Descripción: Cien años de
soledad fue la obra que consagró a García Márquez como uno de los mejores
escritores del siglo. Mezcla de realismo, leyenda y sueño, con ella culminó la
historia de la aldea de Macondo y de sus fundadores, la familia Buendía. En
este fragmento García Márquez presenta a sus dos protagonistas, Úrsula Iguarán
y José Arcadio Buendía, unidos por más de trescientos años de historia y por
“un común remordimiento de conciencia”.
FRAGMENTO DE CIEN AÑOS DE
SOLEDAD.
De Gabriel García
Márquez
Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el
siglo xvi, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de
rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se
sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa
inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en
cojines; y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió
a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por
la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía
en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus
feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían
a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante
aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y
entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó
el negocio y llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios
pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su
mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los
piratas de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un
criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo
de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una
fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la
tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con
las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de
casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un
simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte
por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia.
Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los
antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en
uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible
desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus
propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos
saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la
vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de
Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda
la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después
de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque
nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una
escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de
ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el
favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la
ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: “No
me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.” Así que se casaron con
una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde
entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de
pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que
rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso
marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón
rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un
sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa
hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba
sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche,
forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto
del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular
estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después
de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último
que conoció el rumor
Fuente: García
Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana,
1971.
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