ANTIHUMANISMO FILOSÓFICO
1. El estructuralismo y C.
Lévi-Strauss
Una de las corrientes de
pensamiento que más decididamente adoptan una posición antihumanista es el
estructuralismo. Se trata de una tendencia filosófica que surge en los años
Sesenta especialmente en Francia. No es posible atribuir al estructuralismo las
características de una Escuela ni las de un movimiento homogéneo. Es, como
otros han ya señalado, un "estilo de pensar" que reúne personalidades
muy diferentes entre sí, activas en los más diversos campos de las ciencias
humanas, tales como la antropología (C. Lévi-Strauss), la crítica literaria (R.
Barthes), el psicoanálisis freudiano (J. Lacan), la investigación
historiográfica (M. Foucault), o pertenecientes a corrientes filosóficas específicas
como el marxismo (L. Althusser).
Este heterogéneo grupo de
estudiosos comparten, sin embargo, una actitud general de rechazo de las ideas
de subjetivismo, historicismo y humanismo, que son el núcleo central de las
interpretaciones de la fenomenología y del existencialimo que, en los años
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, desarrollarían J.-P. Sartre y M.
Merleau-Ponty, y que, en aquel entonces, dominaban la escena filosófica
francesa. Utilizando un método en neto contraste con el que adoptaban estos
últimos, los "estructuralistas" tienden a estudiar al ser humano
desde afuera, como a cualquier fenómeno natural, «como se estudia a las
hormigas» –dirá Lévi-Strauss– y no desde adentro, como a una conciencia. Con
este enfoque, que imita a los procedimientos de las ciencias físicas, tratan de
elaborar estrategias investigativas capaces de dilucidar las relaciones
sistemáticas y constantes que existen en el comportamiento humano, individual y
colectivo, y a las que dan el nombre de estructuras. No son relaciones
evidentes, superficiales, sino que se trata de relaciones profundas que, en
gran parte, no se perciben concientemente y que limitan y constringen la acción
humana. Independientemente del objeto de estudio, la investigación
estructuralista tiende a hacer resaltar lo inconsciente y los condicionamientos
en vez de la conciencia o la libertad humana.
Es necesario aclarar que el
concepto de estructura y el método inherente a él llegan al estructuralismo no
directamente desde las ciencias lógico-matemáticas ni de la sicología (la
escuela de la Gestalt) ,en las que ya se encontraban operando desde hacía
tiempo, sino por otra vía: la lingüística. En tal sentido, se ha dicho que el
estructuralismo nace de una exhorbitancia, de un "exceso" de las teorías
del lenguaje.[1] De hecho, un punto de
referencia común a los distintos desarrollos del estructuralismo ha sido
siempre la obra de Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general (1915)
que, además de constituir un aporte decisivo para la fundación de la
lingüística moderna, introduce el uso del "método estructural" en el
campo de los fenómenos lingüísticos.
Corresponde agregar que las
raíces del estructuralismo, especialmente en lo que respecta a las teorías
estéticas y literarias, se encuentran en aquella vasta y abigarrada tendencia
que aparece en Rusia en la época de la Revolución, que atraviesa todo el
pensamiento y el arte europeos de principios del siglo XX y que recibe el
nombre de Formalismo. Este término, más precisamente "método formal",
aparece por primera vez en las teorías estéticas de los Futuristas rusos,
quienes proclamaban que era necesario revolucionar la literatura y las artes
conjuntamente con la sociedad. El arte y la literatura son instrumentos cuyo
objetivo es desfamiliarizar el pensamiento, destruir el estrato de los hábitos
percerptuales normales, a través del uso de objetos extraños e inmotivados, de
artificios técnicos, privilegiando el aspecto formal en desmedro del
contenido.[2]
El lingüista ruso R.
Jacobson cumplió con el importante rol de conectar los diversos componentes
históricos del estructuralismo y de transferir el método interpretativo
estructural de la lingüística a las demás ciencias humanas. En efecto, en
Jacobson se entrecruzan las más variadas líneas del desarrollo del
estructuralismo: partiendo de la experiencia del formalismo ruso –del cual
propagó las ideas estéticas–, desarrolló las ideas de Saussure, al principio en
el Círculo lingüístico de Praga –del que fué uno de los fundadores– y más tarde
en América. Fue precisamente en Nueva York –donde se había refugiado para
escapar de la guerra– que Lévi-Strauss entro en contacto directo con el
estructuralismo lingüístico gracias a su amistad con Jacobson.
Pasemos ahora a examinar los
aspectos fundamentales de la teoría de Ferdinand de Saussure. Esto nos
permitirá comprender por qué tuvo tanta importancia para el desarrollo del
estructuralismo.
Para Saussure el lenguaje,
una facultad común a todos, no se puede concebir simplemente como la suma de
los actos del hablar (sean estos pasados o futuros) que los individuos efectúan
para comunicar entre sí. La distinción fundamental en el lenguaje es la que
existe entre lengua y habla (en francés, langue y parole). La lengua (langue)
«es un sistema de signos que expresan ideas»[3] y «es la parte social del
lenguaje, exterior al individuo, quien por sí solo no puede ni crearla ni
modificarla; no existe más que en virtud de una especie de contrato establecido
entre los miembros de la comunidad».[4] El habla (parole) es un acto único de
comunicación verbal efectuado por un individuo para expresar un pensamiento
personal. El primer concepto indica el sistema de reglas que están a la base de
cada acto del hablar y que, siendo bagaje común de toda la comunidad, existe independientemente
del sujeto. Si no se conoce este sistema de reglas –que el individuo hace suyo
a través del aprendizaje– ningún acto del hablar sería posible. La lingüística
es, para Saussure, fundamentalmente el estudio de la langue y, en este sentido,
constituye solo una rama de una disciplina más general, una ciencia de los
signos o semiología, que él espera se desarrolle a futuro.
Saussure efectúa una segunda
distinción básica entre el significante y el significado de un signo
lingüístico. Ante todo aclaremos este último término. En un primer analisis,
Saussure define al signo lingüístico como la unión entre un concepto y una
“imagen acústica” (es decir un sonido, no en el sentido estrictamente físico,
material, sino un sonido en la dimensión de la percepción auditiva).[5] Más
tarde Saussure propone, a fin de evitar posibles ambiguedades, dar el nombre de
significado al concepto y llamar significante a la imagen acústica. Pero el
punto clave que surge del análisis de Saussure es el siguiente: el nexo que une
a los dos componentes de un signo lingüístico es arbitrario. Tal es así, que un
mismo concepto, por ejemplo, "hermana" aparece ligado a imágenes
acústicas diferentes según el idioma (sister, soeur, sorella, etc.). No existe
por lo tanto ninguna razón aparente por la cual una imagen acústica dada se
deba asociar a un cierto concepto: cualquier otra imagen sería igualmente
adecuada. Esto no significa que el hablante pueda modificar libremente la
asociación entre los dos términos; si así lo hiciera comprometería seriamente
la comunicación. En efecto, esta asociación, aunque arbitraria, está
socialmente dada en un cierto momento histórico. Es evidente que el lenguaje
cambia con el tiempo, pero para una comunidad lingüística lo que cuenta es su
situación presente, que es la que permite la comunicación entre las personas.
Es más. Un idioma no sólo
produce un conjunto singular de significantes, dividiendo y organizando el
espectro sonoro de un modo que es al mismo tiempo arbitrario y específico, sino
que se comporta de la misma manera en el espectro de las posibilidades
conceptuales: un idioma posee un modo, también arbitrario y específico, de
dividir y organizar el mundo en conceptos y categorías, es decir, posee su
propia forma de crear significados. Esto no es difícil de comprobar si
consideramos que ciertos términos, expresiones o construcciones de un idioma no
se pueden traducir fácilmente a otro justamente porque sus significados no son
completamente equivalentes, ya que corresponden a distintas articulaciones del
plano conceptual. Por lo tanto, los significados no existen por sí mismos, no
constituyen entidades fijas, válidas para todos los idiomas y que luego cada
idioma expresa con diferentes significantes. Los significantes y los
significados, precisamente por el hecho de ser divisiones arbitrarias de un
contínuo –conceptual en un caso, sonoro en el otro– pueden ser definidos
solamente a partir de sus relaciones, o sea, en función del sistema de
diferencias recíprocas, siendo cada uno de ellos lo que los demás no son.
Aclaremos este punto utilizando un ejemplo que nos da Saussure.[6] El expreso
Ginebra-París de las 8.25 es el mismo tren todos los días a pesar de que sus
componentes materiales puedan ser siempre distintos. En efecto, la locomotora,
los vagones y el personal pueden cambiar según los días. Pero lo que da
identidad al tren es su posición en el sistema de trenes que describe el
horario ferroviario. Lo importante es que se lo pueda distinguir entre todos
los demás trenes. Así expone Saussure este punto clave de su teoría
lingüística, esta concepción diferencial de los significados y los
significantes: «Lo importante en una palabra no es el sonido en sí, sino las
diferencias fónicas que permiten distinguir tal palabra de todas las demás porque
son ellas las que llevan la significación».[7] «[Los conceptos] son puramente
diferenciales, definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente
por sus relaciones con los demas términos del sistema. Su más exacta
característica es la de ser lo que los otros no son».[8]
Falta aún considerar una
última distinción fundamental que Saussure describe entre sincronía y
diacronía. Todos hemos experimentado que el lenguaje cambia continuamente. Los
signos lingüísticos no son estáticos: se transforman incesantemente. Este hecho
admite una verificación inmediata en lo que respecta a los significantes, pero
vale del mismo modo para los significados. Por ejemplo, la palabra inglesa
"silly" tuvo el significado de "pío", "bueno"
hasta el siglo XVI, durante el cual comenzó a significar "inocente",
"indefenso". La palabra continuó cambiando hasta el momento actual en
que se la conoce con el significado de "estúpido". Se puede entonces
estudiar el lenguaje en una dimensión diacrónica, es decir histórica, siguiendo
las transformaciones de los signos lingüísticos, o en un particular momento
histórico, en otras palabras, en su dimensión sincrónica. Esta última es la
única que importa a quienes utilizan el lenguaje y la única que permite
determinar el sistema de relaciones internas, de reglas (langue) de un idioma.
De aquí la importancia primaria que Saussure otorga al análisis sincrónico en
la lingüística.
Son las comentadas hasta
aquí, en forma extremadamente sintética, las ideas fundamentales y más
innovativas del Curso. Recordemos que el Curso es una reconstrucción del
pensamiento de Saussure que hicieran sus alumnos en base a los apuntes tomados
durante las lecciones y que fue publicado en 1915, luego de la muerte del
maestro. Es interesante destacar que en el Curso nunca aparece el vocablo
“estructura”, sino “sistema” con el cual, como ya hemos visto, Saussure asigna
al lenguaje la condición de un todo solidario, cuyas partes son
interdependientes. Con el término estructura se designa en general el modo de
organización de un sistema en base al rango, el rol, las relaciones, etc. de
sus partes. Y es con este sentido que la palabra fue luego utilizada por el
estructuralismo lingüístico, apareciendo por primera vez en el Círculo
lingüístico de Praga donde se habla de “estructura del sistema lingüístico”.
De todo lo que hemos dicho
resulta que el lenguaje, en el análisis de Saussure, posee algunas propiedades
singulares: por una parte está compuesto de signos totalmente arbitrarios y por
otra parte presenta un rígida estructura impersonal, externa y que precede al
individuo, quien no puede crearla ni transformarla. Esta estructura funciona
como una suerte de a priori social: aunque no se perciba concientemente, ella
ejerce una influencia fundamental sobre los que la aprenden y la usan, en
cuanto determina en gran medida la calidad y la amplitud de su horizonte
cognoscitivo. En efecto, las personas asimilan el lenguaje mucho antes de poder
"pensar por sí mismas"; es más, tal aprendizaje constituye precisamente
la base para que eso suceda. Es cierto que luego se pueden privilegiar algunos
contenidos y rechazar otros, pero no se puede cambiar facilmente el sistema de
asociaciones entre significantes y significados, que ha sido establecido
socialmente y que el aprendizaje ha depositado en la memoria de cada uno. Dicho
de otro modo, se piensa siempre desde adentro de un lenguaje, y el lenguaje es
ya una forma interpretativa de la realidad. Este enfoque restringe al máximo el
espacio que le queda al sujeto para construír concientemente la propia
experiencia y para expresarla libremente a través del lenguaje. De este planteo
deriva que no existe un momento perceptivo distinto de un momento posterior en
el cual la percepción es articulada concientemente en el lenguaje: pareciera
existir un único momento de percepción-interpretación que en gran medida elude
al "sujeto".
Todo esto permite comprender
la actitud general anti-subjetiva y anti-humanista que los estructuralistas
desarrollan a partir del paradigma lingüístico de Saussure. Además, la posición
de privilegio otorgada al análisis sincrónico, que es el que permite reconocer
las estructuras, transforma a la historia en una serie de "cuadros"
sin conexión, en los que, aunque cambie el transfondo, los seres humanos
aparecen siempre sometidos a condicionemientos inconscientes. Lo que se obtiene
de este modo es una historia sin sujeto.
Lévi-Strauss, que puede ser
considerado el "padre" del estructuralismo, no era un lingüista; era
un antropólogo formado en la tradición de la sociología francesa de E. Durkheim
y M. Mauss. Después de su encuentro con
Jacobson, el enfoque adoptado por el estructuralismo lingüístico se le presenta
como el mejor instrumento para indagar en lo profundo de los fenómenos
socio-culturales –el objeto de estudio de la antropología– con el fin último de
determinar precisamente aquellas constantes universales de las sociedades
humanas que Durkheim buscaba. Así,
adoptando el método del estructuralismo lingüístico, Lévi-Strauss propone
reducir la antropología a una semiótica, es decir, estudiar las culturas
humanas como estructuras de lenguajes verbales y no verbales.[9]
Efectivamente, del estudio
de una cultura, la antropología pone de relieve una serie de sistemas tales
como el parentesco, los ritos matrimoniales, la comida, los mitos, etc. Cada
uno de ellos constituye un conjunto de procesos que permiten un tipo específico
de comunicación y, por lo tanto, pueden ser tratados como lenguajes que operan
en distintos niveles de la vida social, cada uno con su propio sistema de
signos. El conjunto estructurado de
todos estos lenguajes constituye la totalidad de la cultura que, desde este
punto de vista, puede ser considerada como una suerte de lenguaje global.
De este modo, analizando los
complejos sistemas de división en clanes totémicos de las tribus así llamadas
"primitivas", Lévi-Strauss descubre en ellos una forma de
comunicación, un lenguaje. A un observador "moderno" tales sistemas
pueden parecer absurdos, primitivos en cuanto confusos, ingenuos, carentes de
racionalidad. Sin embargo, cuando un hombre primitivo divide el universo de
acuerdo a las características del propio clan, incluyendo ciertos animales,
plantas o estrellas, está construyendo un sistema de divisiones entre sí y los demás miembros de la tribu, divisiones
que permiten la existencia misma de la tribu como un conjunto articulado y no
indistinto[10], está construyendo un sistema de comunicación social, que es
precisamente lo que mantiene unida a la tribu.
Esta operación no es “primitiva” en ningún modo sino altamente
sofisticada, en el sentido que ese hombre reúne cosas que no están juntas en la
experiencia perceptual, y esto es justamente la esencia de todos los signos y
de la operación misma de la significación.
De la misma manera, cuando
se identifica con el animal totemico, el hombre primitivo no se
"percibe" como animal –como un etnólogo ingenuo podría llegar a
creer–; él se "interpreta" como un tipo específico de animal, es
decir que se trasforma en un signo para sí mismo y para los demás miembros de
la tribu, entrando así en el "discurso" de su sociedad.
El salvaje organiza su
propio mundo mental de un modo que Lévi-Strauss define "analógico",
ya que utiliza los objetos naturales que están a su alrededor para construír
sus propios signos, como lo haría un bricoleur, que crea o repara algo con
pedazos de objetos que tiene a disposición. Desde este punto de vista, su
pensamiento es distinto del moderno, o "lógico", ya que este inventa
signos artificiales y los superpone a la naturaleza, como haría un ingeniero.
Sin embargo, el pensamiento salvaje no es menos abstracto que el pensamiento
moderno, y está tan lejos cuanto éste último lo está de un mundo de datos
sensoriales puros. En este sentido, el
estudio de los complejos sistemas de parentesco en las sociedades primitivas es
muy ilustrativo. Refiriéndose a esto,
Lévi-Strauss dice: «Un sistema de
parentesco no consiste en relaciones objetivas de descendencia o consanguinidad
entre individuos. Existe sólo en la
conciencia humana; es un sistema arbitrario de representación y no el
desarrollo espontáneo de una situación real».[11]
La diferencia entre
nosotros, hombres modernos, y los "primitivos" no consiste entonces,
para Lévi-Strauss, en una capacidad mental diferente, sino en un área diversa
de aplicación de la misma energía mental. La mente primitiva es exactamente la
misma mente moderna y su funcionamiento devela el funcionamiento de ésta
última: ambas construyen sus propias realidades y las proyectan sobre cualquier
realidad que encuentran a su alrededor, aunque esta operación no sea conciente
en ninguno de los dos casos. En
síntesis, lo que surge es una función simbólica, estructurante, de la mente
humana que existe siempre, en todas partes, en toda sociedad, aunque se presente
bajo diversas formas.
Por otra parte, la forma
analógica de pensar, típica del totemismo, no se circunscribe ciertamente a los
pueblos primitivos; se la puede encontrar donde sea, en un club deportivo, por
ejemplo, donde los jugadores se dan el nombre de animales para indicar el
propio temperamento o alguna característica física y distinguirse así de los
demás. Lo que ocurre es que ya no la
reconocemos, o simplemente nos parece "extraña" y este fenómeno
comienza cuando los seres humanos dejan de cooperar analógicamente con la
naturaleza y se interesan solamente por actuar lógicamente sobre ella.
Lévi-Strauss es un crítico
severo y amargo del hombre y de la sociedad moderna, a la que define "un
cataclismo monstruoso" que amenaza con deglutir a todo el planeta, y en
este sentido anticipa muchos de los temas de los movimientos ecológicos que
surgirían mas tarde. Para él, el así
llamado "progreso" ha sido posible sólo a costa de la violencia, la
esclavitud, el colonialismo, la destrucción de la naturaleza; es sólo una
ilusión etnocéntrica de nuestra civilización, un mito, y como tal tiene el
mismo valor de arbitrariedad y la misma función de "verdad social"
que aquellos productos del pensamiento primitivo.
El progreso no existe porque
tampoco existe la historia como sucesión objetiva de eventos. La historia no es otra cosa que un sistema de
signos que, por definición son injustificados y determinados por otras
realidades no históricas. En realidad,
las expresiones históricas (o sea las distintas formas en que se relata la
historia), así como sucede con el lenguaje, el totemismo y los mitos, eligen
sus propias unidades significantes de una matriz terminológica pre-existente,
que en este caso está constituida por "hechos históricos". Pero la elección, la organización y por lo
tanto la interpretación de los "hechos históricos", en síntesis, los
significados que se les atribuyen, son arbitrarios, determinados por la
proyección que hacemos sobre ellos de nuestra situación actual. Si nos hemos interesado en un cierto período
histórico, por ejemplo, la Revolución Francesa, es porque creemos que ésta nos
puede dar un modelo interpretativo y de conducta para el presente. La historia en sí no nos provee de
significados ni representa progreso: es solamente un catálogo de eventos, un
método, que se puede usar de distintas maneras.
Está claro que el
pensamiento de Lévi-Strauss no podía evitar el choque con el de Sartre, su perfecta antítesis. Con su Crítica de la razón dialéctica (1960)
Sartre había intentado hacer una síntesis entre el humanismo existencialista y
el marxismo. Para él la historia posee una propia intelegibilidad: son los
hombres los que la construyen. Más aún, el pensamiento de Sartre, en cuanto
humanismo, tiende a demostrar que el significado, la continuidad y el objetivo
atribuidos a la acción humana colectiva son componentes intrínsecos de la
comprensión histórica. La historia, por lo tanto, non puede ser reducida a un
fenómeno simplemente natural, biológico.[12]
La siguiente cita, extraída
del último capítulo de El pensamiento salvaje
–en gran parte dedicado a la refutación de la Crítica de la razón
dialéctica– muestra el valor que
Lévi-Strauss atribuye al historicismo y al humanismo de Sartre: «Bastaría sólo
con reconocer que la historia es un método al cual no corresponde un objeto
preciso, para rechazar la equivalencia entre la noción de historia y la noción
de humanidad, que algunos han pretendido imponernos con el fin inconfesado de
hacer de la historicidad el último refugio de un humanismo trascendental: como
si el hombre pudiera recuperar la ilusión de libertad en el plano del
"nosotros" con sólo renunciar a los "yo" que, obviamente,
están desprovistos de consistencia».[13]
Para Lévi-Strauss, así como
no existe un sujeto individual (recordemos aquí que él había definido al
"yo" de la tradición fenomenológica como un enfant gatè), no existe
tampoco un sujeto colectivo, una humanidad que crea la historia y que da una
continuidad conciente a los acontecimientos. En la base de la idea moderna de
historicidad, con la que se trata de contrabandear la idea de libertad humana,
y con ella la de humanismo, está el hecho de que nosotros vivimos en una
sociedad “caliente” (como él la llama),
es decir una sociedad que genera constantemente, a través de una dialéctica
interna, el cambio social y, por lo tanto, continuas tensiones y
conflictos. Es una sociedad que funciona
como una máquina termodinánica, que produce un alto nivel de orden a costa de
un gran consumo de energía y de desigualdades internas, en otras palabras, una
máquina que genera entropía: un desorden global mayor que el orden
interno. Por el contrario, las
sociedades primitivas son “frías” porque tratan de limitar los cambios, tratan
de evitar la historia. Lo hacen
manteniendo un bajo standard de vida –y por ende preservando el ambiente–,
tratando de controlar el crecimiento demográfico y basando el poder en el
consenso.[14]
En este punto se ve
claramente una de las tantas paradojas de la filosofía de Lévi-Strauss, que sus
muchos críticos no han dejado de señalar[15]: luego de haber emitido un juicio
tan áspero y negativo de la sociedad industrial, uno se esperaría que
repudiase la ciencia o, más en general,
la "mirada científica" que objetiviza la naturaleza, que la
transforma en cosa. Porque el desarrollo
de nuestra “sociedad entrópica” ha ido de la mano con el de la ciencia y la
tecnología. Pero al contrario,
Lévi-Strauss ubica su propia investigación en el ámbito de las ciencias
naturales; es más, la encuadra en el más riguroso y globlal cientificismo
materialista. Así es como él se expresa
en un famoso pasaje: « ...Creemos que el fin último de las ciencias humanas no
es constituir al hombre, sino disolverlo. El valor eminente de la etnología es
el de corresponder a la primera etapa de una acción que comporta a otras: más
allá de la diversidad empírica de las sociedades humanas, el análisis
etnográfico quiere llegar a invariables ...
Sin embargo, no basta con reabsorber las humanidades particulares en una
humanidad general; esta primer empresa esboza otras ... que incumben a las
ciencias exactas y naturales: reintegrar a la cultura en la naturaleza y,
finalmente, a la vida en el conjunto de sus condiciones físico-químicas».[16]
En una última reducción,
para Lévi-Strauss, los distintos tipos de sociedades humanas derivan
simplemente de distintas configuraciones de los elementos estructurales de la
mente humana, cuya raiz se encuentra en los funcionamientos bioquímicos y
biofísicos. Esto es así porque la mente
humana no es otra cosa que un atributo del cerebro humano y constituye un
sistema cerrado: como un caleidoscopio donde sucesivos movimientos producen
continuos juegos de formas y colores, pero siempre a partir de pocos elementos
simples.
Es evidente que este
naturalismo y anti-humanismo radicales se prestan a objeciones en distintos
niveles. Las más inmediatas se refieren
a la posición y al rol del observador.
Después de todo, es siempre un hombre el que estudia a los
hombres-hormiga Como ha escrito el fenomenólogo M. Dufrenne: «Sea cual fuere el
elemento en donde se mueve, el pensamiento del hombre se enfrentará siempre con
la fatigosa tarea de reconducir el pensamiento al pensador; no importa lo que
se diga del hombre, será siempre un hombre quien lo dice ... ». [17]
Debemos considerar además el
punto clave del valor que pueden tener las interpretaciones de las estructuras
culturales de los pueblos primitivos efectuadas por una mente moderna que, por
definición, posee una configuración inconsciente diferente de aquello que
interpreta. Lévi-Strauss ha reconocido
que sus interpretaciones de los mitos primitivos constituyen una suerte de
traducción del código semántico del "pensamiento salvaje" a un código
moderno, y, en este sentido son, de por sí,
necesariamente míticas. Pero, si
lo anterior es cierto –como ha observado el filósofo post-estructuralista J.
Derrida– no se entiende por qué habría que tomar esas interpretaciones en serio.
5.2. Michel Foucault
Michel Foucault, de quien
examinaremos la ideas fundamentales especialmente en lo que respecta a su
visión del hombre y la crítica que hace al humanismo, ha siempre sostenido que
no era un estructuralista. En su opinión una tal denominación no significa
nada, dado que engloba personalidades que tienen muy poco en común.[18] Cuando describe su propia formación y el
clima general que reinaba al momento de la conformación de su pensamiento,
Foucault se siente parte de aquella generación que, al principio de los años
Cincuenta, ya no se reconocía más en el existencialismo de Sartre y
Merleau-Ponty y en su insistencia en los problemas del
"sentido". La generación de
Foucault, después de los estudios de Lévi-Strauss sobre las sociedades y de
Lacan sobre el inconciente, considera superficial y vana la problemática
existencialista. Aquello que vale la pena indagar es el
"sistema". Éstas son, en las
palabras de Foucault, las razones: «En todas las épocas el modo de reflexionar
de la gente, el modo de escribir, de juzgar, de hablar (incluso en las
conversaciones de la calle y en los escritos más cotidianos) y hasta la forma
en que las personas experimentan las cosas, las reacciones de su sensibilidad,
toda su conducta, está regida por una estructura teórica, un sistema, que
cambia con los tiempos y las sociedades pero que está presente en todos los
tiempos y en todas las sociedades».[19]
No existe un pensamiento
verdaderamente libre: siempre «se piensa en el interior de un pensamiento
anónimo y constrictor que es el de una época y el de un lenguaje. ... La tarea
de la filosofía actual ... es la de sacar a la luz este pensamiento ..., ese
transfondo sobre el cual nuestro pensamiento "libre" emerge y
centellea durante un instante».[20]
Y así es como Foucault
describe los aspectos fundamentales de su problemática. El fin de toda su obra
es «... intentar encontrar en la historia de las ciencias, de los conocimientos
y del saber humano algo que sería como su “inconsciente”. ... Si se quiere, la
hipótesis de trabajo es globalmente ésta: la historia de los conocimientos no
obedece simplemente a la idea de progreso de la razón; no es la conciencia
humana o la razón humana quien detenta las leyes de su historia. Por debajo de lo que la ciencia conoce de sí
misma existe algo que desconoce, y su historia, su devenir, sus episodios, sus
accidentes obedecen a un cierto número de leyes y determinaciones. Son precisamente esas leyes y esas
determinaciones lo que yo he intentado sacar a luz. He intentado desentrañar un campo autónomo
que sería el del inconsciente de la ciencia, el inconsciente del saber que
tendría sus propias reglas del mismo modo que el inconsciente del individuo
humano tiene también sus reglas y sus determinaciones».[21]
Además, para Foucault, uno
de los obstáculos más graves con los que se enfrenta el pensamiento actual es
la idea de "humanismo". Por
ello, una de las tareas principales de su obra es la de depurar el campo
filosófico de tal idea. En las palabras
de Foucault, «Los descubrimientos de Lévi-Strauss, de Lacan, de Dumezil ...
borran no sólo la imagen tradicional que se tenía del hombre, sino que, a mi
juicio, tienden todas a convertir en inútil, para la investigación y para el
pensamiento, la idea misma de hombre. La
herencia más gravosa que hemos recibido del siglo XIX –y de la que ya es hora
de desembarazarse– es el humanismo».[22]
Foucault, que había sido un
estudiante brillante y contaba con una formación filosófica y sicológica,
inicia su carrera con una obra profundamente original, La historia de la locura
en la edad clásica [23], publicada en 1961. En este libro Foucault describe una
historia de la locura en Occidente, que parte del Renacimiento y, pasando por
la Edad de la Razón (la "edad clásica") llega al siglo XIX, o sea
hasta la fundación de la siquiatría como "ciencia". Foucault revierte la interpretación normal y
optimista que presenta a la siquiatría como a una disciplina en continua
evolución y crecimiento; el libro constituye una suerte de contra-historia de
esta disciplina. La locura emerge como
un concepto históricamente cambiante, móvil, que asume formas a veces
contradictorias, y que en general depende del conjunto de creencias que
caracterizan a una época. Así, en el
Renacimiento, durante el cual a los locos se los deja a menudo libres, de alguna
manera la locura "habla" a los sanos de otro mundo a donde la razón
no llega, o, como en la combinación del rey-bufón, la locura desafía a la razón
mostrando la demencia que hay en ella y presentándole sus proprias
razones. Mientras que en la sucesiva edad
del racionalismo, la locura está separada de la razón y deviene la no-razón: se
confina a los locos en lugares cerrados junto a los pobres, los vagabundos, los
criminales, es decir junto a aquéllos que no tenían trabajo y que podían
constituir una amenaza para la sociedad.
Este grupo heterogéneo está unido por el hecho de diverger del
comportamiento que en aquella época se consideraba conforme a la razón. A fines del siglo XVIII se inicia la fase
moderna, con la reforma que aisla a los locos de sus compañeros de desventura y
se da origen al manicomio como lugar de confinamiento y de tratamiento
médico. A partir de este momento, el
loco deviene objeto del estudio y de la práctica siquiátrica, o sea de un saber
que se constituye como resultado de tales actividades. La locura es ahora "enfermedad
mental" que "habla" según el discurso médico; el loco es
acallado y por él hablan las distintas interpretaciones, en conflicto entre sí,
construídas incesantemente por lo siquiatras.
Pero la locura, relegada por la fuerza al manicomio, "grita"
en la sociedad moderna a través del arte
–su único lugar de expresión–
desafiando y relativizando la normalidad burguesa: grita con las voces
de Sade, Hölderlin, Van Gogh, Nietzsche...
No obstante la buena
recepción en los ambientes académicos y
entre las corrientes de la anti-siquiatría, el libro no tuvo gran resonancia. Y lo mismo ocurrió con el sucesivo,
Nacimiento de la clínica, de planteo similar.
Fue con la publicación de Las palabras y las cosas [24] en 1966 que
Foucault tuvo gran éxito, aun entre el público no especialista, éxito que lo
catapultó al centro de la escena de la filosofía francesa.
En este libro, que en inglés
fué traducido –por sugerencia del
autor– como The Order of Things (El
orden de las cosas), Foucault se propone estudiar los códigos culturales
fundamentales que han determinado el ordenamiento de la experiencia humana en
Occidente. Como ya hemos visto, para
Foucault, la actividad cognoscitiva en cualquier período histórico no es libre,
sino que se da dentro de ciertos canales ya delineados, dentro de ciertas
formas de conocimiento dadas, que son simultáneamente anónimas, inconcientes e
ineludibles. Él llama a estas formas
episteme (esta palabra, de origen platónica, se usa comúnmente en filosofía con
el significado de "conocimiento verdadero",
"ciencia"). Los episteme
constituyen “a priori sociales” que delimitan, en la totalidad de la
experiencia posible, un espacio cognoscitivo específico y determinan tanto los
modos de ser de lo que se conoce en ese espacio, como los criterios según los
cuales se construye un discurso "verdadero".
Un episteme es ineludible
porque, como dice Foucault, cualquier ordenamiento de las cosas o de los
conceptos, «cualquier similaridad o distinción, aún para una percepción no
entrenada, es siempre el resultado de una precisa operación y de la aplicación
de un criterio preliminar». [25]
En este contexto,
evidentemente no tiene sentido preguntarse si un episteme es verdadero o falso,
o cuál es su valor racional. Es el episteme mismo el que determina lo que se
puede decir y el modo de construir las verdades reconocidas en una época
dada. Es el fundamento de los
discursos, el reticulado conceptual que
permite o excluye la existencia de tales verdades; es lo no-pensado mediante lo
cual se modela y articula el conocimiento y el saber.
El estudio efectuado en Las
palabras y las cosas cubre aproximadamente el mismo período considerado en La
historia de la locura, desde el Renacimiento hasta el fin del siglo XIX. Foucault individua a los distintos episteme a
través del estudio de las distintas configuraciones históricas de tres
“empiricidades”, o sea de tres áreas fundamentales del saber empírico que son
el lenguaje, la economía y la vida. Esto
porque, según Foucault, los conocimientos humanos se han siempre ocupado, de un
modo u otro, de palabras, bienes materiales y seres vivientes. Las palabras y las cosas no es, sin embargo,
una historia en sentido clásico, sino una “arqueología”, en particular –como aclara el subtítulo– una arqueología de las ciencias humanas. Con estos términos, Foucault entiende una
investigación que, partiendo del presente lleve a la luz –como en una excavación– lo que está por debajo de ese conjunto de
conocimientos que actualmente se conoce con el nombre de ciencias humanas: ante
todo, la sicología, la sociología, la crítica literaria, la historiografía y
luego las contra-ciencias, como él las llama, es decir, la etnología, el
sicoanálisis y la lingüística. Pero esta
investigación no tiene por objetivo la reconstrucción de la historia de su
desarrollo, sino llegar a un diagnóstico de su actual status cognoscitivo, o
sea, de su capacidad, validez y
límites en cuanto ciencias del hombre.
Foucault no discute sus
contenidos ni sus teorías actuales, así como al arqueólogo no le importa la
superficie en la que excava. El
diagnóstico de su estado presente es posible sólo reconstruyendo el episteme
que constituyó su condición de existencia y que, consecuentemente, ha permitido
que aparecieran y que se articularan como lo han hecho. La arqueología, como método, trata de aislar
los diferentes estratos horizontales dentro de los cuales las tres
"empiricidades" fundamentales aparecen con distintos ordenamientos. Es así que, a partir de los modos en los que,
en Occidente, durante los últimos cuatro, cinco siglos, se ha hablado del
lenguaje, de los bienes materiales y de la vida, es posible reconstruir los
diferentes episteme. Aquél que ha dado
origen a las ciencias humanas emergerá, en esta excavación, como un estrato
específico, distinto de los subyacentes.
Con el concepto de arqueología Foucault demuestra seguir, por lo que
respecta a la historia, la lección de Lévi-Strauss y, sobre todo, la de
Nietzsche: él parte concientemente del presente para aclarar el presente.
La historia es solamente un archivo y la arqueologia –mediante el análisis sincrónico de los
restos– muestra su discontinuidad, los
distintos estratos de depósito, pero no individua "sujetos
históricos" ni explica por qué o cómo se haya pasado de un estrato a otro. Foucault, a diferencia de Lévi-Strauss, no
busca estructuras invariables, sino que
–como el Nietzsche de la Genealogía de la moral– muestra la esencial fluidez de todos los
significados sociales y su incesante reinterpretación.
Foucault identifica tres
episteme en el período que investiga y entre ellos, dos momentos de neta
separación.
El primer episteme es el del
Renacimiento que se caracteriza por la semejanza. Para el hombre del
Renacimiento, todos los seres están envueltos en una apretada red de semejanzas
y correspondencias. Cada uno de ellos
conduce a otro, al cual está ligado por invisibles hilos, por sutiles
analogías. El pensamiento del hombre del
Renacimiento no separa las cosas, sino que las une entre sí, ordena el mundo
utilizando al cuerpo humano, donde todo está en estrecha relación, como
metáfora suprema. El lenguaje del
Renacimiento es, como dice Foucault, la "prosa del mundo". Sus signos
no son arbitrarios, sino que reconducen
a la esencia misma de las cosas: entre significante y significado existe
necesariamente una relacion, algún tipo de semejanza que el estudioso debe
descubrir. El conocimiento es
fundamentalmente interpretacion, exégesis, del gran libro del mundo que Dios ha
escrito para los hombres, es búsqueda de los signos, de las signaturas, es
decir de los trazos que la mano de Dios ha dejado, como una firma, en la
naturaleza.
De repente, a mediados del
siglo XVII, este episteme se derrumba. El carácter general del nuevo episteme
está dado por la representación, vocablo con el cual Foucault indica la
racionalidad abstracta que divide e individua:
«La actividad de la mente ...ya no será la de reunir las cosas,
dedicarse a buscar algo que pueda revelar un parentesco, una atracción, una naturaleza secretamente común a ellas,
sino que, al contrario, será la de
discriminar, o sea, establecer la identidad de las cosas... En este
sentido, la discriminación impone, en la comparación, la búsqueda primaria y
fundamental de las diferencias...».[26]
En todos los campos, las
cosas son medidas, ordenadas, tabuladas, colocadas en serie, en columnas, en
estructuras. El conocimiento se
espacializa y todas las "ciencias" son ciencias del orden, son
taxonomías, nomenclaturas, clasificaciones, siguiendo el modelo de la Botánica
de Linneo. En todos los campos, el análisis substituye a la analogía. En el
lenguaje, el nexo de similitud, la conjunción entre significado y significante
desaparece: la relación entre ambos deviene simplemente convencional, pero al
mismo tiempo se la entiende como una relación clara e inequívoca. Las palabras y las cosas pertenecen a dos
órdenes paralelos. Es la naturaleza misma de la conciencia humana, así como ha
sido creada por Dios, la que permite esta relación transparente entre cosa y
concepto de la cosa, entre cosa y palabra.
Este episteme desaparece
abruptamente hacia finales del siglo XVIII. Comienza ahora la época moderna
propiamente dicha, cuyo episteme se caracteriza por la historicidad y, como
dice Foucault, por la aparición del hombre.
En la "tabla", que
es la metáfora del episteme de la edad del racionalismo, irrumpen
inesperadamente el tiempo y la historia.
Por ejemplo, los organismos vivientes, colocados uno junto a otro en las
clasificaciones, se demuestran –con sus semejanzas y diferencias estructurales–
adyacentes ya no en el espacio abstracto de la serialidad, sino en una sucesión
temporal. Su proximidad habla ahora de
una transformación, de una evolución, de pasajes y relaciones entre identidades
que ya no son estables. En el lenguaje
se descubre la estratificación de los significados que la historia ha ido
depositando continuamente. La palabra ya
no es una entidad definida y clara que reconduce en modo transparente a un
concepto o a una cosa del mundo; ahora es una construcción ambigua, cargada de
significados adquiridos y perdidos. De
este modo la filología reemplaza a la gramática como centro de interés. En la economía, el estudio del intercambio de
bienes pasa a segundo plano con respecto a la producción. En todos los campos, el pensamiento moderno
reconoce el dinamismo y la transformación.
El nuevo ordenamiento de las cosas se produce en base a la
historicidad. Más aún: para Foucault
todas las categorías del pensamiento moderno son fundamentalmente
antropológicas y ésta es la característica más específica del nuevo episteme.
En la edad moderna, nos
aclara Foucault, la “representación” no desaparece, pero, con la introducción
de las categorías dinámicas, disminuye,
pierde transparencia y –por efecto de su propia estaticidad– no puede dar
cuenta del devenir. Además se debilita
la fe en un Dios que garantice que la naturaleza de la conciencia humana
permita un conocimiento claro y verdadero del mundo. Como consecuencia, la “representación” ya no
constituye el terreno común para todos los conocimientos; no es más el
pensamiento sino un modo de pensar.
Surge entonces el problema de fundamentar el conocimiento de algún modo
y es precisamente ésta la tarea a la que, según Foucault, se dedica toda la
filosofía moderna, desde Kant hasta Husserl.
La filosofía moderna, por lo tanto, no es otra cosa que epistemología o
búsqueda del "sentido". Si
antes Dios y la transparencia de la “representación” daban un fundamento
infinito al conocimiento, ahora éste deberá fundarse sobre un ser finito: el
hombre. Pero este ser presenta una
dualidad imposible de superar en cuanto es
«... un individuo que vive, habla y trabaja de acuerdo a las leyes de
una biología, una filología y una economía, pero que, por una suerte de torsión
y sobreposición internas, ha adquirido el derecho, precisamente a través de la
interacción de estas mismas leyes, de conocerlas y someterlas a una
clarificación total».[27] O como dice
sintéticamente otro pasaje: «... es un ser cuya naturaleza es ... conocer a la
naturaleza y, de consecuencia, a sí mismo como ser natural».[28]
En otras palabras, el ser
humano que emerge luego del colapso del episteme racionalista es, por una
parte, un ser natural y finito, sujeto a toda una serie de limitaciones y
determinaciones que las "ciencias" de la economía, la biología y la
linguística muestran con sus leyes. Es
un ser que habla un lenguaje que no es suyo, en el que se han sedimentado las
palabras de infinitas generaciones, un ser que entra en un mundo de producción ya organizado y dotado de reglas
internas propias, un ser que tiene un cuerpo sujeto a todas las leyes químicas
y físicas... Un ser que nace en una
sociedad con una organización y con valores ya dados y cuyo proceso cognoscitivo
está sometido a una serie de mecanismos y determinismos, un ser marcado por una
no-trasparencia original, un inconsciente, es decir, un "otro" dentro
de sí que no podrá jamás ser absorbido en ese sí, como las nuevas ciencias
humanas de la sicología, la sociología y el sicoanálisis demostrarán más
adelante.
Pero este ser, limitado y
finito, es también el sujeto de tales conocimientos. Y además, a pesar de ser
él en quien se deben establecer empíricamente estos conocimientos, es quien
debe poseer en sí sus fundamentos para que la investigación misma tenga
sentido. En esta circularidad se mueven
las ciencias humanas y toda la filosofía del episteme moderno.
Es precisamente este doble
rol de objeto del conocimiento y sujeto del conocer (que Foucault decribe detalladamente en el capítulo que lleva por
título El hombre y sus dobles) que ha creado todas las antinomias y las
contradicciones de la filosofía moderna, para llevarla finalmente a un callejón
sin salida. Es hora de despertar de este
"sueño antropológico", dice Foucault parafraseando a Kant y a su
"sueño dogmático". Es hora de
que el pensamiento se libere de este tipo de humanismo.
Es en el sentido descrito
hasta aquí que para Foucault el hombre nace sólo al inicio del siglo XIX. Él utiliza entonces el término hombre para
designar esta construcción intelectualista y circular (autorreferente), pero
que –para quien piensa desde el interior del episteme moderno– es simplemente el hombre.
Esta extraña figura ha
podido nacer, dice Foucault haciendo referencia a Nietzsche, sólo con la
muerte, o mejor dicho, con el asesinato de Dios, cuyos atributos ha tratado,
poco a poco, de absorber. Éste ha sido
también el acto que ha dado origen a las ciencias humanas. Así es como Foucault relata la parábola del
hombre, su aparición y su fin próximo:
«Inventar las ciencias humanas era en apariencia hacer del hombre el
objeto de un saber posible. Significaba
constituirlo en objeto de conocimiento.
Ahora bien, en este mismo siglo XIX se esperaba, se soñaba con el gran
mito escatológico de esa época que ha sido el siguiente: actuar de tal modo que
ese conocimiento del hombre surtiese tal efecto que el hombre pudiese ser
liberado de sus alienaciones, liberado de todas las determinaciones que no
controlaba; que pudiese, gracias al conocimiento que poseía de sí mismo,
convertirse por vez primera en dueño y detentador de sí. Dicho de otro modo, se
convertía al hombre en objeto de conocimiento para que el hombre pudiese
convertirse en sujeto de su propia libertad y de su propia existencia.
Pues bien, lo que
ocurrió –y en este sentido se puede
decir que el hombre nació en el siglo XIX–
es que, a medida que se desarrollaban estas investigaciones sobre él en
tanto que objeto posible del saber, ... este famoso hombre, esa naturaleza
humana o esa esencia humana, lo propio del hombre, todo eso nunca se
encontró. Cuando se analizaron, por
ejemplo, los fenómenos de la locura o de la neurosis, lo que se descubrió fue
un inconsciente ... que en realidad no tenía nada que ver con lo que se podía
esperar de la esencia humana, de la libertad o de la existencia humana. ... Lo
mismo ocurrió con el lenguaje... ¿qué se ha encontrado? Se han encontrado estructuras, ... pero el
hombre en su libertad, en su existencia, una vez más ha desaparecido». [29]
«...Esta desaparición del
hombre en el preciso momento en que era buscado en sus raices no significa que
las ciencias humanas vayan a desaparecer.
Yo nunca he dicho eso, sino que las ciencias humanas van a desarrollarse
ahora en un horizonte que ya no está cerrado o definido por el humanismo. El hombre desaparece en filosofía no tanto
como objeto de saber cuanto como sujeto de libertad y de existencia, ya que el
hombre sujeto, el hombre sujeto de su propia conciencia y de su propia
libertad, es en el fondo una imagen correlativa de Dios. El hombre del siglo
XIX es Dios encarnado en la humanidad.
Se produce una especie de teologización del hombre, un retorno de Dios a
la tierra, que ha convertido al hombre del siglo XIX en una especie de
teologización de sí mismo. ... Nietzsche ha sido quien, al denunciar la muerte
de Dios, ha denunciado al mismo tiempo a este hombre divinizado con el que no
cesó de soñar el siglo XIX. Y cuando
Nietzche anuncia la llegada del superhombre, lo que anuncia en realidad no es
la próxima venida de un hombre que se asemejaría más a un Dios que a un hombre,
lo que anuncia en realidad es la venida de un hombre que ya no tendrá ninguna
relación con ese Dios, cuya imagen encarna».[30]
Y así, para Foucault, el
acto que mató a Dios anuncia también la muerte de su asesino: «... dado que él ha matado a Dios, él mismo
deberá dar una respuesta a su propia finitud; pero dado que es en la muerte de
Dios que habla, piensa, existe, este asesino está destinado a morir; nuevos
dioses, los mismos dioses, están ya encrespando el océano futuro; el hombre
desaparecerá!» [31]
Si el hombre no es una
constante del pensamiento humano, sino una creación reciente, que surge desde
el interior de un episteme particular de la cultura europea, entonces será
cancelado «como un rostro dibujado en la arena a orillas del mar»[32] cuando
este episteme, así como los que lo han precedido, se derrumbará. Foucault, al final de Las palabras y las
cosas parece presentir que ese momento no está lejos, que una suerte de terremoto
está por destruir las viejas formas del pensar, abriendo paso a un pensamiento
nuevo.
Estas son las ideas
fundamentales de Foucault sobre el hombre y el humanismo, así como aparecen en
los textos citados, todos ellos anteriores a Mayo del '68. Después de Las
palabras y las cosas –y sobre todo después de aquel evento clave– la búsqueda
del filósofo orbita siempre más en torno a Nietzsche, y se orienta hacia una
genealogía de aquella trama de relaciones que existen entre el saber y el poder
a diferentes niveles y en diferentes franjas de la sociedad. Mientras que en
Las palabras y las cosas el análisis de las "prácticas discursivas"
es fundamental, el problema del poder se vuelve central en sus escritos
sucesivos.
Según Foucault el poder no
está concentrado en un "lugar" específico, en el Estado, como creen
los comunistas: el poder es omnipresente.
En las diferentes instituciones sociales el poder está ligado a un saber
específico junto con el cual se ha ido constituyendo históricamente. El poder-saber dispone de técnicas y
estrategias disciplinarias, constructivas y no solamente represivas, por medio
de las cuales se reproduce e interioriza, es decir, se transforma en acciones
que el individuo termina creyendo libres.
El "sujeto" deviene así un producto de la dominación, un
instrumento del poder. El poder, por lo
tanto, no solamente reprime, sino que forma, entrena y construye: objetos,
estructuras organizativas, rituales de verdad e individuos "disciplinados". Las técnicas disciplinarias son comunes al
Occidente capitalista y al Oriente comunista, y no desaparecen cuando el poder
pasa de una clase a otra, o de un grupo político a otro.
Esta investigación sobre el
poder-saber, que en realidad había comenzado con la Historia de la locura,
alcanza su máxima expresión en Vigilar y castigar, una genealogía de la
práctica carcelera, que desde la prisión se extiende hacia otros lugares de "reclusión"
y disciplina construídos por la sociedad burguesa: la escuela, la fábrica, el
hospital. Éste es, tal vez, el libro más
maduro y fecundo de Foucault. Cuando la muerte lo sorprende trágicamente en
1984, el filósofo estaba abocado a la tarea de completar una amplia Historia de
la Sexualidad concebida como una genealogía del sicoanálisis.
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