnos,
un
mes, un día, y llega la muerte al calendario.
Nadie
pudo parar el agua que huye,
no
se detuvo con amor ni pensamiento,
siguió,
siguió corriendo entre el sol y los sseres,
y
nos mató su estrofa pasajera.
Hasta
que al fin caemos en el tiempo, tendidos,
y
nos lleva, y ya nos fuimos, muertos,
arrastrados
sin ser, hasta no ser ni sombra,
ni
polvo, ni palabra, y allí se queda todo
y
en la ciudad en donde no viviremos más
se
quedaron vacíos los trajes y el orgullo.
A Miguel Hernández, asesinado en los
presidios de España
LLEGASTE
a mí directamente del Levante. Me traías,
pastor
de cabras, tu inocencia arrugada,
la
escolástica de viejas páginas, un olor
a
Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado
sobre
los montes, y en tu máscara
la
aspereza cereal de la avena segada
y
una miel que medía la tierra con tus ojos.
También
el ruiseñor en tu boca traías.
Un
ruiseñor manchado de naranjas, un hilo
de
incorruptible canto, de fuerza deshojada.
Ay,
muchacho, en la luz sobrevino la pólvora
y
tú, con ruiseñor y con fusil, andando
bajo
la luna y bajo el sol de la batalla.
Ya
sabes, hijo mío, cuánto no pude hacer, ya sabes
que
para mí, de toda la poesía, tú eras el fuego
azul.
Hoy
sobre la tierra pongo mi rostro y te escucho,
te
escucho, sangre, música, panal agonizante.
No
he visto deslumbradora raza como la tuya,
ni
raíces tan duras, ni manos de soldado,
ni
he visto nada vivo como tu corazón
quemándose
en la púrpura de mi propia bandera.
Joven
eterno, vives, comunero de antaño,
inundado
por gérmenes de trigo y primavera,
arrugado
y oscuro como el metal innato,
esperando
el minuto que eleve tu armadura.
No
estoy solo desde que has muerto. Estoy con los que
te
buscan.
Estoy
con los que un día llegarán a vengarte.
Tú
reconocerás mis pasos entre aquellos
que
se despeñarán sobre el pecho de España
aplastando
a Caín para que nos devuelva
los
rostros enterrados.
Que
sepan los que te mataron que pagarán con sangre.
Que
sepan los que te dieron tormento que me verán
un
día.
Que
sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre
en
sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos
de
perra, silenciosos cómplices del verdugo,
que
no será borrado tu martirio, y tu muerte
caerá
sobre toda su luna de cobardes.
Y
a los que te negaron en su laurel podrido,
en
tierra americana, el espacio que cubres
con
tu fluvial corona de rayo desangrado,
déjame
darles yo el desdeñoso olvido
porque
a mí me quisieron mutilar con tu ausencia.
Miguel,
lejos de la prisión de Osuna, lejos
de
la crueldad, Mao Tse-tung dirige
tu
poesía despedazada en el combate
hacia
nuestra victoria.
Y
Praga rumorosa
construyendo
la dulce colmena que cantaste,
Hungría
verde limpia sus graneros
y
baila junto al río que despertó del sueño.
Y
de Varsovia sube la sirena desnuda
que
edifica mostrando su cristalina espada.
Y
más allá la tierra se agiganta,
la
tierra
que
visitó tu canto, y el acero
que
defendió tu patria están seguros,
acrecentados
sobre la firmeza
de
Stalin y sus hijos.
Ya
se acerca
la
luz a tu morada.
Miguel
de España, estrella
de
tierras arrasadas, no te olvido, hijo mío,
no
te olvido, hijo mío!
Pero
aprendí la vida
con
tu muerte: mis ojos se velaron apenas,
y
encontré en mí no el llanto,
sino
las armas
inexorables!
·
Espéralas! Espérame!
A mis obligaciones
Cumpliendo
con mi oficio
piedra
con piedra, pluma a pluma,
pasa
el invierno y deja
sitios
abandonados,
habitaciones
muertas:
yo
trabajo y trabajo,
debo
substituir
tantos
olvidos,
llenar
de pan las tinieblas,
fundar
otra vez la esperanza.
No
es para mí sino el polvo,
la
lluvia cruel de la estación,
no
me reservo nada
sino
todo el espacio
y
allí trabajar, trabajar,
manifestar
la primavera.
A
todos tengo que dar algo
cada
semana y cada día,
un
regalo de color azul,
un
pétalo frío del bosque,
y
ya de mañana estoy vivo
mientras
los otros se sumergen
en
la pereza, en el amor,
yo
estoy limpiando mi campana,
mi
corazón, mis herramientas.
Tengo
rocío para todos.
A Rafael Alberti
(Puerto de Santa María, España).
RAFAEL,
antes de llegar a España me salió al
camino
tu
poesía, rosa literal, racimo biselado,
y
ella hasta ahora ha sido no para mí un recuerdo,
sino
luz olorosa, emanación de un mundo.
A
tu tierra reseca por la crueldad trajiste
el
rocío que el tiempo había olvidado,
y
España despertó contigo en la cintura,
otra
vez coronada de aljófar matutino.
Recordarás
lo que yo traía: sueños
despedazados
por
implacables ácidos, permanencias
en
aguas desterradas, en silencios
de
donde las raíces amargas emergían
como
palos quemados en el bosque.
Cómo
puedo olvidar, Rafael, aquel tiempo?
A
tu país llegué como quien cae
a
una luna de piedra, hallando en todas
partes
águilas
del erial, secas espinas,
pero
tu voz allí, marinero, esperaba
para
darme la bienvenida y la fragancia
del
alhelí, la miel de los frutos marinos.
Y
tu poesía estaba en la mesa, desnuda.
Los
pinares del Sur, las razas de la uva
dieron
a tu diamante cortado sus resinas,
y
al tocar tan hermosa claridad, mucha
sombra
de
la que traje al mundo, se deshizo.
Arquitectura
hecha en la luz, como los
pétalos,
a
través de tus versos de embriagador aroma
yo
vi el agua de antaño, la nieve hereditaria,
y
a ti más que a ninguno debo España.
Con
tus dedos toqué panal y páramo,
conocí
las orillas gastadas por el pueblo
corno
por un océano, y las gradas
en
que la poesía fue estrellando
toda
su vestidura de zafiros.
Tú
sabes que no enseña sino el hermano. Y en esa
hora
no sólo aquello me enseñaste,
no
sólo la apagada pompa de nuestra estirpe,
sino
la rectitud de tu destino,
y
cuando una vez más llegó la sangre a España
defendí
el patrimonio del pueblo que era mío.
Ya
sabes tú, ya sabe todo el mundo estas cosas.
Yo
quiero solamente estar contigo,
y
hoy que te falta la mitad de la vida,
tu
tierra, a la que tienes más derecho que un
árbol,
hoy
que de las desdichas de la patria no sólo
el
luto del que amamos, sino tu ausencia cubren
la
herencia del olivo que devoran los lobos,
te
quiero dar, ay!, si pudiera, hermano grande,
la
estrellada alegría que tú me diste entonces.
Entre
nosotros dos la poesía
se
toca como piel celeste,
y
contigo me gusta recoger un racimo,
este
pámpano, aquella raíz de las tinieblas.
La
envidia que abre puertas en los seres
no
pudo abrir tu puerta ni la mía. Es hermoso
como
cuando la cólera del viento
desencadena
su vestido afuera
y
están el pan, el vino y el fuego con nosotros
dejar
que aúlle el vendedor de furia,
dejar
que silbe el que pasó entre tus pies,
y
levantar la copa llena de ámbar
con
todo el rito de la transparencia.
Alguien
quiere olvidar que tú eres el primero?
Déjalo
que navegue y encontrará tu rostro.
Alguien
quiere enterrarnos precipitadamente?
Está
bien, pero tiene la obligación del vuelo.
Vendrán,
pero quién puede sacudir la cosecha
que
con la mano del otoño fue elevada
hasta
teñir el mundo con el temblor del vino?
Dame
esa copa, hermano, y escucha: estoy rodeado
de
mi América húmeda y torrencial, a veces
pierdo
el silencio, pierdo la corola nocturna,
y
me rodea el odio, tal vez nada, el vacío
de
un vacío, el crepúsculo
de
un perro, de una rana,
y
entonces siento que tanta tierra mía nos separe,
y
quiero irme a tu casa en que, yo sé, me esperas,
sólo
para ser buenos como sólo nosotros
podemos
serlo. No debemos nada.
Y
a ti sí que te deben, y es una patria: espera.
Volverás,
volveremos. Quiero contigo un día
en
tus riberas, ir embriagados de oro
hacia
tus puertos, puertos del Sur que entonces no
alcancé.
Me
mostrarás el mar donde sardinas
y
aceitunas disputan las arenas,
y
aquellos campos con los toros de ojos verdes
que
Villalón (amigo que tampoco
me
vino a ver, porque estaba enterrado)
tenía,
y los toneles del jerez, catedrales
en
cuyos corazones gongorinos
arde
el topacio con pálido fuego.
Iremos,
Rafael, adonde yace
aquel
que con sus manos y las tuyas
la
cintura de España sostenía.
El
muerto que no pudo morir, aquel a quien tú
guardas,
porque
sólo tu existencia lo defiende.
Allí
está Federico, pero hay muchos que, hundidos,
enterrados,
entre
las cordilleras españolas, caídos
injustamente,
derramados,
perdido
cereal en las montañas,
son
nuestros, y nosotros estamos en su arcilla.
Tú
vives porque siempre fuiste un dios milagroso.
A
nadie más que a ti te buscaron, querían
devorarte
los lobos, romper tu poderío.
Cada
uno quería ser gusano en tu muerte.
Pues
bien, se equivocaron. Es tal vez la estructura
de
tu canción, intacta transparencia,
armada
decisión de tu dulzura,
dureza,
fortaleza, delicada,
la
que salvó tu amor para la tierra.
Yo
iré contigo para probar el agua
del
Genil, del dominio que me diste,
a
mirar en la plata que navega
las
efigies dormidas que fundaron
las
sílabas azules de tu canto.
Entraremos
también en las herrerías: ahora
el
metal de los pueblos allí espera
nacer
en los cuchillos: pasaremos cantando
junto
a las redes rojas que mueve el firmamento.
Cuchillos,
redes, cantos borrarán los dolores.
Tu
pueblo llevará con las manos quemadas
por
la pólvora, como laurel de las praderas,
lo
que tu amor fue desgranando en la desdicha.
Sí,
de nuestros destierros nace la flor, la forma
de
la patria que el pueblo reconquista con truenos,
y
no es un día solo el que elabora
la
miel perdida, la verdad del sueño,
sino
cada raíz que se hace canto
hasta
poblar el mundo con sus hojas.
Tú
estás allí, no hay nada que no mueva
la
luna diamantina que dejaste:
la
soledad, el viento en los rincones,
todo
toca tu puro territorio,
y
los últimos muertos, los que caen
en
la prisión, leones fusilados,
y
los de las guerrillas, capitanes
del
corazón, están humedeciendo
tu
propia investidura cristalina,
tu
propio corazón con sus raíces.
Ha
pasado el tiempo desde aquellos días en que
compartimos
dolores
que dejaron una herida radiante,
el
caballo de la guerra que con sus herraduras
atropelló
la aldea destrozando los vidrios.
Todo
aquello nació bajo la pólvora,
todo
aquello te aguarda para elevar la espiga,
y
en ese nacimiento se envolverán de nuevo
el
humo y la ternura de aquellos duros días.
Ancha
es la piel de España y en ella tu acicate
vive
como una espada de ilustre empuñadura,
y
no hay olvido, no hay invierno que te borre,
hermano
fulgurante, de los labios del pueblo.
Así
te hablo, olvidando tal vez una palabra,
contestando
al fin cartas que no recuerdas
y
que cuando los climas del Este me cubrieron
como
aroma escarlata, llegaron
hasta
mi soledad.
Que
tu frente dorada
encuentre
en esta carta un día de otro tiempo,
y
otro tiempo de un día que vendrá.
Me
despido
hoy,
1948, dieciséis de diciembre,
en
algún punto de América en que canto.
A todos, a vosotros...
A
TODOS, a vosotros,
los
silenciosos seres de la noche
que
tomaron mi mano en las tinieblas, a vosotros,
lámparas
de
la luz inmortal, líneas de estrella,
pan
de las vidas, hermanos secretos,
a
todos, a vosotros,
digo:
no hay gracias,
nada
podrá llenar las copas
de
la pureza,
nada
puede
contener
todo el sol en las banderas
de
la primavera invencible,
como
vuestras calladas dignidades.
Solamente
pienso
que
he sido tal vez digno de tanta
sencillez,
de flor tan pura,
que
tal vez soy vosotros, eso mismo,
esa
miga de tierra, harina y canto,
ese
amasijo natural que sabe
de
dónde sale y dónde pertenece.
No
soy una campana de tan lejos,
ni
un cristal enterrado tan profundo
que
tú no puedas descifrar, soy sólo
pueblo,
puerta escondida, pan oscuro,
y
cuando me recibes, te recibes
a
ti mismo, a ese huésped
tantas
veces golpeado
y
tantas veces
renacido.
A
todo, a todos,
a
cuantos no conozco, a cuantos nunca
oyeron
este nombre, a los que viven
a
lo largo de nuestros largos ríos,
al
pie de los volcanes, a la sombra
sulfúrica
del cobre, a pescadores y labriegos,
a
indios azules en la orilla
de
lagos centelleantes como vidrios,
al
zapatero que a esta hora interroga
clavando
el cuero con antiguas manos,
a
ti, al que sin saberlo me ha esperado,
yo
pertenezco y reconozco y canto.
A una estatua de proa (elegía)
EN
las arenas de Magallanes te recogimos cansada
navegante,
inmóvil
bajo
la tempestad que tantas veces tu pecho dulce
y
doble
desafió
dividiendo en sus pezones.
Te
levantamos otra vez sobre los mares del Sur,
pero
ahora
fuiste
la pasajera de lo oscuro, de los rincones,
igual
al
trigo y al metal que custodiaste
en
alta mar, envuelta por la noche marina.
Hoy
eres mía, diosa que el albatros gigante
rozó
con su estatura extendida en el vuelo,
como
un manto de música dirigida en la lluvia
por
tus ciegos y errantes párpados de madera.
Rosa
del mar, abeja más pura que los sueños,
almendrada
mujer que desde las raíces
de
una encina poblada por los cantos
te
hiciste forma, fuerza de follaje con nidos,
boca
de tempestades, dulzura delicada
que
iría conquistando la luz con sus caderas.
Cuando
ángeles y reinas que nacieron contigo
se
llenaron de musgo, durmieron destinados
a
la inmovilidad con un honor de muertos,
tú
subiste a la proa delgada del navío
y
ángel y reina y ola, temblor del mundo fuiste.
El
estremecimiento de los hombres subía
hasta
tu noble túnica con pechos de manzana,
mientras
tus labios eran oh dulce! humedecidos
por
otros besos dignos de tu boca salvaje.
Bajo
la noche extraña tu cintura dejaba
caer
el peso puro de la nave en las olas
cortando
en la sombría magnitud un camino
de
fuego derribado, de miel fosforescente.
El
viento abrió en tus rizos su caja tempestuosa,
el
desencadenado metal de su gemido,
y
en la aurora la luz te recibió temblando
en
los puertos, besando tu diadema mojada.
A
veces detuviste sobre el mar tu camino
y
el barco tembloroso bajó por su costado,
como
una gruesa fruta que se desprende y cae,
un
marinero muerto que acogieron la espuma
y
el movimiento puro del tiempo y del navío.
Y
sólo tú entre todos los rostros abrumados
por
la amenaza, hundidos en un dolor estéril,
recibiste
la sal salpicada en tu máscara,
y
tus ojos guardaron las lágrimas saladas.
Más
de una pobre vida resbaló por tus brazos
hacia
la eternidad de las aguas mortuorias,
y
el roce que te dieron los muertos y los vivos
gastó
tu corazón de madera marina.
Hoy
hemos recogido de la arena tu forma.
Al
final, a mis ojos estabas destinada.
Duermes
tal vez, dormida, tal vez has muerto,
muerta:
tu
movimiento, al fin, ha olvidado el susurro
y
el esplendor errante cerró su travesía.
Iras
del mar, golpes del cielo han coronado
tu
altanera cabeza con grietas y rupturas,
y
tu rostro como una caracola reposa
con
heridas que marcan tu frente balanceada.
Para
mí tu belleza guarda todo el perfume,
todo
el ácido errante, toda su noche oscura.
Y
en tu empinado pecho de lámpara o de diosa,
torre
turgente, inmóvil amor, vive la vida.
Tú
navegas conmigo, recogida, hasta el día
en
que dejen caer lo que soy en la espuma.
Agua sexual
Rodando
a goterones solos,
a
gotas como dientes,
a
espesos goterones de mermelada y sangre,
rodando
a goterones,
cae
el agua,
como
una espada en gotas,
como
un desgarrador río de vidrio,
cae
mordiendo,
golpeando
el eje de la simetría, pegando en las costuras del
alma,
rompiendo
cosas abandonadas, empapando lo oscuro.
Solamente
es un soplo, más húmedo que el llanto,
un
líquido, un sudor, un aceite sin nombre,
un
movimiento agudo,
haciéndose,
espesándose,
cae
el agua,
a
goterones lentos,
hacia
su mar, hacia su seco océano,
hacia
su ola sin agua.
Veo
el verano extenso, y un estertor saliendo de un granero,
bodegas,
cigarras,
poblaciones,
estímulos,
habitaciones,
niñas
durmiendo
con las manos en el corazón,
soñando
con bandidos, con incendios,
veo
barcos,
veo
árboles de médula
erizados
como gatos rabiosos,
veo
sangre, puñales y medias de mujer,
y
pelos de hombre,
veo
camas, veo corredores donde grita una virgen,
veo
frazadas y órganos y hoteles.
Veo
los sueños sigilosos,
admito
los postreros días,
y
también los orígenes, y también los recuerdos,
como
un párpado atrozmente levantado a la fuerza
estoy
mirando.
Y
entonces hay este sonido:
un
ruido rojo de huesos,
un
pegarse de carne,
y
piernas amarillas como espigas juntándose.
Yo
escucho entre el disparo de los besos,
escucho,
sacudido entre respiraciones y sollozos.
Estoy
mirando, oyendo,
con
la mitad del alma en el mar y la mitad del alma
en
la tierra,
y
con las dos mitades del alma miro al mundo.
y
aunque cierre los ojos y me cubra el corazón enteramente,
veo
caer un agua sorda,
a
goterones sordos.
Es
como un huracán de gelatina,
como
una catarata de espermas y medusas.
Veo
correr un arco iris turbio.
Veo
pasar sus aguas a través de los huesos.
Al pie desde su niño
El
pie del niño aún no sabe que es pie,
y
quiere ser mariposa o manzana.
Pero
luego los vidrios y las piedras,
las
calles, las escaleras,
y
los caminos de la tierra dura
van
enseñando al pie que no puede volar,
que
no puede ser fruto redondo en una rama.
El
pie del niño entonces
fue
derrotado, cayó
en
la batalla,
fue
prisionero,
condenado
a vivir en un zapato.
Poco
a poco sin luz
fue
conociendo el mundo a su manera,
sin
conocer el otro pie, encerrado,
explorando
la vida como un ciego.
Aquellas
suaves uñas
de
cuarzo, de racimo,
se
endurecieron, se mudaron
en
opaca substancia, en cuerno duro,
y
los pequeños pétalos del niño
se
aplastaron, se desequilibraron,
tomaron
formas de reptil sin ojos,
cabezas
triangulares de gusano.
Y
luego encallecieron,
se
cubrieron
con
mínimos volcanes de la muerte,
inaceptables
endurecimientos.
Pero
este ciego anduvo
sin
tregua, sin parar
hora
tras hora,
el
pie y el otro pie,
ahora
de hombre
o
de mujer,
arriba,
abajo,
por
los campos, las minas,
los
almacenes y los ministerios,
atrás,
afuera,
adentro,
adelante,
este
pie trabajó con su zapato,
apenas
tuvo tiempo
de
estar desnudo en el amor o el sueño,
caminó,
caminaron
hasta
que el hombre entero se detuvo.
Y
entonces a la tierra
bajó
y no supo nada,
porque
allí todo y todo estaba oscuro,
no
supo que había dejado de ser pie,
si
lo enterraban para que volara
o
para que pudiera
ser
manzana.
Alberto Rojas Giménez viene volando
ENTRE
plumas que asustan, entre noches,
entre
magnolias, entre telegramas,
entre
el viento del Sur y el Oeste marino,
vienes
volando.
Bajo
las tumbas, bajo las cenizas,
bajo
los caracoles congelados,
bajo
las últimas aguas terrestres,
vienes
volando.
Más
abajo, entre niñas sumergidas,
y
plantas ciegas, y pescados rotos,
más
abajo, entre nubes otra vez,
vienes
volando.
Más
allá de la sangre y de los huesos,
más
allá del pan, más allá del vino,
más
allá del fuego,
vienes
volando.
Más
allá del vinagre y de la muerte,
entre
putrefacciones y violetas,
con
tu celeste voz y tus zapatos húmedos,
vienes
volando.
Sobre
diputaciones y farmacias,
y
ruedas, y abogados, y navíos,
y
dientes rojos recién arrancados,
vienes
volando.
Sobre
ciudades de tejado hundido
en
que grandes mujeres se destrenzan
con
anchas manos y peines perdidos,
vienes
volando.
Junto
a bodegas donde el vino crece
con
tibias manos turbias, en silencio,
con
lentas manos de madera roja,
vienes
volando.
Entre
aviadores desaparecidos,
al
lado de canales y de sombras,
al
lado de azucenas enterradas,
vienes
volando.
Entre
botellas de color amargo,
entre
anillos de anís y desventura,
levantando
las manos y llorando,
vienes
volando.
Sobre
dentistas y congregaciones,
sobre
cines, y túneles y orejas,
con
traje nuevo y ojos extinguidos,
vienes
volando.
Sobre
tu cementerio sin paredes
donde
los marineros se extravían,
mientras
la lluvia de tu muerte cae,
vienes
volando.
Mientras
la lluvia de tus dedos cae,
mientras
la lluvia de tus huesos cae,
mientras
tu médula y tu risa caen,
vienes
volando.
Sobre
las piedras en que te derrites,
corriendo,
invierno abajo, tiempo abajo,
mientras
tu corazón desciende en gotas,
vienes
volando.
No
estás allí, rodeado de cemento,
y
negros corazones de notarios,
y
enfurecidos huesos de jinetes:
vienes
volando.
Oh
amapola marina, oh deudo mío,
oh
guitarrero vestido de abejas,
no
es verdad tanta sombra en tus cabellos:
vienes
volando.
No
es verdad tanta sombra persiguiéndote,
no
es verdad tantas golondrinas muertas,
tanta
región oscura con lamentos:
vienes
volando.
El
viento negro de Valparaíso
abre
sus alas de carbón y espuma
para
barrer el cielo donde pasas:
vienes
volando.
Hay
vapores, y un frío de mar muerto,
y
silbatos, y mesas, y un olor
de
mañana lloviendo y peces sucios:
vienes
volando.
Hay
ron, tú y yo, y mi alma donde lloro,
y
nadie, y nada, sino una escalera
de
peldaños quebrados, y un paraguas:
vienes
volando.
Allí
está el mar. Bajo de noche y te oigo
venir
volando bajo el mar sin nadie,
bajo
el mar que me habita, oscurecido:
vienes
volando.
Oigo
tus alas y tu lento vuelo,
y
el agua de los muertos me golpea
como
palomas ciegas y mojadas:
vienes
volando.
Vienes
volando, solo solitario,
solo
entre muertos, para siempre solo,
vienes
volando sin sombra y sin nombre,
sin
azúcar, sin boca, sin rosales,
vienes
volando.
Algunas bestias
Era
el crepúsculo de la iguana.
Desde
la arcoirisada crestería
su
lengua como un dardo
se
hundía en la verdura,
el
hormiguero monacal pisaba
con
melodioso pie la selva,
el
guanaco fino como el oxígeno
en
las anchas alturas pardas
iba
calzando botas de oro,
mientras
la llama abría cándidos
ojos
en la delicadeza
del
mundo lleno de rocío.
Los
monos trenzaban un hilo
interminablemente
erótico
en
las riberas de la aurora,
derribando
muros de polen
y
espantando el vuelo violeta
de
las mariposas de Muzo.
Era
la noche de los caimanes,
la
noche pura y pululante
de
hocicos saliendo del légamo,
y
de las ciénagas soñolientas
un
ruido opaco de armaduras
volvía
al origen terrestre.
El
jaguar tocaba las hojas
con
su ausencia fosforescente,
el
puma corre en el ramaje
como
el fuego devorador
mientras
arden en él los ojos
alcohólicos
de la selva.
Los
tejones rascan los pies
del
río, husmean el nido
cuya
delicia palpitante
atacarán
con dientes rojos.
Y
en el fondo del agua magna,
como
el círculo de la tierra,
está
la gigante anaconda
cubierta
de barros rituales,
devoradora
y religiosa.
Alianza (Sonata)
Ni
el corazón cortado por un vidrio
en
un erial de espinas,
ni
las aguas atroces vistas en los rincones
de
ciertas casas, aguas como párpados y ojos,
podrían
sujetar tu cintura en mis manos
cuando
mi corazón levanta sus encinas
hacia
tu inquebrantable hilo de nieve.
Nocturno
azúcar, espíritu
de
las coronas,
redimida
sangre
humana, tus besos
me
destierran,
y
um golpe de agua con restos del mar
golpea
los silencios que te esperan
rodeando
las gastadas sillas, gastando puertas.
Noches
con ejes claros,
partida,
material, únicamente
voz,
únicamente
desnuda
cada día.
Sobre
tus pechos de corriente inmóvil,
sobre
tus piernas de dureza y agua,
sobre
la permanencia y el orgullo
de
tu pelo desnudo,
quiero
estar, amor mío, ya tiradas las lágrimas
al
ronco cesto donde se acumulan,
quiero
estar, amor mío solo con una sílaba
de
plata destrozada, solo con una punta
de
tu pecho de nieve.
Ya
no es posible, a veces
ganar
sino cayendo,
ya
no es posible, entre dos seres
temblar,
tocar la flor del río:
hebras
de hombre vienen como agujas,
tramitaciones,
trozos,
familias
de coral repulsivo, tormentas
y
pasos duros por alfombras
de
invierno.
Entre
labios y labios hay ciudades
de
gran ceniza y húmeda cimera,
gotas
de cuándo y cómo, indefinidas
circulaciones:
entre
labios y labios como por una costa
de
arena y vidrio, pasa el viento.
Por
eso eres sin fin, recógeme como si fueras
toda
solemnidad, toda nocturna
como
una zona, hasta que te confundas
con
las líneas del tiempo.
Avanza
en la dulzura,
ven
a mi lado hasta que las digitales
hojas
de los violines
hayan
callado, hasta que los musgos
arraiguen
en el trueno, hasta que del latido
de
mano y mano bajen las raíces.
Allá voy, allá voy, piedras, esperen!
ALLÁ
voy, allá voy, piedras, esperen!
Alguna
vez o voz o tiempo
podemos
estar juntos o ser juntos,
vivir,
morir en ese gran silencio
de
la dureza, madre del fulgor.
Alguna
vez corriendo
por
fuego de volcán o uva del río
o
propaganda fiel de la frescura
o
caminata inmóvil en la nieve
o
polvo derribado en las provincias
de
los desiertos, polvareda
de
metales,
o
aún más lejos, polar, patria de piedra,
zafiro
helado,
antártica,
en
este punto o puerto o parto o muerte
piedra
seremos, noche sin banderas,
amor
inmóvil, fulgor infinito,
luz
de la eternidad, fuego enterrado,
orgullo
condenado a su energía,
única
estrella que nos pertenece.
Alturas de Macchu Picchu
Del
aire al aire, como una red vacía,
iba
yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,
en
el advenimiento del otoño la moneda extendida
de
las hojas, y entre la primavera y las espigas,
lo
que el más grande amor, como dentro de un guante
que
cae, nos entrega como una larga luna.
(Días
de fulgor vivo en la intemperie
de
los cuerpos: aceros convertidos
al
silencio del ácido:
noches
desdichadas hasta la última harina:
estambres
agredidos de la patria nupcial.)
Alguien
que me esperó entre los violines
encontró
un mundo como una torre enterrada
hundiendo
su espiral más abajo de todas
las
hojas de color de ronco azufre:
más
abajo, en el oro de la geología,
como
una espada envuelta en meteoros,
hundí
la mano turbulenta y dulce
en
lo más genital de lo terrestre.
Puse
la frente entre las olas profundas,
descendí
como gota entre la paz sulfúrica,
y,
como un ciego, regresé al jazmín
de
la gastada primavera humana.
II
Si
la flor a la flor entrega el alto germen
y
la roca mantiene su flor diseminada
en
su golpeado traje de diamante y arena,
el
hombre arruga el pétalo de la luz que recoge
en
los determinados manantiales marinos
y
taladra el metal palpitante en sus manos.
Y
pronto, entre la ropa y el humo, sobre la mesa hundida,
como
una barajada cantidad, queda el alma:
cuarzo
y desvelo, lágrimas en el océano
como
estanques de frío: pero aún
mátala
y agonízala con papel y con odio,
sumérgela
en la alfombra cotidiana, desgárrala
entre
las vestiduras hostiles del alambre.
No:
por los corredores, aire, mar o caminos,
quién
guarda sin puñal (como las encarnadas
amapolas)
su sangre? La cólera ha extenuado
la
triste mercancía del vendedor de seres,
y,
mientras en la altura del ciruelo, el rocío
desde
mil años deja su carta transparente
sobre
la misma rama que lo espera, oh corazón, oh frente triturada
entre
las cavidades del otoño.
Cuántas
veces en las calles del invierno de una ciudad o en
un
autobús o un barco en el crepúsculo, o en la soledad
más
espesa, la de la noche de fiesta, bajo el sonido
de
sombras y campanas, en la misma gruta del placer humano,
me
quise detener a buscar la eterna veta insondable
que
antes toqué en la piedra o en el relámpago que el beso desprendía.
(Lo
que en el cereal como una historia amarilla
de
pequeños pechos preñados va repitiendo un número
que
sin cesar es ternura en las capas germinales,
y
que, idéntica siempre, se desgrana en marfil
y
lo que en el agua es patria transparente, campana
desde
la nieve aislada hasta las olas sangrientas.)
No
pude asir sino un racimo de rostros o de máscaras
precipitadas,
como anillos de oro vacío,
como
ropas dispersas hijas de un otoño rabioso
que
hiciera temblar el miserable árbol de las razas asustadas.
No
tuve sitio donde descansar la mano
y
que, corriente como agua de manantial encadenado,
o
firme como grumo de antracita o cristal,
hubiera
devuelto el calor o el frío de mi mano extendida.
Qué
era el hombre? En qué parte de su conversación abierta
entre
los almacenes de los silbidos, en cuál de sus movimientos metálicos
vivía
lo indestructible, lo imperecedero, la vida?
III
El
ser como el maíz se desgranaba en el incansable
granero
de los hechos perdidos, de los acontecimientos
miserables,
del uno al siete, al ocho,
y
no una muerte, sino muchas muertes llegaba a cada uno:
cada
día una muerte pequeña, polvo, gusano, lámpara
que
se apaga en el lodo del suburbio, una pequeña muerte de alas gruesas
entraba
en cada hombre como una corta lanza
y
era el hombre asediado del pan o del cuchillo,
el
ganadero: el hijo de los puertos, o el capitán oscuro del arado,
o
el roedor de las calles espesas:
todos
desfallecieron esperando su muerte, su corta muerte diaria:
y
su quebranto aciago de cada día era
como
una copa negra que bebían temblando.
IV
La
poderosa muerte me invitó muchas veces:
era
como la sal invisible en las olas,
y
lo que su invisible sabor diseminaba
era
como mitades de hundimientos y altura
o
vastas construcciones de viento y ventisquero.
Yo
al férreo vine, a la angostura
del
aire, a la mortaja de agricultura y piedra,
al
estelar vacío de los pasos finales
y
a la vertiginosa carretera espiral:
pero,
ancho mar, oh muerte!, de ola en ola no vienes,
sino
como un galope de claridad nocturna
o
como los totales números de la noche.
Nunca
llegaste a hurgar en el bolsillo, no era
posible
tu visita sin vestimenta roja:
sin
auroral alfombra de cercado silencio:
sin
altos enterrados patrimonios de lágrimas.
No
pude amar en cada ser un árbol
con
su pequeño otoño a cuestas (la muerte de mil hojas)
todas
las falsas muertes y las resurrecciones
sin
tierra, sin abismo:
quise
nadar en las más anchas vidas,
en
las más sueltas desembocaduras,
y
cuando poco a poco el hombre fue negándome
y
fue cerrando paso y puerta para que no tocaran
mis
manos manantiales su inexistencia herida,
entonces
fui por calle y calle y río y río,
y
ciudad y ciudad y cama y cama,
y
atravesó el desierto mi máscara salobre,
y
en las últimas casas humilladas, sin lámpara, sin fuego,
sin
pan, sin piedra, sin silencio, solo,
rodé
muriendo de mi propia muerte.
V
No
eras tú, muerte grave, ave de plumas férreas,
la
que el pobre heredero de las habitaciones
llevaba
entre alimentos apresurados, bajo la piel vacía:
era
algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada:
un
átomo del pecho que no vio al combate
o
el áspero rocío que no cayó en la frente.
Era
lo que no pudo renacer, un pedazo
de
la pequeña muerte sin paz ni territorio:
un
hueso, una campana que morían en él.
Yo
levanté las vendas del yodo, hundí las manos
en
los pobres dolores que mataban la muerte,
y
no encontré en la herida sino una racha fría
que
entraba por los vagos intersticios del alma.
VI
Entonces
en la escala de la tierra he subido
entre
la atroz maraña de las selvas perdidas
hasta
ti, Macchu Picchu.
Alta
ciudad de piedras escalares,
por
fin morada del que lo terrestre
no
escondió en las dormidas vestiduras.
En
ti, como dos líneas paralelas,
la
cuna del relámpago y del hombre
se
mecían en un viento de espinas.
Madre
de piedra, espuma de los cóndores.
Alto
arrecife de la aurora humana.
Pala
perdida en la primera arena.
Ésta
fue la morada, éste es el sitio:
aquí
los anchos granos del maíz ascendieron
y
bajaron de nuevo como granizo rojo.
Aquí
la hebra dorada salió de la vicuña
a
vestir los amores, los túmulos, las madres,
el
rey, las oraciones, los guerreros.
Aquí
los pies del hombre descansaron de noche
junto
a los pies del águila, en las altas guaridas
carniceras,
y en la aurora
pisaron
con los pies del trueno la niebla enrarecida,
y
tocaron las tierras y las piedras
hasta
reconocerlas en la noche o la muerte.
Miro
las vestiduras y las manos,
el
vestigio del agua en la oquedad sonora,
la
pared suavizada por el tacto de un rostro
que
miró con mis ojos las lámparas terrestres,
que
aceitó con mis manos las desaparecidas
maderas:
porque todo, ropaje, piel, vasijas,
palabras,
vino, panes,
se
fue, cayó a la tierra.
Y
el aire entró con dedos
de
azahar sobre todos los dormidos:
mil
años de aire, meses, semanas de aire,
de
viento azul, de cordillera férrea,
que
fueron como suaves huracanes de pasos
lustrando
el solitario recinto de la piedra.
VII
Muertos
de un solo abismo, sombras de una hondonada,
la
profunda, es así como al tamaño
de
vuestra magnitud
vino
la verdadera, la más abrasadora
muerte
y desde las rocas taladradas,
desde
los capiteles escarlata,
desde
los acueductos escalares
os
desplomasteis como en un otoño
en
una sola muerte.
Hoy
el aire vacío ya no llora,
ya
no conoce vuestros pies de arcilla,
ya
olvidó vuestros cántaros que filtraban el cielo
cuando
lo derramaban los cuchillos del rayo,
y
el árbol poderoso fue comido
por
la niebla, y cortado por la racha.
Él
sostuvo una mano que cayó de repente
desde
la altura hasta el final del tiempo.
Ya
no sois, manos de araña, débiles
hebras,
tela enmarañada:
cuanto
fuisteis cayó: costumbres, sílabas
raídas,
máscaras de luz deslumbradora.
Pero
una permanencia de piedra y de palabra:
la
ciudad como un vaso se levantó en las manos
de
todos, vivos, muertos, callados, sostenidos
de
tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe
de
pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada:
este
arrecife andino de colonias glaciales.
Cuando
la mano de color de arcilla
se
convirtió en arcilla, y cuando los pequeños párpados se cerraron
llenos
de ásperos muros, poblados de castillos,
y
cuando todo el hombre se enredó en su agujero,
quedó
la exactitud enarbolada:
el
alto sitio de la aurora humana:
la
más alta vasija que contuvo el silencio:
una
vida de piedra después de tantas vidas.
VIII
Sube
conmigo, amor americano.
Besa
conmigo las piedras secretas.
La
plata torrencial del Urubamba
hace
volar el polen a su copa amarilla.
Vuela
el vacío de la enredadera,
la
planta pétrea, la guirnalda dura
sobre
el silencio del cajón serrano.
Ven,
minúscula vida, entre las alas
de
la tierra, mientras -cristal y frío, aire golpeado -
apartando
esmeraldas combatidas,
oh
agua salvaje, bajas de la nieve.
Amor,
amor, hasta la noche abrupta,
desde
el sonoro pedernal andino,
hacia
la aurora de rodillas rojas,
contempla
el hijo ciego de la nieve.
Oh,
Wilkamayu de sonoros hilos,
cuando
rompes tus truenos lineales
en
blanca espuma, como herida nieve,
cuando
tu vendaval acantilado
canta
y castiga despertando al cielo,
qué
idioma traes a la oreja apenas
desarraigada
de tu espuma andina?
Quién
apresó el relámpago del frío
y
lo dejó en la altura encadenado,
repartido
en sus lágrimas glaciales,
sacudido
en sus rápidas espadas,
golpeando
sus estambres aguerridos,
conducido
en su cama de guerrero,
sobresaltado
en su final de roca?
Qué
dicen tus destellos acosados?
Tu
secreto relámpago rebelde
antes
viajó poblado de palabras?
Quién
va rompiendo sílabas heladas,
idiomas
negros, estandartes de oro,
bocas
profundas, gritos sometidos,
en
tus delgadas aguas arteriales?
Quién
va cortando párpados florales
que
vienen a mirar desde la tierra?
Quién
precipita los racimos muertos
que
bajan en tus manos de cascada
a
desgranar su noche desgranada
en
el carbón de la geología?
Quién
despeña la rama de los vínculos?
Quién
otra vez sepulta los adioses?
Amor,
amor, no toques la frontera,
ni
adores la cabeza sumergida:
deja
que el tiempo cumpla su estatura
en
su salón de manantiales rotos,
y,
entre el agua veloz y las murallas,
recoge
el aire del desfiladero,
las
paralelas láminas del viento,
el
canal ciego de las cordilleras,
el
áspero saludo del rocío,
y
sube, flor a flor, por la espesura,
pisando
la serpiente despeñada.
En
la escarpada zona, piedra y bosque,
polvo
de estrellas verdes, selva clara,
Mantur
estalla como un lago vivo
o
como un nuevo piso del silencio.
Ven
a mi propio ser, al alba mía,
hasta
las soledades coronadas.
El
reino muerto vive todavía.
Y
en el Reloj la sombra sanguinaria
del
cóndor cruza como una nave negra.
IX
Águila
sideral, viña de bruma.
Bastión
perdido, cimitarra ciega.
Cinturón
estrellado, pan solemne.
Escala
torrencial, párpado inmenso.
Túnica
triangular, polen de piedra.
Lámpara
de granito, pan de piedra.
Serpiente
mineral, rosa de piedra.
Nave
enterrada, manantial de piedra.
Caballo
de la luna, luz de piedra.
Escuadra
equinoccial, vapor de piedra.
Geometría
final, libro de piedra.
Témpano
entre las ráfagas labrado.
Madrépora
del tiempo sumergido.
Muralla
por los dedos suavizada.
Techumbre
por las plumas combatida.
Ramos
de espejo, bases de tormenta.
Tronos
volcados por la enredadera.
Régimen
de la garra encarnizada.
Vendaval
sostenido en la vertiente.
Inmóvil
catarata de turquesa.
Campana
patriarcal de los dormidos.
Argolla
de las nieves dominadas.
Hierro
acostado sobre sus estatuas.
Inaccesible
temporal cerrado.
Manos
de puma, roca sanguinaria.
Torre
sombrera, discusión de nieve.
Noche
elevada en dedos y raíces.
Ventana
de las nieblas, paloma endurecida.
Planta
nocturna, estatua dc los truenos.
Cordillera
esencial, techo marino.
Arquitectura
de águilas perdidas.
Cuerda
del cielo, abeja de la altura.
Nivel
sangriento, estrella construida.
Burbuja
mineral, luna de cuarzo.
Serpiente
andina, frente de amaranto.
Cúpula
del silencio, patria pura.
Novia
del mar, árbol de catedrales.
Ramo
de sal, cerezo de alas negras.
Dentadura
nevada, trueno frío.
Luna
arañada, piedra amenazante.
Cabellera
del frío, acción del aire.
Volcán
de manos, catarata oscura.
Ola
de plata, dirección del tiempo.
X
Piedra
en la piedra, el hombre, dónde estuvo?
Aire
en el aire, el hombre, dónde estuvo?
Tiempo
en el tiempo, el hombre, dónde estuvo?
Fuiste
también el pedacito roto
de
hombre inconcluso, de águila vacía
que
por las calles de hoy, que por las huellas,
que
por las hojas del otoño muerto
va
machacando el alma hasta la tumba?
La
pobre mano, el pie, la pobre vida...
Los
días de la luz deshilachada
en
ti, como la lluvia
sobre
las banderillas de la fiesta,
dieron
pétalo a pétalo de su alimento oscuro
en
la boca vacía?
Hambre,
coral del hombre,
hambre,
planta secreta, raíz de los leñadores,
hambre,
subió tu raya de arrecife
hasta
estas altas torres desprendidas?
Yo
te interrogo, sal de los caminos,
muéstrame
la cuchara, déjame, arquitectura,
roer
con un palito los estambres de piedra,
subir
todos los escalones del aire hasta el vacío,
rascar
la entraña hasta tocar el hombre.
Macchu
Picchu, pusiste
piedra
en la piedra, y en la base, harapos?
Carbón
sobre carbón, y en el fondo la lágrima?
Fuego
en el oro, y en él, temblando el rojo
goterón
de la sangre?
Devuélveme
el esclavo que enterraste!
Sacude
de las tierras el pan duro
del
miserable, muéstrame los vestidos
del
siervo y su ventana.
Dime
cómo durmió cuando vivía.
Dime
si fue su sueño
ronco,
entreabierto, como un hoyo negro
hecho
por la fatiga sobre el muro.
El
muro, el muro! Si sobre su sueño
gravitó
cada piso de piedra, y si cayó bajo ella
como
bajo una luna, con el sueño!
Antigua
América, novia sumergida,
también
tus dedos,
al
salir de la selva hacia el alto vacío de los dioses,
bajo
los estandartes nupciales de la luz y el decoro,
mezclándose
al trueno de los tambores y de las lanzas,
también,
también tus dedos,
los
que la rosa abstracta y la línea del frío, los
que
el pecho sangriento del nuevo cereal trasladaron
hasta
la tela de materia radiante, hasta las duras cavidades,
también,
también, América enterrada, guardaste en lo más bajo
en
el amargo intestino, como un águila, el hambre?
XI
A
través del confuso esplendor,
a
través de la noche de piedra, déjame hundir la mano
y
deja que en mí palpite, como un ave mil años prisionera
el
viejo corazón del olvidado!
Déjame
olvidar hoy esta dicha, que es más ancha que el mar,
porque
el hombre es más ancho que el mar y que sus islas,
y
hay que caer en él como en un pozo para salir del fondo
con
un ramo de aguas secretas y de verdades sumergidas.
Déjame
olvidar, ancha piedra, la proporción poderosa,
la
trascendente movida, las piedras del panal,
y
de la escuadra déjame hoy resbalar
la
mano sobre la hipotenusa de áspera sangre y silicio.
Cuando,
como una herradura de élitros rojos, el cóndor furibundo
me
golpea las sienes en el orden del vuelo
y
el huracán de plumas carniceras barre el polvo sombrío
de
las escalinatas diagonales, no veo la bestia veloz,
no
veo el ciego ciclo de sus barras,
veo
el antiguo ser, servidor, el dormido
en
los campos, veo el cuerpo, mil cuerpos, un hombre, mil mujeres,
bajo
la racha negra, negros de lluvia y noches,
con
la piedra pesada de la estatua:
Juan
Cortapiedras, hijo de Wiracocha,
Juan
Comefrío, hijo de estrella verde,
Juan
Piesdescalzos, nieto de la turquesa,
sube
a nacer conmigo, hermano.
XII
Sube
a nacer conmigo, hermano.
Dame
la mano desde la profunda
zona
de tu dolor diseminado.
No
volverás del fondo de las rocas.
No
volverás del tiempo subterráneo.
No
volverá tu voz endurecida.
No
volverán tus ojos taladrados.
Mírame
desde el fondo de la tierra,
labrador,
tejedor, pastor callado:
domador
de guanacos tutelares:
albañil
del andamio desafiado:
aguador
de las lágrimas andinas:
joyero
de los dedos machacados:
agricultor
temblando en la semilla:
alfarero
en tu greda derramado:
traed
a la copa de esta nueva vida
vuestros
viejos dolores enterrados.
Mostradme
vuestra sangre y vuestro surco,
decidme:
aquí fui castigado,
porque
la joya no brilló o la tierra
no
entregó a tiempo la piedra o el grano:
señaladme
la piedra en que caísteis
y
la madera en que os crucificaron,
encendedme
los viejos pedernales,
las
viejas lámparas, los látigos pegados
a
través de los siglos en las llagas
y
las hachas de brillo ensangrentado.
Yo
vengo a hablar por vuestra boca muerta.
A
través de la tierra juntad todos
los
silenciosos labios derramados
y
desde el fondo habladme toda esta larga noche
como
si yo estuviera con vosotros anclado,
contadme
todo, cadena a cadena,
eslabón
a eslabón, y paso a paso,
afilad
los cuchillos que guardasteis,
ponedlos
en mi pecho y en mi mano,
como
un río de rayos amarillos,
como
un río de tigres enterrados,
y
dejadme llorar, horas, días, años,
edades
ciegas, siglos estelares.
Dadme
el silencio, el agua, la esperanza.
Dadme
la lucha, el hierro, los volcanes.
Apegadme
los cuerpos como imanes.
Acudid
a mis venas y a mi boca.
Hablad
por mis palabras y mi sangre.
América insurrecta (1800)
NUESTRA
tierra, ancha tierra, soledades,
se
pobló de rumores, brazos, bocas.
Una
callada sílaba iba ardiendo,
congregando
la rosa clandestina,
hasta
que las praderas trepidaron
cubiertas
de metales y galopes.
Fue
dura la verdad como un arado.
Rompió
la tierra, estableció el deseo,
hundió
sus propagandas germinales
y
nació en la secreta primavera.
Fue
callada su flor, fue rechazada
su
reunión de luz, fue combatida
la
levadura colectiva, el beso
de
las banderas escondidas,
pero
surgió rompiendo las paredes,
apartando
las cárceles del suelo.
El
pueblo oscuro fue su copa,
recibió
la substancia rechazada,
la
propagó en los límites marítimos,
la
machacó en morteros indomables.
Y
salió con las páginas golpeadas
y
con la primavera en el camino.
Hora
de ayer, hora de mediodía,
hora
de hoy otra vez, hora esperada
entre
el minuto muerto y el que nace,
en
la erizada edad de la mentira.
Patria,
naciste de los leñadores,
de
hijos sin bautizar, de carpinteros,
de
los que dieron como un ave extraña
una
gota de sangre voladora,
y
hoy nacerás de nuevo duramente
desde
donde el traidor y el carcelero
te
creen para siempre sumergida.
Hoy
nacerás del pueblo como entonces.
Hoy
saldrás del carbón y del rocío.
Hoy
llegarás a sacudir las puertas
con
manos maltratadas,con pedazos
de
alma sobreviviente, con racimos
de
miradas que no extinguió la muerte,
con
herramientas hurañas
armadas
bajo los harapos.
América, no invoco tu nombre en vano
AMÉRICA, no invoco tu nombre en vano.
Cuando sujeto al corazón la espada,
cuando aguanto en el alma la gotera,
cuando por las ventanas
un nuevo día tuyo me penetra,
soy y estoy en la luz que me produce,
vivo en la sombra que me determina,
duermo y despierto en tu esencial aurora:
dulce como las uvas, y terrible,
conductor del azúcar y el castigo,
empapado en esperma de tu especie,
amamantado en sangre de tu herencia.
Amiga, no te mueras...
AMIGA,
no te mueras.
Óyeme
estas palabras que me salen ardiendo,
y
que nadie diría si yo no las dijera.
Amiga,
no te mueras.
Yo
soy el que te espera en la estrellada noche.
El
que bajo el sangriento sol poniente te espera.
Miro
caer los frutos en la tierra sombría.
Miro
bailar las gotas del rocío en las hierbas.
En
la noche al espeso perfume de las rosas,
cuando
danza la ronda de las sombras inmensas.
Bajo
el cielo del Sur, el que te espera cuando
el
aire de la tarde como una boca besa.
Amiga,
no te mueras.
Yo
soy el que cortó las guirnaldas rebeldes
para
el lecho selvático fragante a sol y a selva.
El
que trajo en los brazos jacintos amarillos.
Y
rosas desgarradas. Y amapolas sangrientas.
El
que cruzó los brazos por esperarte, ahora.
El
que quebró sus arcos. El que dobló sus flechas.
Yo
soy el que en los labios guarda sabor de uvas.
Racimos
refregados. Mordeduras bermejas.
El
que te llama desde las llanuras brotadas.
Yo
soy el que en la hora del amor te desea.
El
aire de la tarde cimbra las ramas altas.
Ebrio,
mi corazón. bajo Dios, tambalea.
El
río desatado rompe a llorar y a veces
se
adelgaza su voz y se hace pura y trémula.
Retumba,
atardecida, la queja azul del agua.
Amiga,
no te mueras!
Yo
soy el que te espera en la estrellada noche,
sobre
las playas áureas, sobre las rubias eras.
El
que cortó jacintos para tu lecho, y rosas.
Tendido
entre las hierbas yo soy el que te espera!
San Martín (1810)
NDUVE,
San Martín, tanto y de sitio en sitio
que
descarté tu traje, tus espuelas, sabía
que
alguna vez, andando en los caminos
hechos
para volver, en los finales
de
cordillera, en la pureza
de
la intemperie que de ti heredarnos,
nos
íbamos a ver de un día a otro.
Cuesta
diferenciar entre los nudos
de
ceibo, entre raíces,
entre
senderos señalar tu rostro,
entre
los pájaros distinguir tu mirada,
encontrar
en el aire tu existencia.
Eres
la tierra que nos diste, un ramo
de
cedrón que golpea con su aroma,
que
no sabemos dónde está, de dónde
llega
su olor de patria a las praderas.
Te
galopamos, San Martín, salimos
amaneciendo
a recorrer tu cuerpo,
respiramos
hectáreas de tu sombra,
hacemos
fuego sobre tu estatura.
Eres
extenso entre todos los héroes.
Otros
fueron de mesa en mesa,
de
encrucijada en torbellino,
tú
fuiste construido de confines,
y
empezamos a ver tu geografía,
tu
planicie final, tu territorio.
Mientras
mayor el tiempo disemina
como
agua eterna los terrones
del
rencor, los afilados
hallazgos
de la hoguera,
más
terreno comprendes, más semillas
de
tu tranquilidad pueblan los cerros,
más
extensión das a la primavera.
El
hombre que construye es luego el humo
de
lo que construyó, nadie renace
de
su propio brasero consumido:
de
su disminución hizo existencia,
cayó
cuando no tuvo más que polvo.
Tu
abarcaste en la muerte más espacio.
Tu
muerte fue un silencio de granero.
Pasó
la vida tuya, y otras vidas,
se
abrieron puertas, se elevaron muros
y
la espiga salió a ser derramada.
San
Martín, otros capitanes
fulguran
más que tú, llevan bordados
sus
pámpanos de sal fosforescentes,
otros
hablan aún como cascadas,
pero
no hay uno como tú, vestido
de
tierra y soledad, de nieve y trébol.
Te
encontramos al retornar del río,
te
saludamos en la forma agraria
de
la Tucumania florida,
y
en los caminos, a caballo
te
cruzamos corriendo y levantando
tu
vestidura, padre polvoriento.
Hoy
el sol y la luna, el viento grande
maduran
tu linaje, tu sencilla
composición:
tu verdad era
verdad
de tierra, arenoso amasijo,
estable
como el pan, lámina fresca
de
greda y cereales, pampa pura.
Y
así eres hasta hoy, luna y galope,
estación
de soldados, intemperie,
por
donde vamos otra vez guerreando,
caminando
entre pueblos y llanuras,
estableciendo
tu verdad terrestre,
esparciendo
tu germen espacioso,
aventando
las páginas del trigo.
Así
sea, y que no nos acompañe
la
paz hasta que entremos
después
de los combates, a tu cuerpo
y
duerma la medida que tuvimos
en
tu extensión de paz germinadora.
La tierra
LA
tierra verde se ha entregado
a
todo lo amarillo, oro, cosechas,
terrones,
hojas, grano,
pero
cuando el otoño se levanta
con
su estandarte extenso
eres
tú la que veo,
es
para mi tu cabellera
la
que reparte las espigas.
Veo
los monumentos
de
antigua piedra rota,
pero
si toco
la
cicatriz de piedra
tu
cuerpo me responde,
mis
dedos reconocen
de
pronto, estremecidos,
tu
caliente dulzura.
Entre
los héroes paso
recién
condecorados
por
la tierra y la pólvora
y
detrás de ellos, muda,
con
tus pequenos pasos,
eres
o no eres?
Ayer,
cuando sacaron
de
raíz, para verlo,
el
viejo árbol enano,
te
vi salir mirándorne
desde
las torturadas
y
sedientas raíces.
Y
cuando viene el sueño
a
extenderme y llevarme
a
mi propio silencio
hay
un gran viento blanco
que
derriba mi sueño
y
caen de él las hojas,
caen
como cuchillos
sobre
mí desangrándome.
Y
cada herida tiene
la
forma de tu boca.
Un canto para Bolívar
PADRE
nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire
de
toda nuestra extensa latitud silenciosa,
todo
lleva tu nombre, padre, en nuestra morada:
tu
apellido la caña levanta a la dulzura,
el
estaño bolívar tiene un fulgor bolívar,
el
pájaro bolívar sobre el volcán bolívar,
la
patata, el salitre, las sombras especiales,
las
corrientes, las vetas de fosfórica piedra,
todo
lo nuestro viene de tu vida apagada,
tu
herencia fueron ríos, llanuras, campanarios,
tu
herencia es el pan nuestro de cada día, padre.
Tu
pequeño cadáver de capitán valiente
ha
extendido en lo inmenso su metálica forma,
de
pronto salen dedos tuyos entre la nieve
y
el austral pescador saca a la luz de pronto
tu
sonrisa, tu voz palpitando en las redes.
De
qué color la rosa que junto a tu alma alcemos?
Roja
será la rosa que recuerde tu paso.
Cómo
serán las manos que toquen tu ceniza?
Rojas
serán las manos que en tu ceniza nacen.
Y
cómo es la semilla de tu corazón muerto?
Es
roja la semilla de tu corazón vivo.
Por
eso es hoy la ronda de manos junto a ti.
Junto
a mi mano hay otra y hay otra junto a ella,
y
otra más, hasta el fondo del continente oscuro.
Y
otra mano que tú no conociste entonces
viene
también, Bolívar, a estrechar a la tuya:
de
Teruel, de Madrid, del Jarama, del Ebro,
de
la cárcel, del aire, de los muertos de España
llega
esta mano roja que es hija de la tuya.
Capitán,
combatiente, donde una boca
grita
libertad, donde un oído escucha,
donde
un soldado rojo rompe una frente parda,
donde
un laurel de libres brota, donde una nueva
bandera
se adorna con la sangre de nuestra insigne aurora,
Bolívar,
capitán, se divisa tu rostro.
Otra
vez entre pólvora y humo tu espada está naciendo.
Otra
vez tu bandera con sangre se ha bordado.
Los
malvados atacan tu semilla de nuevo,
clavado
en otra cruz está el hijo del hombre.
Pero
hacia la esperanza nos conduce tu sombra,
el
laurel y la luz de tu ejército rojo
a
través de la noche de América con tu mirada mira.
Tus
ojos que vigilan más allá de los mares,
más
allá de los pueblos oprimidos y heridos,
más
allá de las negras ciudades incendiadas,
tu
voz nace de nuevo, tu mano otra vez nace:
tu
ejército defiende las banderas sagradas:
la
Libertad sacude las campanas sangrientas,
y
un sonido terrible de dolores precede
la
aurora enrojecida por la sangre del hombre.
Libertador,
un mundo de paz nació en tus brazos.
La
paz, el pan, el trigo de tu sangre nacieron,
de
nuestra joven sangre venida de tu sangre
saldrán
paz, pan y trigo para el mundo que haremos.
Yo
conocí a Bolívar una mañana larga,
en
Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,
Padre,
le dije, eres o no eres o quién eres?
Y
mirando el Cuartel de la Montaña, dijo:
"Despierto
cada cien años cuando despierta el pueblo".