HISTORIA DEL HUMANISMO
.El retorno a los antiguos y
el ideal de“humanitas”
El humanismo[1] renacentista
se desarrolla en un arco de tiempo que aproximadamente se extiende desde la
segunda mitad del siglo XIV hasta finales del siglo XVI. Para Italia, y en general para Europa, éste
es un período de extraordinaria aceleración histórica en el que los
acontecimientos se suceden a ritmo vertiginoso, produciendo radicales
transformaciones políticas y espirituales.
Un tema de interminable
discusión entre los historiadores es si el humanismo constitutuye una ruptura
neta con respecto a la época medieval o si es la culminación de un proceso de
maduración de temáticas filosóficas, religiosas, sociales, económicas, etc. que
ya habían surgido en el Medioevo tardío.
Indudablemente existen excelentes argumentos para sostener ambas
interpretaciones, pero –más allá de la posición que se elija– ninguna
reconstrucción histórica puede prescindir de la imagen que los protagonistas de
aquella época tenían del propio tiempo y del significado que atribuían a sus
obras. Este punto no da lugar a
ambigüedades ya que la evaluación es unánime.
En efecto, todas las grandes figuras humanistas perciben que el tiempo
que les ha tocado vivir es especial: un tiempo en el que la humanidad, luego
del largo sueño de barbarie del Medioevo, retorna a sus orígenes, pasa a través
de un “renacimiento” entendido según la tradición mística, es decir, un
“segundo nacimiento”, una renovación total que le permite recobrar la fuerza,
el ímpetu que sólo es posible encontrar en el principio. Por lo tanto, para la cultura del humanismo
no se trata simplemente de desarrollar y completar las realizaciones de la
época precedente, sino de construir un mundo y una humanidad completamente renovados,
y esto –de acuerdo a la imagen del “renacer”– es posible sólo gracias a la
muerte, a la desaparición del mundo y del hombre medievales.
Para la Edad Media
cristiana, la tierra es el lugar de la culpa y el sufrimiento; un valle de
lágrimas en el que la humanidad ha sido arrojada por el pecado de Adán y del
que sólo es deseable huir. El hombre en
sí no es nada y nada puede hacer por sí solo: sus deseos mundanos son solamente
locura y soberbia; su obras, no más que polvo. El hombre puede aspirar sólo al
perdón de un Dios infinitamente lejano en su perfección y trascendencia, que
concede su gracia según designios inescrutables.
La concepción de la historia
y la imagen del universo reflejan esta visión teológica. La historia no es la memoria de hombres,
pueblos, civilizaciones, sino el camino de expiación que lleva del pecado
original a la redención. En el límite
extremo del futuro luego de los terribles prodigios de la Apocalipsis, vendrá
el juicio tremendo de Dios. La Tierra, inmóvil y al centro del universo según
la concepción tolomeica, está circundada por las esferas de los cielos
planetarios y de las estrellas fijas que giran animadas por potencias
angélicas. El cielo supremo, el empíreo,
es la sede de Dios, motor inmóvil que todo lo mueve.
A su vez, la organización
social coincide con esta visión cosmológica cerrada y jerárquica: los nobles y
las clases subalternas de los burgueses y los siervos se encuentran rígidamente
separadas y se perpetúan por vía hereditaria. En el vértice del poder están los
dos guías del pueblo cristiano: el Papa y el Emperador, a veces aliados, pero a
menudo enfrentados en duras luchas por la preeminencia jerárquica. La organización económica sigue el mismo
esquema general. En el Medioevo, al
menos hasta el siglo XI, también la economía es un sistema cerrado, basado en
el consumo del producto en el lugar de producción.
La cultura del humanismo
rechaza totalmente la visión medieval y, en su esfuerzo por construir una
humanidad y un mundo completamente renovados,
toma como modelo a la civilización clásica greco-romana. Así, el retorno al principio, el
“renacimiento”, es un retorno a los
antiguos, un rescatar la experiencia de una civilización a la que se le
atribuyen esas potencialidades originarias de la humanidad que el Medioevo
cristiano había destruido u olvidado.
Al principio, el humanismo
se manifiesta sobre todo como un fenómeno literario que apunta al
redescubrimiento de la cultura clásica.
Con Petrarca comienza la búsqueda de manuscritos antiguos olvidados en
las bibliotecas de los conventos. Un
siglo después de Petrarca, se llega a conocer del mundo latino al menos diez
veces más de lo que se había conocido en un milenio. La llegada a Italia de numerosos doctores
bizantinos –primero en ocasión del Concilio de Florencia (1439) que debía
sancionar la reunificación de las iglesias ortodoxa y romana, y luego con la
caída de Constantinopla (1453)– renueva en Occidente el conocimiento del
griego.
La literatura greco-latina,
que de esta manera vuelve a la luz, se refiere a la vida terrena. Es una literatura
que habla de los hombres de este mundo, radicalmente diversa a la literatura
cristiana de los libros sagrados, de los padres de la Iglesia, de los doctores
medievales, donde Dios y la vida ultraterrena constituyen el centro de todo
interés. Es precisamente la
contraposición de las humanae litterae a las divinae litterae lo que inicia la
renovación cultural operada por el humanismo.
Sin embargo, los códices
antiguos no habrían servido de mucho si la sociedad europea no hubiese sido
capaz de mirar con nuevos ojos y con renovada curiosidad los vestigios del
mundo antiguo. De hecho, en los
humanistas se encuentra inmediatamente una actitud nueva en relación a las
obras literarias descubiertas.
Antes que nada, está el amor
por el texto, que se trata de reconstruir en su originalidad para liberarlo de
las interpolaciones y deformaciones que generaciones de clérigos habían
insertado con la intención de adaptarlo a la visión cristiana. El gran descubrimiento asociado a esta
actitud (y que va de la mano de la introducción de la perspectiva óptica en la
pintura) es la perspectiva histórica; el texto antiguo fielmente reconstruido
permite percibir con extrema claridad la imposibilidad de conciliar al mundo
greco-romano con el mundo cristiano. Por
consiguiente, la conciencia de la diferencia entre pasado y presente se
transforma, en el humanista, en conciencia del fluir de la historia que la
visión medieval había anulado.
Por otra parte, los textos
antiguos redescubiertos muestran una variedad extraordinaria de figuras de
fuerte personalidad, orientadas a la acción, que no huyen ni desprecian el
mundo, sino que viven en la sociedad humana y allí luchan por construir su
propio destino. Estos individuos se
convierten en los modelos a seguir, porque su modo de vida parece ser el más
adecuado para responder a las exigencias y aspiraciones de una sociedad en
rápido desarrollo, que siente profundamente la necesidad de elaborar nuevas
formas de organización de la vida civil y nuevos instrumentos para dominar a la
naturaleza.
Pero la cultura del
humanismo no se reduce a una imitación artificial de los modelos del pasado.
Por el contrario, su vitalidad consiste en la conciencia de que el regreso a
los grandes ejemplos de la antigüedad sería totalmente vano si no diera lugar a
una nueva orientación en la vida moral, artística, religiosa, política,
etc. Para la cultura del humanismo,
imitar a los antiguos significa sobre todo educar a los hombres nuevos como lo
hacían los antiguos, cultivando las “virtudes” que ellos habían demostrado
poseer en sumo grado y que habían expresado en la vida civil. Sólo con hombres así formados habría sido
posible renovar verdaderamente la sociedad humana.
De este modo, el humanismo
renacentista hace suyo aquel ideal, a un tiempo educacional y político, que
figuras como Cicerón y Varrón habían propugnado en Roma en la época de la
República: el ideal de la humanitas, palabra con que se tradujo al latín el
término griego paideia, es decir, educación. En una confluencia rica de
significados, humanitas llega a indicar el desarrollo, por medio de la
educación, de esas cualidades que hacen del hombre un ser verdaderamente
humano, que lo rescatan de la condición natural y lo diferencian del
bárbaro. Con el concepto de humanitas se
quiso denotar una operación cultural: la construcción del hombre civil que vive
y opera en la sociedad humana.
El instrumento al que
recurrió este “primer humanismo” occidental fue la cultura griega, a la que el
mundo romano del siglo I A.C. se abrió velozmente y encontró sistematizada en los ciclos de
estudio de las escuelas filosóficas del período helénico tardío. Estas escuelas tenían una orientación
ecléctica, habiéndose ya extinguido la fase creativa del pensamiento griego. De todas maneras, a través de ellas llegaban
al mundo romano las temáticas, los métodos de investigación y el lenguaje
desarrollados por los grandes sistemas filosóficos de la tradición
helénica. Es en instituciones de este
tipo que, gracias al ejemplo de personajes relevantes como Cicerón, comenzó a
formarse la nueva clase intelectual y política romana, asimilando un saber
filosófico y una cultura poética y artística que la propia tradición había
desatendido casi completamente. Fue
precisamente del encuentro con los grandes modelos griegos que extrajo su linfa
vital el espléndido florecimiento de la literatura latina en los dos siglos
separados por el nacimiento de Cristo.
Luego, después de casi mil
años de cultura cristiana, reaparece en
Occidente el ideal de humanitas, la confianza en el inmenso poder formador que
la filosofía, la poesía y las artes ejercen sobre la personalidad humana, que
fue característica de Grecia primero y de Roma más tarde, y en la que se
identifica la esencia misma del humanismo renacentista. Ahora el instrumento educativo está dado por
los grandes clásicos de la literatura latina, y en segundo lugar –dado el
limitado conocimiento del idioma– por los clásicos griegos. En ellos se basan los studia humanitatis. De aquí el nombre de humanistas atribuido a
aquéllos que se dedican a estos estudios que,
a principios del siglo XV en Italia, comprendían: gramática, retórica,
poesía, historia y filosofía moral.
Sin embargo, es necesario
tener siempre presente que para el humanismo del Renacimiento estas disciplinas
no conforman un simple curso de estudios que transmiten un conjunto de nociones
o fórmulas. Por el contrario, los studia
humanitatis constituyen fundamentalmente un vehículo para la educación de la
personalidad, para el desarrollo de la libertad y la creatividad humanas, y de
todas esas cualidades que sirven para vivir felizmente y con honor en la
sociedad de los hombres. En este
sentido, los humanistas no son solamente literatos o eruditos, sino los
protagonistas de un grandioso proyecto de transformación moral, cultural y
política, un proyecto cuyo lema es Iuvat vivere (vivir es hermoso) que
testimonia el optimismo, el sentimiento de libertad y el renovado amor por la
vida que caracterizan a la época.
2. La nueva imagen del
hombre
Toda la literatura del
humanismo se concentra en exaltar al hombre y reafirmar su dignidad en
oposición a la desvalorización operada por el Medioevo cristiano. No obstante la diversidad de los temas, todos
apuntan a un objetivo común: recobrar la fe en la creatividad del hombre, en su
capacidad de transformar el mundo y construir su propio destino.
El ataque contra la
concepción medieval es decidido y continuo. Una de las primeras personalidades
del Humanismo, Gianozzo Manetti, critica en su libro De dignitate et excellentia
hominis (La dignidad y la excelencia del hombre) precisamente una de las obras
más representativas de la mentalidad medieval, el De miseria humanae vitae (La
miseria de la vida humana), escrito por aquel diácono Lotario di Segni que más
tarde, con el nombre de Inocencio III, sería uno de los papas más potentes de
la Edad Media. A la miseria y
degradación de la naturaleza del hombre, fácil presa de vicios y pecados, a la
debilidad de su cuerpo, Manettii contrapone una exaltación del hombre en su
totalidad de ser físico y espiritual. Pone de relieve la proporción, la armonía
del organismo del hombre, la superioridad de su ingenio, la belleza de sus
obras, la audacia de sus empresas. Los
grandes viajes, la conquista del mar, las maravillas de las obras de arte, de
la ciencia, de la literatura, del derecho, constituyen el mundo del espíritu
humano. El reino que el hombre ha
construido para sí mismo gracias a su ingenio.
El hombre, además, no está sobre la Tierra como un simple habitante,
criatura entre las criaturas: su posición es especial en cuanto Dios lo ha
creado con la frente en alto para que
contemplase el cielo y fuese así espectador de las realidades supremas. En el centro del pensamiento de Manetti está
la libertad humana que, además de ser un don de Dios, es una continua conquista
por la que el hombre lucha cotidianamente con su trabajo, llevando belleza y
perfección a las obras de la creación.
Por consiguiente el hombre no es un ser inerme y despreciable, sino el
libre colaborador de la divinidad misma.[2]
Otra gran figura humanista,
Lorenzo Valla, ataca en su diálogo De voluptate (El placer) uno de los aspectos
centrales de la ética medieval: el rechazo del cuerpo y el placer. Remitiéndose a la concepción epicúrea, nuevamente
conocida gracias al redescubrimiento de Lucrecio, Valla arremete en dura
polémica contra toda moral ascética, ya sea estoica o cristiana, que lleve al
hombre a humillar su cuerpo y a rechazar el placer. Para Valla toda acción
humana –aun aquella que parece dictada por otros móviles– está motivada por
fines hedonistas. Aún el aspirar a una vida después de la muerte se encuadra en
este sentido. ¿Qué puede ser, en efecto, más hedonista que una vida celeste que
las Sagradas Escrituras designan con la expresión paradisus voluptatis (paraíso
del placer)? En el hombre no puede haber
una oposición entre cuerpo y espíritu, como no puede existir una parte buena y
otra condenada a priori. El placer,
lejos de ser un pecado es más bien un don divino (divina voluptas). En el placer, la naturaleza se expresa con
toda su fuerza y de la manera que le es más propia. Invirtiendo los términos del problema, Valla
llega a afirmar que peca verdaderamente quien humilla y reprime la naturaleza
que palpita en nosotros, rehusando el amor físico y la belleza. Por lo tanto, el himno a la felicidad de
Valla que exalta al hombre todo, no sólo supera el antiguo dualismo entre carne
y espíritu, sino también el pesimismo de los antiguos epicúreos.[3]
León Battista Alberti –que
fue filósofo, matemático, músico, arquitecto– es una de esas extraordinarias
personalidades universales que la época del Renacimiento prodigó al mundo. El centro de sus reflexiones es uno de los
más típicos temas humanistas: que la acción humana es capaz de vencer hasta al
Destino. En el Prólogo a los libros
Della famiglia (La familia)[4], Alberti niega todo valor a la vida ascética,
rechaza toda visión pesimista del hombre y otorga a la acción humana la más
alta dignidad. El verdadero valor del
hombre reside en el trabajo, que permite la prosperidad de la familia y la
ciudad. Alberti invierte la ética
medieval de la pobreza y la renuncia, afirmando que el florecer de las riquezas
no sólo no va contra los principios religiosos, sino que es una clara
demostración del favor divino. Además,
la “virtud”, entendida como fuerte capacidad de querer y obrar, como humana
laboriosidad (también en los campos sociales y políticos), es superior al
Destino mismo. Para Alberti, el hombre
es causa de sus bienes y de sus males: solamente los estúpidos reprochan al
Destino el origen de sus desgracias. El
Destino o “Fortuna” es incapaz de condicionar totalmente la acción humana
cuando ésta es virtuosa. Y si en algunos
casos la “Fortuna” parece superar a la virtud, esta derrota es sólo temporánea y
puede tener una función educadora y creativa.
Por consiguiente, en la concepción de Alberti no hay lugar para el
retiro del mundo ni para la sumisión del hombre al Destino; al contrario, la
verdadera dignidad humana se manifiesta en la acción transformadora de la
naturaleza y de la sociedad. El interés
de Alberti, arquitecto innovador y teórico de la Arquitectura, se dirige
también a la construcción de la ciudad ideal (otro constante tema humanista),
en donde “la naturaleza se somete a las intenciones del arte”. La ciudad ideal, hecha por el hombre y para
el hombre según armónicas estructuras geométricas, es el lugar de la acción
humana y también el lugar donde, a través del ejercicio de las virtudes
sociales, es posible la verdadera glorificación de Dios.
Así es como ya en los
primeros humanistas aparecen claros los grandes motivos de la exaltación del
hombre y de sus capacidades creadoras, y la ruptura de la concepción
medieval. Pero a fines del siglo XV, con
el redescubrimiento de la filosofía platónica y de las doctrinas herméticas, la
imagen del hombre se proyecta a una dimensión religiosa y adquiere valor
cósmico.
Protagonista del movimiento
neoplatónico y exponente central de la Academia florentina, fue Marsilio
Ficino. Bajo la protección de Cósimo de
Médicis, padre de Lorenzo, Ficino tradujo al latín todas las obras de Platón,
de Plotino y varios textos de los neo-platónicos antiguos. Pero la obra que tuvo mayor importancia en la
construcción del pensamiento filosófico del Renacimiento (y una gran resonancia
en aquel tiempo) fue la traducción del Cuerpo Hermético, o sea el conjunto de
obras que contiene la enseñanza de Hermes Trismegisto (el tres veces
grande). Los manuscritos de estos textos
llegaron a Occidente por interés de Cósimo quien disponía de agentes que
buscaban y compraban los antiguos códices en el Imperio Bizantino.
Se puede comprender la
importancia excepcional atribuida por el mundo humanista a las obras herméticas
si se considera que Cósimo ordenó a Ficino dejar a un lado la traducción de
Platón para dedicarse a éstas. Por lo
tanto, la sabiduría de Trismegisto era considerada superior aún a la del
“divino” Platón. La figura de
Trismegisto adquirió tal popularidad que fue representada junto a Moisés en el
gran mosaico que se encuentra en el ingreso a la Catedral de Siena.
Los textos herméticos, que
contienen enseñanzas filosóficas, prácticas mágicas y alquímicas, según la
crítica moderna fueron escritos probablemente entre el siglo II A.C. y el siglo
III D.C. y son expresión de ambientes sincréticos greco-egipcios. Sin embargo, no es posible descartar que
transmitan enseñanzas mucho más antiguas.[5]
Ficino y sus contemporáneos atribuyeron a estas obras una gran
antigüedad y creyeron redescubrir en ellas la religión egipcia, o lo que es
más, la religión originaria de la humanidad, que habría pasado luego a Moisés y
a las grandes figuras del mundo pagano y cristiano: Zaratustra, Orfeo,
Pitágoras, Platón y Agustín. Ficino
llegó a creer que existió siempre, en todos los pueblos, una forma de religión
natural que habría asumido aspectos diversos en las distintas épocas y en los
diversos pueblos.[6] Esta concepción
resolvía el problema, tan sentido en aquellos tiempos, de la conciliación entre
diferentes religiones (especialmente el Cristianismo y el Islam), y la cuestión
de la Providencia divina para los pueblos que, por razones históricas y
geográficas, no habían podido conocer el mensaje cristiano. De esta manera el Cristianismo era redimensionado
a una religión histórica, a una manifestación de la religión primitiva de la
humanidad. Aún más, la verdadera raíz
del Cristianismo debía ser buscada en aquella religión originaria y no en las
formas barbáricas de la Iglesia medieval.
Ficino es una figura
filosófica compleja, preocupada sobre todo por conciliar la dignidad y la
libertad del hombre, exaltadas por el primer Humanismo, con el problema
religioso que aquel no había afrontado adecuadamente. Aun siendo el más decidido propagador del
platonismo, no rechazó el cristianismo y hasta tomó las órdenes sacerdotales
porque para él cristianismo y platonismo coincidían en su más profunda
esencia. Sin embargo, precisamente
partiendo del tema religioso, completó la obra de glorificación de la naturaleza
humana hecha por los primeros humanistas y elevó al hombre casi al nivel de un
dios.
Del neoplatonismo antiguo
Ficino retoma la idea de la manifestación de la divinidad, el Uno, en todos los
planos del ser, por un proceso de “emanación”.
No hay, por tanto, un abismo entre el hombre y la naturaleza por un lado
y Dios por el otro, sino un pasaje ininterrumpido que va de Dios al ángel, al
hombre, a los animales, a las plantas, a los minerales. El hombre está al centro de esta escala de
seres y es el vínculo entre lo que es eterno y lo que está en el tiempo. El alma humana, punto medio y espejo de todas
las cosas, puede contener en sí todo el universo.
Así es cómo se expresa
Ficino: «¿No se esfuerza el alma para
transformarse en todas las cosas, así como el hombre es todas las cosas? ¡Se esfuerza en manera maravillosa! Vive la vida de las plantas en su propia
función vegetativa, la vida de los animales en la actividad sensible, la vida
del hombre cuando con la razón trata las cuestiones humanas, la vida de los
héroes investigando las cosas naturales, la vida de los ‘demonios’ en las
especulaciones matemáticas, la vida de los ángeles en el indagar los misterios
divinos, la vida de Dios haciendo por gracia divina todas estas cosas. Cada alma humana hace, de algún modo, todas
estas variadas experiencias, pero cada una según su forma. Y el género humano
en su conjunto tiende a transformarse en el todo, porque vive la vida del
todo. Por esto tenía razón el Trismegisto en llamar al hombre un gran
milagro».[7]
Es esta misma máxima, atribuida
a Trismegisto, la que una de las figuras más singulares del Humanismo, Giovanni
Pico della Mirándola, cita al comienzo de su oración sobre la Dignidad del
hombre. Se trata de un texto que, por
las intenciones propagandísticas con que fue escrito, puede ser considerado un
verdadero “manifiesto del humanismo”.
Pico, que pertenecía a una rica familia principesca, había mostrado un
precoz ingenio y una extraordinaria curiosidad intelectual. Conocía el griego, el árabe, el hebreo, el
arameo; había estudiado a los grandes filósofos musulmanos y hebreos; la Cábala
lo había fascinado. Con poco más de 20
años había tratado de recopilar y sintetizar toda la sabiduría de su tiempo en
900 tesis que, según su intención, debían ser discutidas públicamente en Roma por
los más grandes doctos de la época, convocados a su cargo desde todos los
rincones del mundo. Pero este
extraordinario programa, que superaba los confines de las religiones y las
culturas, y que apuntaba a la paz y la
conciliación, fue inmediatamente congelado por la oposición eclesiástica. Algunas tesis fueron declaradas heréticas, el
gran debate fue prohibido, Pico huyó a París donde fue arrestado por orden del
Papa. Logró salvarse sólo gracias a la
simpatía de la que gozaba en el ambiente intelectual y en la corte de
Francia. Poco después, Pico se refugió
en Florencia donde, bajo la protección de Lorenzo el Magnífico, pasó el resto
de su breve vida.
La oración sobre la Dignidad
del hombre había sido pensada como introducción al evento romano: se tendría
que haber leído antes de comenzar los trabajos, a fin de dar dirección a la
discusión y delimitar su horizonte. Al
inicio de la oración Pico presenta su concepción del ser humano, y lo hace con
un artificio retórico de gran efecto: Dios explica cómo ha creado al ser
humano. He aquí el texto: «No te he dado un rostro, ni un lugar propio, ni don
alguno que te sea peculiar, Oh Adán, para que tu rostro, tu lugar y tus dones
tú los quieras, los conquistes y los poseas por ti mismo. La naturaleza encierra
a otras especies en leyes por mí establecidas. Pero tú, que no estás sometido a
ningún límite, con tu propio arbitrio, al que te he confiado, te defines a tí
mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para que puedas contemplar mejor
lo que éste contiene. No te creado ni celeste ni terrestre, ni mortal ni
inmortal, para que por tí mismo, libremente, a guisa de buen pintor o hábil
escultor, plasmes tu propia imagen. Podrás degenerar en cosas inferiores,
como son las bestias; podrás, según tu
voluntad, regenerarte en cosas superiores, que son divinas».[8]
Así, para Pico el ser humano
no tiene una “naturaleza” rígidamente determinada que condicione sus
actividades, como ocurre con los demás seres naturales. El hombre es fundamentalmente ausencia de condiciones,
libertad, elección. El hombre puede ser todo: por libre elección puede
colocarse en cualquier nivel del ser, puede degradarse hasta vivir como los
animales o elevarse a un estado en el que participa de la vida divina. Es, por
lo tanto, un puro existir que se construye a sí mismo a través de lo que elige.
Es difícil subestimar la
importancia de una tal concepción de ser humano y la influencia que ésta ha
ejercido directa o indirectamente hasta nuestros días, como aparecerá
claramente en este ensayo. Esta concepción rompe con todo determinismo y coloca
a la esencia humana en la dimensión de la libertad.
En la obra del humanista
francés Charles Bouillé, De sapiente (el sabio) la glorificación del hombre
alcanza quizás su máxima expresión.
Bouillé, formado en el pensamiento de Ficino y Pico, afirma –siguiendo a
sus maestros– que el hombre no posee una naturaleza determinada, sino que
resume en sí todos los distintos grados del ser: existe como la materia
inanimada, vive como las plantas, siente como los animales, y además razona y
reflexiona. Gracias a esta capacidad el
hombre se asemeja a la Naturaleza creadora. Pero no cualquier hombre es capaz
de alcanzar este nivel, sólo el sabio puede hacerlo a través una paciente obra
de autoconstrucción, gracias a su virtud y su arte. Aquí aparece con toda claridad el ideal de
hombre que la cultura del humanismo ha siempre anhelado: el hombre superior,
que supera a la “naturaleza” de los hombres comunes, que se construye,
eligiendo y luchando, una segunda “naturaleza”, más alta, más cercana a la
naturaleza de lo divino.[9] En el ser
humano existe esta posibilidad, como así también existe la posibilidad de
detenerse en un grado inferior del ser.
Bouillé retoma y trasciende
la equivalencia microcosmos-macrocosmos típica del hermetismo. El cosmos es
todo pero no es conciente de lo que es;
el hombre es casi nada, pero pueder saber todo. Entre el hombre y el
mundo descansa la misma relación que existe entre el alma y el cuerpo. El hombre es el alma del mundo y el mundo es
el cuerpo del hombre. Pero la conciencia
de sí, que el hombre confiere al mundo, humanizándolo en cierta medida, coloca
al hombre por encima del mundo.[10] Esta
concepción, por el valor supremo que atribuye al hombre, bien puede ser
considerada como “digno epígrafe de la filosofía del humanismo”.[11]
3. La nueva imagen del mundo
Todas las corrientes
filosóficas del Renacimiento están saturadas de “naturalismo”, pero en este
caso el término asume un connotación especial, que nada comparte –es más, que
es incompatible– con la concepción moderna.
El mundo natural no es –como
en la visión científica actual– pura materia inanimada sujeta a leyes mecánicas
y ciegas, sino un organismo viviente dotado de energías en todo semejantes a
las del hombre. Infinitas corrientes de
pensamiento y de sensaciones lo atraviesan, uniéndose a veces, y a veces
oponiéndose entre sí. Al igual que el
hombre, posee sensación e intelecto, siente simpatías y antipatías, placer y
dolor. Según la concepción hermética, el
universo es un gigantesco individuo dotado de un alma invisible que siente y
conoce, el alma del mundo, y de un
cuerpo visible, dotado –como el humano– de distintos órganos y aparatos. El universo es un macroantropos.
Por lo tanto, la clave para
acceder a la comprensión del mundo natural está en el hombre. El hombre es el
código, el paradigma del universo, ya que, como microcosmos, presenta las
mismas características fundamentales. La estructuralidad, la armonía del cuerpo
humano, el hecho de que todas sus partes se interrelacionan y desarrollan
funciones complementarias, se reflejan en la solidaridad y la unidad del
universo. Los distintos planos del ser
en los que el universo se articula –los minerales, las plantas, los animales,
los seres humanos, las inteligencias superiores– no están separados ni se
ignoran recíprocamente: están unidos por hilos sutiles, por misteriosas
correspondencias. Cierta estrella
lejana, cierta piedra, cierta planta, a pesar de la diversidad y de la
distancia que las separa, están ligadas entre sí por una relación aún más
profunda y esencial que la que existe con otras estrellas, piedras o plantas de
distinto tipo. Cada una, en su plano, es la manifestación de una forma ideal;
cada una es el signo de un aspecto esencial de la naturaleza.
El hombre, precisamente
porque comprende en sí todos los planos del ser, por su naturaleza proteiforme
–una maravillosa síntesis del resto de la naturaleza– es capaz de seguir los
hilos misteriosos que se extienden de un extremo al otro del Universo, de
descubrir los influjos secretos que unen a seres aparentemente distintos y
lejanos. Él puede leer en la naturaleza
los signos que la mano de Dios ha escrito, como si fueran las letras del libro
sagrado de la creación.
Pero además, si el alma y el
intelecto actúan intencionalmente sobre el cuerpo humano, ¿por qué no deberían
actuar también sobre el cuerpo del mundo, del cual el humano es una
extensión? Si la Luna hace crecer las aguas,
si el imán atrae al hierro, si los ácidos atacan a los metales, ¿por qué el
hombre, que es todas estas cosas juntas, no puede ejercer una acción sobre cada
aspecto de la naturaleza? Él puede
conocer los odios y amores, las atracciones y repulsiones que acercan o separan
a los elementos. Pero mientras estas
fuerzas obran de manera inconsciente, el hombre puede usarlas y dominarlas
concientemente.
Así, el humanismo del
Renacimiento concibe la relación entre el hombre –en este caso el hombre
superior, el sabio– y la naturaleza, fundamentalmente como una relación de tipo
animista, mágico. El sabio es un mago
que, utilizando sus facultades intelectuales y anímicas, somete a las fuerzas
de la naturaleza o coopera con ellas. Su
arte puede acelerar, detener o transformar los procesos naturales cuyos
secretos conoce. La astrología, la
alquimia, la “magia natural” son las “ciencias” características de la época.
Es cierto que la astrología
conlleva un fuerte elemento de determinismo y de fatalismo, y por esto fue
ásperamente combatida por Pico que, en cambio, era favorable a la magia. Si el destino de los hombres, de los países,
de las civilizaciones es dictado por los movimientos de los astros, que a
través de sutiles vías llegan a determinar sus comportamientos, no hay lugar
para la libertad en la gran máquina del Universo. Pero hasta las concepciones
astrológicas del humanismo se conforman al espíritu de la época, poniendo en
primer plano al hombre y su libertad.
Así, el conocimiento de los influjos astrales es entendido como el
comienzo de un proceso de liberación de la esclavitud que éstos imponen y, en
un plano cósmico, aporta las pruebas de la solidaridad que une entre sí todas
las partes del Universo.
La ciencia de los astros y
de las leyes de la naturaleza implica el uso de las matemáticas. Pero este uso es bien diferente del que le
dará la ciencia moderna. Fiel a la
concepción pitagórica y platónica, el humanismo renacentista no concibe a los
números y las figuras geométricas como simples instrumentos para el cálculo o
la medición. Los considera entes en sí,
expresiones de la verdad más profunda, símbolos de la racionalidad del
Universo, comprensibles sólo a través de la facultad más característica del
hombre: el intelecto. Así, el humanista
Luca Pacioli, que redescrubre la divina proporción o sección áurea, considera a
la matemática –tal como lo hicieran Pitágoras y Platón– fundamento de todo lo
existente. Se trata, por lo tanto, de
una matemática mística y no de una ciencia que encuentra su legitimación en
medir, proyectar o construir.
Por cierto, estos aspectos
son también de fundamental importancia durante el Renacimiento. El hombre de
esta época es eminentemente activo: intenta, prueba, experimenta, construye,
impulsado por una ansiedad de búsqueda que lo lleva a poner en discusión y
someter a verificación las certezas consagradas por la tradición secular. Este espíritu de libertad, de apertura,
constituye la condición para la revolución copernicana y todos los grandes
descubrimientos de la época. Pero en la
base del trabajo técnico, del arte, subyace siempre la idea de un mundo natural
que no se contrapone al hombre, sino que es su prolongación. Y es por esta razón que la actitud hacia las
matemáticas y la técnica de Alberti, Piero della Francesca y Leonardo, que
hicieron vastísimo uso de ellas, es sustancialmente diferente a la del técnico
y del científico moderno. La
diferenciación entre alquimia y química, astrología y astronomía, magia natural
y ciencia se desconoce en esta época y vendrá mucho más tarde. Aun Newton, en pleno siglo XVIII, escribe un
tratado de alquimia... y los ejemplos de
este tipo se podrían multiplicar.
Para el humanismo del
Renacimiento existe en la naturaleza un orden matemático que puede ser
descubierto y reproducido. Este orden es
divino y reconstruirlo a través del arte significa “acercarse a Dios,
haciéndose como Dios, creador de cosas bellas
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