“Volveré y seré millones lo dijo en 1781 un
cacique del Alto Perú”
Dice
que “quizás en América latina no tengamos aún brújula propia, pero hay cierta
sensibilidad para volver a imaginar algunas utopías”. La historiadora Patricia
Funes acaba de publicar Salvar la nación, un libro sobre los intelectuales
latinoamericanos de los años ’20. Es una de las pocas especialistas argentinas
en historia de América latina del siglo XX. Aquí habla de su investigación y se
anima con Perón, Evo, Chávez, Lula, Kirchner y Bachelet.
Hay
momentos en que la historia de América aflora y momentos en que los países se
ponen en el centro. Un caso peculiar es el de las dictaduras, o mejor dicho de
las últimas dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas en el Cono Sur.
Por un lado la Argentina y Chile casi llegan a la guerra en 1978, y por otro
lado diseñan el Plan Cóndor, que articula regionalmente políticas represivas. Y
todo animado por la Doctrina de la Seguridad Nacional, que borra unas
fronteras, las del enemigo externo, para crear otras, las del enemigo interno.
En la dictadura la misma expresión “América latina” era subversiva. Y esto era
muy concreto.
–¿La política “usa” a la historia?
–Siempre
hay y habrá una remisión a la historia, y eso en sí mismo no está ni bien ni
mal desde la política. Es natural. Pero contestando del lado de los
historiadores, quiero descubrir qué hay de nuevo bajo el sol, sin inventar la
pólvora. Hacer historia de América latina no es para extraer enseñanzas.
Siempre hay alguno nuevo bajo el sol. Sólo que, para que sea nuevo en serio, no
debe ignorar la historia de esta parte del mundo. La historia no es para
repetir hoy miméticamente el pasado, o solo para recuperar discursos de Martí,
del Che Guevara, de Fernando Henrique Cardoso y su teoría de la dependencia
como si fueran todos contemporáneos nuestros. Lo que sí podemos recuperar de la
historia es la libertad de pensar en momentos de crisis, que son los momentos
más creativos de las ideas.
–Uno
de los ejes de su libro es la idea de nación. ¿Percibe ahora en América latina
un intento de recuperar la nación, que se había dejado de lado durante los ’90?
–Sí.
Es una recuperación de la nación como forma de inclusión y pertenencia. La
nación debe ser uno de los conceptos más difíciles de definir. Hay varias
formas de pensarla. Una tradición de pensamiento sobre la nación tiene que ver
con lo histórico en nosotros: las vivencias y sufrimientos comunes, el pasado
común y también un proyecto compartido. Otra tradición se relaciona con los
derechos y su real ejercicio. La idea de nación supone inclusiones. Y esto es
justamente lo que vemos hoy en Brasil, en Venezuela, en Bolivia, en la
Argentina. La idea de nación de la Revolución Francesa es la nación a través de
la ciudadanía política: un ciudadano, un voto. Hay un pensamiento más
esencialista, más sensible y, por qué no, más emocional. Ninguna idea se da de
manera pura, yo diría que afortunadamente. Pero siempre supone interpelaciones
a las mayorías.
–¿Cómo son interpeladas?
–Desde
la inclusión ciudadana, social, étnica, cultural. Hoy lo interesante es que se
recuperan ideas contrahegemónicas de la nación y de la región, panteones
alternativos. Tomemos el caso de Bolivia. Tupac Katari a fines de la década de
1770 se recorrió caminando cuatro mil kilómetros desde un pueblo cerca de La
Paz hasta Buenos Aires para que el virrey Vértiz le reconociera su cacicazgo.
Hizo el viaje acompañado solo por dos o tres indios de su comunidad. Vértiz se
lo reconoció, pero al regreso el encomendero lo encarceló. Así se desató la
gran rebelión aymara, contemporánea a la de Túpac Amaru. “Volveré y seré
millones” lo dijo en 1781 un cacique del Alto Perú. Era el mismo Katari antes
de su descuartizamiento. La frase exacta fue: “A mí solo me mataréis, pero mañana
volveré y seré millones”. ¿Eva Perón la sabía de algún lado, alguien se lo
dijo, fue simple casualidad? Lo ignoro. Pero impresiona. Con Katari estaba
Bartolina Sisa, una mujer valiente que también terminó sacrificada por los
españoles. Esto es parte de la memoria aymara. Evo Morales lo sabe. Por eso,
cuando interpela a las mayorías, en cada uno de sus discursos figuran Katari y
Bartolina. También habla de Zárate Willka, un cacique muy importante de
Cochabamba ignorado o estigmatizado por la historia oficial boliviana. En 1899,
durante la guerra federal, movilizó un ejército de campesinos y sitió La Paz
por 109 días demandando las tierras usurpadas. Todos sabemos que Bolivia tiene
dos capitales, Sucre y La Paz. Bueno, eso pasa desde 1899. La historia oficial
cuenta la guerra pero omite a Zárate Willka, y así a tantos otros. De allí que
la llegada de un representante de los pueblos originarios a la presidencia de
Bolivia sea no sólo un hito en la historia de las comunidades de ese país
(quechuas, aymaras, guaraníes) sino también un justo llamado de atención para
toda la región. En este sentido, la ceremonia de Tiwanaku de Evo un día antes
de asumir como presidente de Bolivia se concretó en el mismo lugar en el que
las tropas de la Revolución de Mayo de 1810, lideradas por Castelli, anunciaron
el fin de la servidumbre indígena, que se concretó, y sólo en parte, recién en
la revolución de 1952.
–¿Cómo funciona en América latina el
vínculo entre la nación y la región?
–Históricamente
hubo tres momentos fuertes en los que se pensó la nación enhebrada con la
región. El primero fue el tiempo de las independencias, a comienzos del siglo
XIX. El segundo en el siglo XX, en la década del ’20. El tercero es también en
el siglo XX, en los ’60 y ’70. En este caso depende de los países. Hubo otros
momentos en que los Estados se pensaron más endógenamente y con total exclusión
o casi en contra de América latina: durante el proceso de conformación de los
estados nacionales, la “década perdida”, los noventa. Justamente en mi libro
planteo que los años ’20 latinoamericanos fueron críticos y fundacionales de la
cultura política de esta parte del mundo. Todo se revisa: la idea de
civilización, el progreso indefinido, el racionalismo, las autoridades, el
positivismo, el europeísmo. Si Europa se había suicidado en una guerra, los
términos civilización y barbarie podían ser revisados si no con autonomía, con
mucha más libertad para reemplazar el orden oligárquico. Se abandona Europa y
aparece América latina como alternativa a la luz de esa crisis y de otro gran
evento, que fue la revolución en una sociedad no clásicamente europea ni
central: Rusia. Crisis, periferias, exclusiones y ciertos movimientos de la
economía capitalista (la presión imperialista) se conjugan para pensar la nación
y la región. Quizá sea ése el camino para empezar a explicar el resurgimiento
de hoy, después de los ’90.
–En
algunos lugares esta inclusión se hace contra la idea de nación. Por ejemplo en
Bolivia, donde ahora se habla de muchas naciones –aymara, quechua, guaraní–
conviviendo en un mismo país, bajo un mismo Estado.
–Los
Estados nacionales configuraron sus perímetros bajo el credo liberal, más en
contra que a partir del pasado. Así los pobladores originarios fueron
considerados un problema. En realidad, fueron tratados como supuesto problema
todos los otros. También los inmigrantes, los obreros. En los ’20, a la luz de
otra revolución, la mexicana, aparecen distintas ideas indigenistas como las de
Luis Valcárcel en el Perú o Manuel Gamio en México, o, bajo la idea de “raza
cósmica”, la de José Vasconcelos, el creador de la educación pública del México
revolucionario. Pero quien plantea un problema que se volverá clásico es el
peruano José Carlos Mariátegui al unir el asunto étnico con el social. Mariátegui
afirma que el problema del indio es el de la tierra. Y ahora hay un
resurgimiento de los pueblos originarios bajo la idea de una ampliación y
demanda de derechos. Algunos, ancestrales: la tierra. Otros, muy añejos y muy
nuevos: el cuidado de la tierra. La nación está donde están las mayorías. Bien:
en Bolivia la mayoría está integrada por aymaras, quechuas, guaraníes y muchos
más. Por eso, en términos ya más teóricos, dudaría de si Bolivia se constituyó
alguna vez como Estado nacional. Los campesinos fueron excluidos siempre, a
diferencia de otros países como México, donde la revolución, aunque con un
ideario mestizo pero también con la reforma agraria, los transformó en
mexicanos. Esto marca una particularidad en el proceso de inclusión y en la
idea de nación en Bolivia. El caso opuesto podría ser Uruguay, donde la nación
tiene que ver básicamente con la identificación con un partido, ya sea el
Blanco, el Colorado o, más recientemente, el frenteamplista, en el marco de un
país más homogéneo y donde la política estatuyó el lazo social.
–¿Cómo se construye la idea de nación,
que el discurso de Kirchner reivindica, en la Argentina?
–Es
curioso lo que ocurre en la Argentina, donde el bárbaro, que aquí era el
gaucho, termina siendo la personificación de la nación para oponérsele a otro
bárbaro, el inmigrante o “maximalista”. El crisol de razas, sobre lo que tanto
trabajó el sistema educativo, fue clave para esta construcción. Y no es casual
que los que entronizaron al gaucho, sacándolo de su lugar de barbarie y poniéndolo
en el centro de la construcción nacional, hayan sido intelectuales del
interior. Porque en la América latina de los años treinta y cuarenta aparecen
en las capitales esos “extraños”: los cholos, los rotos, los “zoológicos”, los
“pelados”, los “canarios”. Ese interior que les hace recordar a esas ciudades
capitales que quizás no eran Europa. Algunos los estigmatizaron, otros los
interpelaron. Quienes los interpelaron hablaron de nación. Pero hay que hacer
aquí una precisión. Apelar a la nación no es ni malo ni bueno en sí mismo. La
ambivalencia del concepto sirvió para incluir o para matar, ya lo sabemos. Pero
también sirvió para la revolución, para la reforma, para la democracia, y en
América latina incluso para el socialismo. “Salvar la Nación” no es un título
que yo elegí inventando una frase. Descubrí que todas las corrientes de ideas
antioligárquicas sostenían ese principio. Por eso el último capítulo también
habla de “ser salvados por la nación” como principio de hegemonía política.
–Si
la idea de nación está definida por la capacidad de incluir, el populismo, con
el que también se califica a algunos gobiernos latinoamericanos actuales, desde
Chávez hasta Kirchner, encaja bien, pues implica un movimiento de ampliación de
derechos.
–Qué
buena y difícil su pregunta. Muy latinoamericana. Hablemos de las experiencias
populistas clásicas: Lázaro Cárdenas en México, Juan Domingo Perón en la
Argentina y Getulio Vargas en Brasil (y considero populista al Vargas posterior
a 1945), ponen en el centro el discurso nacional o el nacionalismo. Y lo llevan
adelante, porque no es sólo un tema retórico. Aclaro esto porque también se
habló mucho de neopopulismo con Collor de Mello, Fujimori, Menem y ellos no
tienen nada que ver con aquel populismo. El término es muy latinoamericano y
muy confuso. El populismo clásico implicó derechos muy reales para mucha gente.
Es interesante la continuidad. Hay una foto famosa del año pasado: Lula con las
manos negras de petróleo cuando anuncia que Brasil se autoabastece. Es la misma
foto de Vargas en el ’52, cuando nacionalizó el petróleo y creó Petrobras. Ahí
hay una memoria, y probablemente también una estrategia comunicacional, pero
montada en esa memoria: Lula era un obrero del ABC paulista. Sin embargo, hay
un equívoco respecto de los populismos, porque estas experiencias, a mi juicio,
fueron antiliberales, sí, pero no antidemocráticas en los procedimientos de
acceso al poder en el más intrínseco de los sentidos: elecciones libres.
Cárdenas llegó al poder en 1934 por la elección más limpia que hubo en la
historia de México. Es más: desde 1910 hasta Cárdenas la sucesión presidencial
se resolvía con un balazo al presidente. No volvió a ocurrir en México desde el
asesinato de Alvaro Obregón, en 1928, hasta el asesinato de Luis Donaldo
Colosio en 1994, una inflexión en la transición mexicana además de Chiapas,
como es obvio. En 1946 Perón ganó las elecciones más transparentes también
desde 1928.
–Lo
mismo ocurre con Chávez ahora, que arrasa en las elecciones. Lo que se discute
es que, una vez en el poder, violan límites institucionales, no son
republicanos, no abren espacios para la deliberación.
–Efectivamente
algunos critican a Chávez con los argumentos que usted cita. Otros piensan
distinto. En la Argentina, donde Chávez no es candidato, es uno de los
presidentes con mayor índice de imagen positiva. La cuestión es larga de
explicar, pero si me preguntan rápido quién es Chávez yo diría esto: un
llanero.
–Otra
de las grandes cuestiones latinoamericanas, además del nacionalismo y del populismo,
es el famoso giro a la izquierda. ¿Esto conecta con experiencias anteriores?
–En
principio, me parece que hay que hablar en plural y decir izquierdas. La
cultura política latinoamericana tiene un gran componente movimientista. Los
politólogos se agarran la cabeza, porque las clases sociales no se comportan
como tales y los partidos tampoco. A excepción de la izquierda clásica, el
“giro a la izquierda” de hoy se define en principio por lo que no es: no es
privatista, no es neoliberal, ya no hay Consenso de Washington. Pero eso abre
la posibilidad de alternativas diferentes. En América latina hay cierta
especificidad de los partidos políticos, aun de aquellos más parecidos al
modelo abstracto. La Concertación chilena, por ejemplo, es una coalición de
varios partidos. Y si bien es un producto histórico de la salida de la
dictadura, recoge una tradición del sistema político chileno: las experiencias
de los frentes populares en los años cuarenta y de la Unidad Popular, que
también era una coalición de partidos. Otro tanto sucede con el Frente Amplio,
que se creó en los ’70. Cada uno tiene sus particularidades. En Brasil, el PT
es el único partido político de la historia de ese país que no se crea de
arriba para abajo y que es una estructura nacional. Los brasileños tienen dos
grandes coaliciones, una de izquierda, por decirlo de alguna manera, y otra de
derecha. Pero hay que entender las particularidades de cada país. En Brasil,
los analfabetos no podían votar hasta la reforma constitucional de 1988. Y recordemos
que Brasil fue un imperio esclavista todo el siglo XIX. Más aún: es el único
caso en la historia del colonialismo en que la metrópoli se traslada a la
colonia. Es una de las historias más maravillosas del mundo. En 1808 la corona
de Braganza, corrida por Napoleón y por supuesto escoltada por la Royal Navy,
traslada sus gobelinos, sus porcelanas y toda la biblioteca de Coimbra en
barcos muy precarios de Lisboa a Río de Janeiro. El rey se instala en Brasil y
hasta tiene que jerarquizar a Brasil. Si no, no podía ser rey de nada. Entonces
se convierte en el rey de Portugal, Algarves y Brasil. Hasta construye una
ciudad real: Petrópolis. Después, en 1889, vino la república del café con
leche. Pero, ¿qué república? La de los cafetaleros paulistas. Y Brasil era
bastante más que los cafetaleros de San Pablo. En perspectiva histórica, la
ciudadanía, la democracia y los derechos suponen un proceso largo, accidentado
y sinuoso. Si uno mira las sociedades de hoy, quizás más que un giro a la
izquierda la gran novedad es la enorme vitalidad y polifonía de los movimientos
sociales que pugnan por derechos al agua, a la igualdad sexual, a la
recuperación de lenguas y costumbres. Y se suman a otros que tienen una
historia de lucha más larga: movimientos por la tierra, por el salario digno,
incluso por el simple hecho de tener salario, por la educación. Las historias y
las memorias a veces se juntan y a veces se separan de manera irreductible. En
un archivo que conozco muy bien, el de la Dirección de Inteligencia de la Bonaerense,
gestionado por la Comisión Provincial por la Memoria, tenemos papeles sobre
unos anarquistas expropiadores de los años ’30. Y tenemos unos apristas.
También tenemos el Comachi, el movimiento de solidaridad con Chile, creado
después del golpe de Pinochet. Y tenemos un legajo que dice ‘Neftalí Reyes,
alias Pablo Neruda’. Eso también forma parte de la experiencia política y
cultural de la generación militante de los años ’60 y ’70. Nada de lo que nos
pasó se entiende si lo vemos aislados bajo la frontera del Estado nación.
América latina sigue teniendo problemas para pensarse dentro del mapa del
mundo.
–¿La particularidad argentina es el
peronismo?
–Es
una respuesta posible, la explicación más sencilla. Yo creo que la
particularidad argentina es la de un país de una temprana inclusión por la vía
del voto. Duró muy poco, de 1916 a 1930. Tuvo una sociedad civil fuerte y
“protestona” que generó la reacción de los sectores de la derecha. Ellos, sin
posibilidad de ganar las elecciones, llamaron a “la hora de la espada”. Vuelvo
a mis años ’20 latinoamericanos. Sedujeron mi carrera de historiadora durante
más de diez años. Bueno, también en los años veinte se incubaron los
nacionalismos integristas y corporativos. Para mí, la particularidad argentina
más que el peronismo son los seis golpes de Estado entre 1930 y 1976. Y en los
años ’20 hay también una clave para descifrarla. En los años ’20 se pensaron
todas las opciones: el indigenismo, el socialismo, el comunismo, las
democracias funcionales. Pero también el corporativismo y el llamado de
Leopoldo Lugones a los militares en 1924. Bien: en el ’30 llegaron.
–En
su libro, usted recuerda que en los ’20 se decía que el problema no era que no
había una brújula propia para América latina, sino que se había perdido la
brújula ajena. ¿América latina tiene hoy una brújula propia?
–Esa
frase la escribió Pedro Henríquez Ureña (dominicano, exiliado primero en México
y después en la Argentina) en un libro que se llama La Utopía de América. Los
intelectuales de los años ’20 fueron audaces para pensar. Muchas experiencias
lo demuestran. Por ejemplo, Víctor Raúl Haya de la Torre pensó un partido
político a escala continental, la Alianza Popular Revolucionaria Americana. Si
bien el APRA no prosperó como partido a nivel regional, influyó fuertemente en
toda una generación de intelectuales y políticos. En el Perú el APRA se
convirtió en Partido Aprista Peruano en 1930. Cuando se presenta a las
elecciones, al PAP lo acusaban de ser un partido internacionalista. Entonces
Haya de la Torre apeló a un conjunto de estrategias para peruanizar al APRA.
Cuando llegó del exilio y desembarcó en el puerto de Talara, los obreros le
cantaron La Internacional. Entonces, después de esa experiencia mandó a
escribir una Marsellesa aprista. Pero seguía siendo un poco internacionalista.
Se inspiró en el tango Yira, que en ese momento estaba de moda en Perú, y a la
misma música le puso una letra aprista. En lugar de Yira, yira, decía Apra,
Apra. Contemporáneamente los indigenistas cuzqueños le declaraban la guerra al
idioma español. Las frases eran como éstas: “Basta ya del yugo de la gramática
española” o “Contra las letras opresoras”. Así planteaban –y estamos hablando
de los años ’20, hace más de 80 años– un tema que todavía genera controversias.
También existió en los ’20 una sensibilidad de los intelectuales para acercarse
a las lenguas populares. En Brasil, Mario de Andrade, el autor de Macunaíma,
intentó durante muchos años escribir una gramática de la lengua brasileña, que
asentara los modos vernáculos de hablar de Brasil frente a la gramática
portuguesa. Más audaz fue Xul Solar, que intentó crear un idioma mezclando el
portugués y el español. Pero no sólo en el terreno de la lengua se planteaban
rupturas. En el México revolucionario, el 22 de septiembre de 1927 el Senado
mexicano aprobó un proyecto de ley para establecer una ciudadanía
latinoamericana que incluía explícitamente a Brasil. Quizá no tengamos aún
brújula propia pero hay cierta sensibilidad para volver a imaginar algunas
utopías. Probablemente menos altisonantes y épicas que en otros momentos. Hace
menos de una década ¿era imaginable una mujer presidenta de Chile, un indígena
presidente de Bolivia o un obrero de Brasil?