domingo, 17 de marzo de 2013

“VOLVERÉ Y SERÉ MILLONES LO DIJO EN 1781 UN CACIQUE TUPAC-CATARI ”


Volveré y seré millones lo dijo en 1781 un cacique del Alto Perú”


Dice que “quizás en América latina no tengamos aún brújula propia, pero hay cierta sensibilidad para volver a imaginar algunas utopías”. La historiadora Patricia Funes acaba de publicar Salvar la nación, un libro sobre los intelectuales latinoamericanos de los años ’20. Es una de las pocas especialistas argentinas en historia de América latina del siglo XX. Aquí habla de su investigación y se anima con Perón, Evo, Chávez, Lula, Kirchner y Bachelet.
Hay momentos en que la historia de América aflora y momentos en que los países se ponen en el centro. Un caso peculiar es el de las dictaduras, o mejor dicho de las últimas dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas en el Cono Sur. Por un lado la Argentina y Chile casi llegan a la guerra en 1978, y por otro lado diseñan el Plan Cóndor, que articula regionalmente políticas represivas. Y todo animado por la Doctrina de la Seguridad Nacional, que borra unas fronteras, las del enemigo externo, para crear otras, las del enemigo interno. En la dictadura la misma expresión “América latina” era subversiva. Y esto era muy concreto.

–¿La política “usa” a la historia?

–Siempre hay y habrá una remisión a la historia, y eso en sí mismo no está ni bien ni mal desde la política. Es natural. Pero contestando del lado de los historiadores, quiero descubrir qué hay de nuevo bajo el sol, sin inventar la pólvora. Hacer historia de América latina no es para extraer enseñanzas. Siempre hay alguno nuevo bajo el sol. Sólo que, para que sea nuevo en serio, no debe ignorar la historia de esta parte del mundo. La historia no es para repetir hoy miméticamente el pasado, o solo para recuperar discursos de Martí, del Che Guevara, de Fernando Henrique Cardoso y su teoría de la dependencia como si fueran todos contemporáneos nuestros. Lo que sí podemos recuperar de la historia es la libertad de pensar en momentos de crisis, que son los momentos más creativos de las ideas.
–Uno de los ejes de su libro es la idea de nación. ¿Percibe ahora en América latina un intento de recuperar la nación, que se había dejado de lado durante los ’90?
–Sí. Es una recuperación de la nación como forma de inclusión y pertenencia. La nación debe ser uno de los conceptos más difíciles de definir. Hay varias formas de pensarla. Una tradición de pensamiento sobre la nación tiene que ver con lo histórico en nosotros: las vivencias y sufrimientos comunes, el pasado común y también un proyecto compartido. Otra tradición se relaciona con los derechos y su real ejercicio. La idea de nación supone inclusiones. Y esto es justamente lo que vemos hoy en Brasil, en Venezuela, en Bolivia, en la Argentina. La idea de nación de la Revolución Francesa es la nación a través de la ciudadanía política: un ciudadano, un voto. Hay un pensamiento más esencialista, más sensible y, por qué no, más emocional. Ninguna idea se da de manera pura, yo diría que afortunadamente. Pero siempre supone interpelaciones a las mayorías.

–¿Cómo son interpeladas?
–Desde la inclusión ciudadana, social, étnica, cultural. Hoy lo interesante es que se recuperan ideas contrahegemónicas de la nación y de la región, panteones alternativos. Tomemos el caso de Bolivia. Tupac Katari a fines de la década de 1770 se recorrió caminando cuatro mil kilómetros desde un pueblo cerca de La Paz hasta Buenos Aires para que el virrey Vértiz le reconociera su cacicazgo. Hizo el viaje acompañado solo por dos o tres indios de su comunidad. Vértiz se lo reconoció, pero al regreso el encomendero lo encarceló. Así se desató la gran rebelión aymara, contemporánea a la de Túpac Amaru. “Volveré y seré millones” lo dijo en 1781 un cacique del Alto Perú. Era el mismo Katari antes de su descuartizamiento. La frase exacta fue: “A mí solo me mataréis, pero mañana volveré y seré millones”. ¿Eva Perón la sabía de algún lado, alguien se lo dijo, fue simple casualidad? Lo ignoro. Pero impresiona. Con Katari estaba Bartolina Sisa, una mujer valiente que también terminó sacrificada por los españoles. Esto es parte de la memoria aymara. Evo Morales lo sabe. Por eso, cuando interpela a las mayorías, en cada uno de sus discursos figuran Katari y Bartolina. También habla de Zárate Willka, un cacique muy importante de Cochabamba ignorado o estigmatizado por la historia oficial boliviana. En 1899, durante la guerra federal, movilizó un ejército de campesinos y sitió La Paz por 109 días demandando las tierras usurpadas. Todos sabemos que Bolivia tiene dos capitales, Sucre y La Paz. Bueno, eso pasa desde 1899. La historia oficial cuenta la guerra pero omite a Zárate Willka, y así a tantos otros. De allí que la llegada de un representante de los pueblos originarios a la presidencia de Bolivia sea no sólo un hito en la historia de las comunidades de ese país (quechuas, aymaras, guaraníes) sino también un justo llamado de atención para toda la región. En este sentido, la ceremonia de Tiwanaku de Evo un día antes de asumir como presidente de Bolivia se concretó en el mismo lugar en el que las tropas de la Revolución de Mayo de 1810, lideradas por Castelli, anunciaron el fin de la servidumbre indígena, que se concretó, y sólo en parte, recién en la revolución de 1952.

–¿Cómo funciona en América latina el vínculo entre la nación y la región?

–Históricamente hubo tres momentos fuertes en los que se pensó la nación enhebrada con la región. El primero fue el tiempo de las independencias, a comienzos del siglo XIX. El segundo en el siglo XX, en la década del ’20. El tercero es también en el siglo XX, en los ’60 y ’70. En este caso depende de los países. Hubo otros momentos en que los Estados se pensaron más endógenamente y con total exclusión o casi en contra de América latina: durante el proceso de conformación de los estados nacionales, la “década perdida”, los noventa. Justamente en mi libro planteo que los años ’20 latinoamericanos fueron críticos y fundacionales de la cultura política de esta parte del mundo. Todo se revisa: la idea de civilización, el progreso indefinido, el racionalismo, las autoridades, el positivismo, el europeísmo. Si Europa se había suicidado en una guerra, los términos civilización y barbarie podían ser revisados si no con autonomía, con mucha más libertad para reemplazar el orden oligárquico. Se abandona Europa y aparece América latina como alternativa a la luz de esa crisis y de otro gran evento, que fue la revolución en una sociedad no clásicamente europea ni central: Rusia. Crisis, periferias, exclusiones y ciertos movimientos de la economía capitalista (la presión imperialista) se conjugan para pensar la nación y la región. Quizá sea ése el camino para empezar a explicar el resurgimiento de hoy, después de los ’90.

–En algunos lugares esta inclusión se hace contra la idea de nación. Por ejemplo en Bolivia, donde ahora se habla de muchas naciones –aymara, quechua, guaraní– conviviendo en un mismo país, bajo un mismo Estado.
–Los Estados nacionales configuraron sus perímetros bajo el credo liberal, más en contra que a partir del pasado. Así los pobladores originarios fueron considerados un problema. En realidad, fueron tratados como supuesto problema todos los otros. También los inmigrantes, los obreros. En los ’20, a la luz de otra revolución, la mexicana, aparecen distintas ideas indigenistas como las de Luis Valcárcel en el Perú o Manuel Gamio en México, o, bajo la idea de “raza cósmica”, la de José Vasconcelos, el creador de la educación pública del México revolucionario. Pero quien plantea un problema que se volverá clásico es el peruano José Carlos Mariátegui al unir el asunto étnico con el social. Mariátegui afirma que el problema del indio es el de la tierra. Y ahora hay un resurgimiento de los pueblos originarios bajo la idea de una ampliación y demanda de derechos. Algunos, ancestrales: la tierra. Otros, muy añejos y muy nuevos: el cuidado de la tierra. La nación está donde están las mayorías. Bien: en Bolivia la mayoría está integrada por aymaras, quechuas, guaraníes y muchos más. Por eso, en términos ya más teóricos, dudaría de si Bolivia se constituyó alguna vez como Estado nacional. Los campesinos fueron excluidos siempre, a diferencia de otros países como México, donde la revolución, aunque con un ideario mestizo pero también con la reforma agraria, los transformó en mexicanos. Esto marca una particularidad en el proceso de inclusión y en la idea de nación en Bolivia. El caso opuesto podría ser Uruguay, donde la nación tiene que ver básicamente con la identificación con un partido, ya sea el Blanco, el Colorado o, más recientemente, el frenteamplista, en el marco de un país más homogéneo y donde la política estatuyó el lazo social.

–¿Cómo se construye la idea de nación, que el discurso de Kirchner reivindica, en la Argentina?

–Es curioso lo que ocurre en la Argentina, donde el bárbaro, que aquí era el gaucho, termina siendo la personificación de la nación para oponérsele a otro bárbaro, el inmigrante o “maximalista”. El crisol de razas, sobre lo que tanto trabajó el sistema educativo, fue clave para esta construcción. Y no es casual que los que entronizaron al gaucho, sacándolo de su lugar de barbarie y poniéndolo en el centro de la construcción nacional, hayan sido intelectuales del interior. Porque en la América latina de los años treinta y cuarenta aparecen en las capitales esos “extraños”: los cholos, los rotos, los “zoológicos”, los “pelados”, los “canarios”. Ese interior que les hace recordar a esas ciudades capitales que quizás no eran Europa. Algunos los estigmatizaron, otros los interpelaron. Quienes los interpelaron hablaron de nación. Pero hay que hacer aquí una precisión. Apelar a la nación no es ni malo ni bueno en sí mismo. La ambivalencia del concepto sirvió para incluir o para matar, ya lo sabemos. Pero también sirvió para la revolución, para la reforma, para la democracia, y en América latina incluso para el socialismo. “Salvar la Nación” no es un título que yo elegí inventando una frase. Descubrí que todas las corrientes de ideas antioligárquicas sostenían ese principio. Por eso el último capítulo también habla de “ser salvados por la nación” como principio de hegemonía política.

–Si la idea de nación está definida por la capacidad de incluir, el populismo, con el que también se califica a algunos gobiernos latinoamericanos actuales, desde Chávez hasta Kirchner, encaja bien, pues implica un movimiento de ampliación de derechos.
–Qué buena y difícil su pregunta. Muy latinoamericana. Hablemos de las experiencias populistas clásicas: Lázaro Cárdenas en México, Juan Domingo Perón en la Argentina y Getulio Vargas en Brasil (y considero populista al Vargas posterior a 1945), ponen en el centro el discurso nacional o el nacionalismo. Y lo llevan adelante, porque no es sólo un tema retórico. Aclaro esto porque también se habló mucho de neopopulismo con Collor de Mello, Fujimori, Menem y ellos no tienen nada que ver con aquel populismo. El término es muy latinoamericano y muy confuso. El populismo clásico implicó derechos muy reales para mucha gente. Es interesante la continuidad. Hay una foto famosa del año pasado: Lula con las manos negras de petróleo cuando anuncia que Brasil se autoabastece. Es la misma foto de Vargas en el ’52, cuando nacionalizó el petróleo y creó Petrobras. Ahí hay una memoria, y probablemente también una estrategia comunicacional, pero montada en esa memoria: Lula era un obrero del ABC paulista. Sin embargo, hay un equívoco respecto de los populismos, porque estas experiencias, a mi juicio, fueron antiliberales, sí, pero no antidemocráticas en los procedimientos de acceso al poder en el más intrínseco de los sentidos: elecciones libres. Cárdenas llegó al poder en 1934 por la elección más limpia que hubo en la historia de México. Es más: desde 1910 hasta Cárdenas la sucesión presidencial se resolvía con un balazo al presidente. No volvió a ocurrir en México desde el asesinato de Alvaro Obregón, en 1928, hasta el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994, una inflexión en la transición mexicana además de Chiapas, como es obvio. En 1946 Perón ganó las elecciones más transparentes también desde 1928.

–Lo mismo ocurre con Chávez ahora, que arrasa en las elecciones. Lo que se discute es que, una vez en el poder, violan límites institucionales, no son republicanos, no abren espacios para la deliberación.

–Efectivamente algunos critican a Chávez con los argumentos que usted cita. Otros piensan distinto. En la Argentina, donde Chávez no es candidato, es uno de los presidentes con mayor índice de imagen positiva. La cuestión es larga de explicar, pero si me preguntan rápido quién es Chávez yo diría esto: un llanero.

–Otra de las grandes cuestiones latinoamericanas, además del nacionalismo y del populismo, es el famoso giro a la izquierda. ¿Esto conecta con experiencias anteriores?
–En principio, me parece que hay que hablar en plural y decir izquierdas. La cultura política latinoamericana tiene un gran componente movimientista. Los politólogos se agarran la cabeza, porque las clases sociales no se comportan como tales y los partidos tampoco. A excepción de la izquierda clásica, el “giro a la izquierda” de hoy se define en principio por lo que no es: no es privatista, no es neoliberal, ya no hay Consenso de Washington. Pero eso abre la posibilidad de alternativas diferentes. En América latina hay cierta especificidad de los partidos políticos, aun de aquellos más parecidos al modelo abstracto. La Concertación chilena, por ejemplo, es una coalición de varios partidos. Y si bien es un producto histórico de la salida de la dictadura, recoge una tradición del sistema político chileno: las experiencias de los frentes populares en los años cuarenta y de la Unidad Popular, que también era una coalición de partidos. Otro tanto sucede con el Frente Amplio, que se creó en los ’70. Cada uno tiene sus particularidades. En Brasil, el PT es el único partido político de la historia de ese país que no se crea de arriba para abajo y que es una estructura nacional. Los brasileños tienen dos grandes coaliciones, una de izquierda, por decirlo de alguna manera, y otra de derecha. Pero hay que entender las particularidades de cada país. En Brasil, los analfabetos no podían votar hasta la reforma constitucional de 1988. Y recordemos que Brasil fue un imperio esclavista todo el siglo XIX. Más aún: es el único caso en la historia del colonialismo en que la metrópoli se traslada a la colonia. Es una de las historias más maravillosas del mundo. En 1808 la corona de Braganza, corrida por Napoleón y por supuesto escoltada por la Royal Navy, traslada sus gobelinos, sus porcelanas y toda la biblioteca de Coimbra en barcos muy precarios de Lisboa a Río de Janeiro. El rey se instala en Brasil y hasta tiene que jerarquizar a Brasil. Si no, no podía ser rey de nada. Entonces se convierte en el rey de Portugal, Algarves y Brasil. Hasta construye una ciudad real: Petrópolis. Después, en 1889, vino la república del café con leche. Pero, ¿qué república? La de los cafetaleros paulistas. Y Brasil era bastante más que los cafetaleros de San Pablo. En perspectiva histórica, la ciudadanía, la democracia y los derechos suponen un proceso largo, accidentado y sinuoso. Si uno mira las sociedades de hoy, quizás más que un giro a la izquierda la gran novedad es la enorme vitalidad y polifonía de los movimientos sociales que pugnan por derechos al agua, a la igualdad sexual, a la recuperación de lenguas y costumbres. Y se suman a otros que tienen una historia de lucha más larga: movimientos por la tierra, por el salario digno, incluso por el simple hecho de tener salario, por la educación. Las historias y las memorias a veces se juntan y a veces se separan de manera irreductible. En un archivo que conozco muy bien, el de la Dirección de Inteligencia de la Bonaerense, gestionado por la Comisión Provincial por la Memoria, tenemos papeles sobre unos anarquistas expropiadores de los años ’30. Y tenemos unos apristas. También tenemos el Comachi, el movimiento de solidaridad con Chile, creado después del golpe de Pinochet. Y tenemos un legajo que dice ‘Neftalí Reyes, alias Pablo Neruda’. Eso también forma parte de la experiencia política y cultural de la generación militante de los años ’60 y ’70. Nada de lo que nos pasó se entiende si lo vemos aislados bajo la frontera del Estado nación. América latina sigue teniendo problemas para pensarse dentro del mapa del mundo.

–¿La particularidad argentina es el peronismo?

–Es una respuesta posible, la explicación más sencilla. Yo creo que la particularidad argentina es la de un país de una temprana inclusión por la vía del voto. Duró muy poco, de 1916 a 1930. Tuvo una sociedad civil fuerte y “protestona” que generó la reacción de los sectores de la derecha. Ellos, sin posibilidad de ganar las elecciones, llamaron a “la hora de la espada”. Vuelvo a mis años ’20 latinoamericanos. Sedujeron mi carrera de historiadora durante más de diez años. Bueno, también en los años veinte se incubaron los nacionalismos integristas y corporativos. Para mí, la particularidad argentina más que el peronismo son los seis golpes de Estado entre 1930 y 1976. Y en los años ’20 hay también una clave para descifrarla. En los años ’20 se pensaron todas las opciones: el indigenismo, el socialismo, el comunismo, las democracias funcionales. Pero también el corporativismo y el llamado de Leopoldo Lugones a los militares en 1924. Bien: en el ’30 llegaron.

–En su libro, usted recuerda que en los ’20 se decía que el problema no era que no había una brújula propia para América latina, sino que se había perdido la brújula ajena. ¿América latina tiene hoy una brújula propia?

–Esa frase la escribió Pedro Henríquez Ureña (dominicano, exiliado primero en México y después en la Argentina) en un libro que se llama La Utopía de América. Los intelectuales de los años ’20 fueron audaces para pensar. Muchas experiencias lo demuestran. Por ejemplo, Víctor Raúl Haya de la Torre pensó un partido político a escala continental, la Alianza Popular Revolucionaria Americana. Si bien el APRA no prosperó como partido a nivel regional, influyó fuertemente en toda una generación de intelectuales y políticos. En el Perú el APRA se convirtió en Partido Aprista Peruano en 1930. Cuando se presenta a las elecciones, al PAP lo acusaban de ser un partido internacionalista. Entonces Haya de la Torre apeló a un conjunto de estrategias para peruanizar al APRA. Cuando llegó del exilio y desembarcó en el puerto de Talara, los obreros le cantaron La Internacional. Entonces, después de esa experiencia mandó a escribir una Marsellesa aprista. Pero seguía siendo un poco internacionalista. Se inspiró en el tango Yira, que en ese momento estaba de moda en Perú, y a la misma música le puso una letra aprista. En lugar de Yira, yira, decía Apra, Apra. Contemporáneamente los indigenistas cuzqueños le declaraban la guerra al idioma español. Las frases eran como éstas: “Basta ya del yugo de la gramática española” o “Contra las letras opresoras”. Así planteaban –y estamos hablando de los años ’20, hace más de 80 años– un tema que todavía genera controversias. También existió en los ’20 una sensibilidad de los intelectuales para acercarse a las lenguas populares. En Brasil, Mario de Andrade, el autor de Macunaíma, intentó durante muchos años escribir una gramática de la lengua brasileña, que asentara los modos vernáculos de hablar de Brasil frente a la gramática portuguesa. Más audaz fue Xul Solar, que intentó crear un idioma mezclando el portugués y el español. Pero no sólo en el terreno de la lengua se planteaban rupturas. En el México revolucionario, el 22 de septiembre de 1927 el Senado mexicano aprobó un proyecto de ley para establecer una ciudadanía latinoamericana que incluía explícitamente a Brasil. Quizá no tengamos aún brújula propia pero hay cierta sensibilidad para volver a imaginar algunas utopías. Probablemente menos altisonantes y épicas que en otros momentos. Hace menos de una década ¿era imaginable una mujer presidenta de Chile, un indígena presidente de Bolivia o un obrero de Brasil?