lunes, 3 de diciembre de 2012


HISTORIA DEL HUMANISMO
.El retorno a los antiguos y el ideal de“humanitas”
El humanismo[1] renacentista se desarrolla en un arco de tiempo que aproximadamente se extiende desde la segunda mitad del siglo XIV hasta finales del siglo XVI.  Para Italia, y en general para Europa, éste es un período de extraordinaria aceleración histórica en el que los acontecimientos se suceden a ritmo vertiginoso, produciendo radicales transformaciones políticas y espirituales.
Un tema de interminable discusión entre los historiadores es si el humanismo constitutuye una ruptura neta con respecto a la época medieval o si es la culminación de un proceso de maduración de temáticas filosóficas, religiosas, sociales, económicas, etc. que ya habían surgido en el Medioevo tardío.  Indudablemente existen excelentes argumentos para sostener ambas interpretaciones, pero –más allá de la posición que se elija– ninguna reconstrucción histórica puede prescindir de la imagen que los protagonistas de aquella época tenían del propio tiempo y del significado que atribuían a sus obras.  Este punto no da lugar a ambigüedades ya que la evaluación es unánime.  En efecto, todas las grandes figuras humanistas perciben que el tiempo que les ha tocado vivir es especial: un tiempo en el que la humanidad, luego del largo sueño de barbarie del Medioevo, retorna a sus orígenes, pasa a través de un “renacimiento” entendido según la tradición mística, es decir, un “segundo nacimiento”, una renovación total que le permite recobrar la fuerza, el ímpetu que sólo es posible encontrar en el principio.  Por lo tanto, para la cultura del humanismo no se trata simplemente de desarrollar y completar las realizaciones de la época precedente, sino de construir un mundo y una humanidad completamente renovados, y esto –de acuerdo a la imagen del “renacer”– es posible sólo gracias a la muerte, a la desaparición del mundo y del hombre medievales.
Para la Edad Media cristiana, la tierra es el lugar de la culpa y el sufrimiento; un valle de lágrimas en el que la humanidad ha sido arrojada por el pecado de Adán y del que sólo es deseable huir.  El hombre en sí no es nada y nada puede hacer por sí solo: sus deseos mundanos son solamente locura y soberbia; su obras, no más que polvo. El hombre puede aspirar sólo al perdón de un Dios infinitamente lejano en su perfección y trascendencia, que concede su gracia según designios inescrutables.
La concepción de la historia y la imagen del universo reflejan esta visión teológica.  La historia no es la memoria de hombres, pueblos, civilizaciones, sino el camino de expiación que lleva del pecado original a la redención.  En el límite extremo del futuro luego de los terribles prodigios de la Apocalipsis, vendrá el juicio tremendo de Dios. La Tierra, inmóvil y al centro del universo según la concepción tolomeica, está circundada por las esferas de los cielos planetarios y de las estrellas fijas que giran animadas por potencias angélicas.  El cielo supremo, el empíreo, es la sede de Dios, motor inmóvil que todo lo mueve. 
A su vez, la organización social coincide con esta visión cosmológica cerrada y jerárquica: los nobles y las clases subalternas de los burgueses y los siervos se encuentran rígidamente separadas y se perpetúan por vía hereditaria. En el vértice del poder están los dos guías del pueblo cristiano: el Papa y el Emperador, a veces aliados, pero a menudo enfrentados en duras luchas por la preeminencia jerárquica.  La organización económica sigue el mismo esquema general.  En el Medioevo, al menos hasta el siglo XI, también la economía es un sistema cerrado, basado en el consumo del producto en el lugar de producción.
La cultura del humanismo rechaza totalmente la visión medieval y, en su esfuerzo por construir una humanidad y un mundo completamente renovados,  toma como modelo a la civilización clásica greco-romana.  Así, el retorno al principio, el “renacimiento”, es un retorno  a los antiguos, un rescatar la experiencia de una civilización a la que se le atribuyen esas potencialidades originarias de la humanidad que el Medioevo cristiano había destruido u olvidado.
Al principio, el humanismo se manifiesta sobre todo como un fenómeno literario que apunta al redescubrimiento de la cultura clásica.  Con Petrarca comienza la búsqueda de manuscritos antiguos olvidados en las bibliotecas de los conventos.  Un siglo después de Petrarca, se llega a conocer del mundo latino al menos diez veces más de lo que se había conocido en un milenio.  La llegada a Italia de numerosos doctores bizantinos –primero en ocasión del Concilio de Florencia (1439) que debía sancionar la reunificación de las iglesias ortodoxa y romana, y luego con la caída de Constantinopla (1453)– renueva en Occidente el conocimiento del griego.
La literatura greco-latina, que de esta manera vuelve a la luz, se refiere a la vida terrena. Es una literatura que habla de los hombres de este mundo, radicalmente diversa a la literatura cristiana de los libros sagrados, de los padres de la Iglesia, de los doctores medievales, donde Dios y la vida ultraterrena constituyen el centro de todo interés.  Es precisamente la contraposición de las humanae litterae a las divinae litterae lo que inicia la renovación cultural operada por el humanismo.

Sin embargo, los códices antiguos no habrían servido de mucho si la sociedad europea no hubiese sido capaz de mirar con nuevos ojos y con renovada curiosidad los vestigios del mundo antiguo.  De hecho, en los humanistas se encuentra inmediatamente una actitud nueva en relación a las obras literarias descubiertas.

Antes que nada, está el amor por el texto, que se trata de reconstruir en su originalidad para liberarlo de las interpolaciones y deformaciones que generaciones de clérigos habían insertado con la intención de adaptarlo a la visión cristiana.  El gran descubrimiento asociado a esta actitud (y que va de la mano de la introducción de la perspectiva óptica en la pintura) es la perspectiva histórica; el texto antiguo fielmente reconstruido permite percibir con extrema claridad la imposibilidad de conciliar al mundo greco-romano con el mundo cristiano.  Por consiguiente, la conciencia de la diferencia entre pasado y presente se transforma, en el humanista, en conciencia del fluir de la historia que la visión medieval había anulado.

Por otra parte, los textos antiguos redescubiertos muestran una variedad extraordinaria de figuras de fuerte personalidad, orientadas a la acción, que no huyen ni desprecian el mundo, sino que viven en la sociedad humana y allí luchan por construir su propio destino.  Estos individuos se convierten en los modelos a seguir, porque su modo de vida parece ser el más adecuado para responder a las exigencias y aspiraciones de una sociedad en rápido desarrollo, que siente profundamente la necesidad de elaborar nuevas formas de organización de la vida civil y nuevos instrumentos para dominar a la naturaleza.

Pero la cultura del humanismo no se reduce a una imitación artificial de los modelos del pasado. Por el contrario, su vitalidad consiste en la conciencia de que el regreso a los grandes ejemplos de la antigüedad sería totalmente vano si no diera lugar a una nueva orientación en la vida moral, artística, religiosa, política, etc.  Para la cultura del humanismo, imitar a los antiguos significa sobre todo educar a los hombres nuevos como lo hacían los antiguos, cultivando las “virtudes” que ellos habían demostrado poseer en sumo grado y que habían expresado en la vida civil.  Sólo con hombres así formados habría sido posible renovar verdaderamente la sociedad humana.

De este modo, el humanismo renacentista hace suyo aquel ideal, a un tiempo educacional y político, que figuras como Cicerón y Varrón habían propugnado en Roma en la época de la República: el ideal de la humanitas, palabra con que se tradujo al latín el término griego paideia, es decir, educación. En una confluencia rica de significados, humanitas llega a indicar el desarrollo, por medio de la educación, de esas cualidades que hacen del hombre un ser verdaderamente humano, que lo rescatan de la condición natural y lo diferencian del bárbaro.  Con el concepto de humanitas se quiso denotar una operación cultural: la construcción del hombre civil que vive y opera en la sociedad humana.

El instrumento al que recurrió este “primer humanismo” occidental fue la cultura griega, a la que el mundo romano del siglo I A.C. se abrió velozmente y  encontró sistematizada en los ciclos de estudio de las escuelas filosóficas del período helénico tardío.  Estas escuelas tenían una orientación ecléctica, habiéndose ya extinguido la fase creativa del pensamiento griego.  De todas maneras, a través de ellas llegaban al mundo romano las temáticas, los métodos de investigación y el lenguaje desarrollados por los grandes sistemas filosóficos de la tradición helénica.  Es en instituciones de este tipo que, gracias al ejemplo de personajes relevantes como Cicerón, comenzó a formarse la nueva clase intelectual y política romana, asimilando un saber filosófico y una cultura poética y artística que la propia tradición había desatendido casi completamente.  Fue precisamente del encuentro con los grandes modelos griegos que extrajo su linfa vital el espléndido florecimiento de la literatura latina en los dos siglos separados por el nacimiento de Cristo.

Luego, después de casi mil años de cultura cristiana,  reaparece en Occidente el ideal de humanitas, la confianza en el inmenso poder formador que la filosofía, la poesía y las artes ejercen sobre la personalidad humana, que fue característica de Grecia primero y de Roma más tarde, y en la que se identifica la esencia misma del humanismo renacentista.  Ahora el instrumento educativo está dado por los grandes clásicos de la literatura latina, y en segundo lugar –dado el limitado conocimiento del idioma– por los clásicos griegos.  En ellos se basan los studia humanitatis.  De aquí el nombre de humanistas atribuido a aquéllos que se dedican a estos estudios que,  a principios del siglo XV en Italia, comprendían: gramática, retórica, poesía, historia y filosofía moral.

Sin embargo, es necesario tener siempre presente que para el humanismo del Renacimiento estas disciplinas no conforman un simple curso de estudios que transmiten un conjunto de nociones o fórmulas.  Por el contrario, los studia humanitatis constituyen fundamentalmente un vehículo para la educación de la personalidad, para el desarrollo de la libertad y la creatividad humanas, y de todas esas cualidades que sirven para vivir felizmente y con honor en la sociedad de los hombres.  En este sentido, los humanistas no son solamente literatos o eruditos, sino los protagonistas de un grandioso proyecto de transformación moral, cultural y política, un proyecto cuyo lema es Iuvat vivere (vivir es hermoso) que testimonia el optimismo, el sentimiento de libertad y el renovado amor por la vida que caracterizan a la época.


2. La nueva imagen del hombre


Toda la literatura del humanismo se concentra en exaltar al hombre y reafirmar su dignidad en oposición a la desvalorización operada por el Medioevo cristiano.  No obstante la diversidad de los temas, todos apuntan a un objetivo común: recobrar la fe en la creatividad del hombre, en su capacidad de transformar el mundo y construir su propio destino.

El ataque contra la concepción medieval es decidido y continuo. Una de las primeras personalidades del Humanismo, Gianozzo Manetti, critica en su libro De dignitate et excellentia hominis (La dignidad y la excelencia del hombre) precisamente una de las obras más representativas de la mentalidad medieval, el De miseria humanae vitae (La miseria de la vida humana), escrito por aquel diácono Lotario di Segni que más tarde, con el nombre de Inocencio III, sería uno de los papas más potentes de la Edad Media.  A la miseria y degradación de la naturaleza del hombre, fácil presa de vicios y pecados, a la debilidad de su cuerpo, Manettii contrapone una exaltación del hombre en su totalidad de ser físico y espiritual. Pone de relieve la proporción, la armonía del organismo del hombre, la superioridad de su ingenio, la belleza de sus obras, la audacia de sus empresas.  Los grandes viajes, la conquista del mar, las maravillas de las obras de arte, de la ciencia, de la literatura, del derecho, constituyen el mundo del espíritu humano.  El reino que el hombre ha construido para sí mismo gracias a su ingenio.  El hombre, además, no está sobre la Tierra como un simple habitante, criatura entre las criaturas: su posición es especial en cuanto Dios lo ha creado  con la frente en alto para que contemplase el cielo y fuese así espectador de las realidades supremas.  En el centro del pensamiento de Manetti está la libertad humana que, además de ser un don de Dios, es una continua conquista por la que el hombre lucha cotidianamente con su trabajo, llevando belleza y perfección a las obras de la creación.  Por consiguiente el hombre no es un ser inerme y despreciable, sino el libre colaborador de la divinidad misma.[2]

Otra gran figura humanista, Lorenzo Valla, ataca en su diálogo De voluptate (El placer) uno de los aspectos centrales de la ética medieval: el rechazo del cuerpo y el placer.  Remitiéndose a la concepción epicúrea, nuevamente conocida gracias al redescubrimiento de Lucrecio, Valla arremete en dura polémica contra toda moral ascética, ya sea estoica o cristiana, que lleve al hombre a humillar su cuerpo y a rechazar el placer. Para Valla toda acción humana –aun aquella que parece dictada por otros móviles– está motivada por fines hedonistas. Aún el aspirar a una vida después de la muerte se encuadra en este sentido. ¿Qué puede ser, en efecto, más hedonista que una vida celeste que las Sagradas Escrituras designan con la expresión paradisus voluptatis (paraíso del placer)?  En el hombre no puede haber una oposición entre cuerpo y espíritu, como no puede existir una parte buena y otra condenada a priori.  El placer, lejos de ser un pecado es más bien un don divino (divina voluptas).  En el placer, la naturaleza se expresa con toda su fuerza y de la manera que le es más propia.  Invirtiendo los términos del problema, Valla llega a afirmar que peca verdaderamente quien humilla y reprime la naturaleza que palpita en nosotros, rehusando el amor físico y la belleza.  Por lo tanto, el himno a la felicidad de Valla que exalta al hombre todo, no sólo supera el antiguo dualismo entre carne y espíritu, sino también el pesimismo de los antiguos epicúreos.[3]

León Battista Alberti –que fue filósofo, matemático, músico, arquitecto– es una de esas extraordinarias personalidades universales que la época del Renacimiento prodigó al mundo.  El centro de sus reflexiones es uno de los más típicos temas humanistas: que la acción humana es capaz de vencer hasta al Destino.  En el Prólogo a los libros Della famiglia (La familia)[4], Alberti niega todo valor a la vida ascética, rechaza toda visión pesimista del hombre y otorga a la acción humana la más alta dignidad.  El verdadero valor del hombre reside en el trabajo, que permite la prosperidad de la familia y la ciudad.  Alberti invierte la ética medieval de la pobreza y la renuncia, afirmando que el florecer de las riquezas no sólo no va contra los principios religiosos, sino que es una clara demostración del favor divino.  Además, la “virtud”, entendida como fuerte capacidad de querer y obrar, como humana laboriosidad (también en los campos sociales y políticos), es superior al Destino mismo.  Para Alberti, el hombre es causa de sus bienes y de sus males: solamente los estúpidos reprochan al Destino el origen de sus desgracias.  El Destino o “Fortuna” es incapaz de condicionar totalmente la acción humana cuando ésta es virtuosa.  Y si en algunos casos la “Fortuna” parece superar a la virtud, esta derrota es sólo temporánea y puede tener una función educadora y creativa.  Por consiguiente, en la concepción de Alberti no hay lugar para el retiro del mundo ni para la sumisión del hombre al Destino; al contrario, la verdadera dignidad humana se manifiesta en la acción transformadora de la naturaleza y de la sociedad.  El interés de Alberti, arquitecto innovador y teórico de la Arquitectura, se dirige también a la construcción de la ciudad ideal (otro constante tema humanista), en donde “la naturaleza se somete a las intenciones del arte”.  La ciudad ideal, hecha por el hombre y para el hombre según armónicas estructuras geométricas, es el lugar de la acción humana y también el lugar donde, a través del ejercicio de las virtudes sociales, es posible la verdadera glorificación de Dios.

Así es como ya en los primeros humanistas aparecen claros los grandes motivos de la exaltación del hombre y de sus capacidades creadoras, y la ruptura de la concepción medieval.  Pero a fines del siglo XV, con el redescubrimiento de la filosofía platónica y de las doctrinas herméticas, la imagen del hombre se proyecta a una dimensión religiosa y adquiere valor cósmico.

Protagonista del movimiento neoplatónico y exponente central de la Academia florentina, fue Marsilio Ficino.  Bajo la protección de Cósimo de Médicis, padre de Lorenzo, Ficino tradujo al latín todas las obras de Platón, de Plotino y varios textos de los neo-platónicos antiguos.  Pero la obra que tuvo mayor importancia en la construcción del pensamiento filosófico del Renacimiento (y una gran resonancia en aquel tiempo) fue la traducción del Cuerpo Hermético, o sea el conjunto de obras que contiene la enseñanza de Hermes Trismegisto (el tres veces grande).  Los manuscritos de estos textos llegaron a Occidente por interés de Cósimo quien disponía de agentes que buscaban y compraban los antiguos códices en el Imperio Bizantino.

Se puede comprender la importancia excepcional atribuida por el mundo humanista a las obras herméticas si se considera que Cósimo ordenó a Ficino dejar a un lado la traducción de Platón para dedicarse a éstas.  Por lo tanto, la sabiduría de Trismegisto era considerada superior aún a la del “divino” Platón.  La figura de Trismegisto adquirió tal popularidad que fue representada junto a Moisés en el gran mosaico que se encuentra en el ingreso a la Catedral de Siena. 

Los textos herméticos, que contienen enseñanzas filosóficas, prácticas mágicas y alquímicas, según la crítica moderna fueron escritos probablemente entre el siglo II A.C. y el siglo III D.C. y son expresión de ambientes sincréticos greco-egipcios.  Sin embargo, no es posible descartar que transmitan enseñanzas mucho más antiguas.[5]  Ficino y sus contemporáneos atribuyeron a estas obras una gran antigüedad y creyeron redescubrir en ellas la religión egipcia, o lo que es más, la religión originaria de la humanidad, que habría pasado luego a Moisés y a las grandes figuras del mundo pagano y cristiano: Zaratustra, Orfeo, Pitágoras, Platón y Agustín.  Ficino llegó a creer que existió siempre, en todos los pueblos, una forma de religión natural que habría asumido aspectos diversos en las distintas épocas y en los diversos pueblos.[6]   Esta concepción resolvía el problema, tan sentido en aquellos tiempos, de la conciliación entre diferentes religiones (especialmente el Cristianismo y el Islam), y la cuestión de la Providencia divina para los pueblos que, por razones históricas y geográficas, no habían podido conocer el mensaje cristiano.  De esta manera el Cristianismo era redimensionado a una religión histórica, a una manifestación de la religión primitiva de la humanidad.  Aún más, la verdadera raíz del Cristianismo debía ser buscada en aquella religión originaria y no en las formas barbáricas de la Iglesia medieval.

Ficino es una figura filosófica compleja, preocupada sobre todo por conciliar la dignidad y la libertad del hombre, exaltadas por el primer Humanismo, con el problema religioso que aquel no había afrontado adecuadamente.  Aun siendo el más decidido propagador del platonismo, no rechazó el cristianismo y hasta tomó las órdenes sacerdotales porque para él cristianismo y platonismo coincidían en su más profunda esencia.  Sin embargo, precisamente partiendo del tema religioso, completó la obra de glorificación de la naturaleza humana hecha por los primeros humanistas y elevó al hombre casi al nivel de un dios.

Del neoplatonismo antiguo Ficino retoma la idea de la manifestación de la divinidad, el Uno, en todos los planos del ser, por un proceso de “emanación”.  No hay, por tanto, un abismo entre el hombre y la naturaleza por un lado y Dios por el otro, sino un pasaje ininterrumpido que va de Dios al ángel, al hombre, a los animales, a las plantas, a los minerales.  El hombre está al centro de esta escala de seres y es el vínculo entre lo que es eterno y lo que está en el tiempo.  El alma humana, punto medio y espejo de todas las cosas, puede contener en sí todo el universo.

Así es cómo se expresa Ficino:  «¿No se esfuerza el alma para transformarse en todas las cosas, así como el hombre es todas las cosas?  ¡Se esfuerza en manera maravillosa!  Vive la vida de las plantas en su propia función vegetativa, la vida de los animales en la actividad sensible, la vida del hombre cuando con la razón trata las cuestiones humanas, la vida de los héroes investigando las cosas naturales, la vida de los ‘demonios’ en las especulaciones matemáticas, la vida de los ángeles en el indagar los misterios divinos, la vida de Dios haciendo por gracia divina todas estas cosas.  Cada alma humana hace, de algún modo, todas estas variadas experiencias, pero cada una según su forma. Y el género humano en su conjunto tiende a transformarse en el todo, porque vive la vida del todo.  Por esto tenía razón el  Trismegisto en llamar al hombre un gran milagro».[7]

Es esta misma máxima, atribuida a Trismegisto, la que una de las figuras más singulares del Humanismo, Giovanni Pico della Mirándola, cita al comienzo de su oración sobre la Dignidad del hombre.  Se trata de un texto que, por las intenciones propagandísticas con que fue escrito, puede ser considerado un verdadero “manifiesto del humanismo”.  Pico, que pertenecía a una rica familia principesca, había mostrado un precoz ingenio y una extraordinaria curiosidad intelectual.  Conocía el griego, el árabe, el hebreo, el arameo; había estudiado a los grandes filósofos musulmanos y hebreos; la Cábala lo había fascinado.  Con poco más de 20 años había tratado de recopilar y sintetizar toda la sabiduría de su tiempo en 900 tesis que, según su intención, debían ser discutidas públicamente en Roma por los más grandes doctos de la época, convocados a su cargo desde todos los rincones del mundo.  Pero este extraordinario programa, que superaba los confines de las religiones y las culturas, y que apuntaba a la paz y  la conciliación, fue inmediatamente congelado por la oposición eclesiástica.  Algunas tesis fueron declaradas heréticas, el gran debate fue prohibido, Pico huyó a París donde fue arrestado por orden del Papa.  Logró salvarse sólo gracias a la simpatía de la que gozaba en el ambiente intelectual y en la corte de Francia.  Poco después, Pico se refugió en Florencia donde, bajo la protección de Lorenzo el Magnífico, pasó el resto de su breve vida.

La oración sobre la Dignidad del hombre había sido pensada como introducción al evento romano: se tendría que haber leído antes de comenzar los trabajos, a fin de dar dirección a la discusión y delimitar su horizonte.  Al inicio de la oración Pico presenta su concepción del ser humano, y lo hace con un artificio retórico de gran efecto: Dios explica cómo ha creado al ser humano. He aquí el texto: «No te he dado un rostro, ni un lugar propio, ni don alguno que te sea peculiar, Oh Adán, para que tu rostro, tu lugar y tus dones tú los quieras, los conquistes y los poseas por ti mismo. La naturaleza encierra a otras especies en leyes por mí establecidas. Pero tú, que no estás sometido a ningún límite, con tu propio arbitrio, al que te he confiado, te defines a tí mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para que puedas contemplar mejor lo que éste contiene. No te creado ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que por tí mismo, libremente, a guisa de buen pintor o hábil escultor, plasmes tu propia imagen. Podrás degenerar en cosas inferiores, como  son las bestias; podrás, según tu voluntad, regenerarte en cosas superiores, que son divinas».[8]

Así, para Pico el ser humano no tiene una “naturaleza” rígidamente determinada que condicione sus actividades, como ocurre con los demás seres naturales.  El hombre es fundamentalmente ausencia de condiciones, libertad, elección. El hombre puede ser todo: por libre elección puede colocarse en cualquier nivel del ser, puede degradarse hasta vivir como los animales o elevarse a un estado en el que participa de la vida divina. Es, por lo tanto, un puro existir que se construye a sí mismo a través de lo que elige.

Es difícil subestimar la importancia de una tal concepción de ser humano y la influencia que ésta ha ejercido directa o indirectamente hasta nuestros días, como aparecerá claramente en este ensayo. Esta concepción rompe con todo determinismo y coloca a la esencia humana en la dimensión de la libertad.

En la obra del humanista francés Charles Bouillé, De sapiente (el sabio) la glorificación del hombre alcanza quizás su máxima expresión.  Bouillé, formado en el pensamiento de Ficino y Pico, afirma –siguiendo a sus maestros– que el hombre no posee una naturaleza determinada, sino que resume en sí todos los distintos grados del ser: existe como la materia inanimada, vive como las plantas, siente como los animales, y además razona y reflexiona.  Gracias a esta capacidad el hombre se asemeja a la Naturaleza creadora. Pero no cualquier hombre es capaz de alcanzar este nivel, sólo el sabio puede hacerlo a través una paciente obra de autoconstrucción, gracias a su virtud y su arte.  Aquí aparece con toda claridad el ideal de hombre que la cultura del humanismo ha siempre anhelado: el hombre superior, que supera a la “naturaleza” de los hombres comunes, que se construye, eligiendo y luchando, una segunda “naturaleza”, más alta, más cercana a la naturaleza de lo divino.[9]  En el ser humano existe esta posibilidad, como así también existe la posibilidad de detenerse en un grado inferior del ser.

Bouillé retoma y trasciende la equivalencia microcosmos-macrocosmos típica del hermetismo. El cosmos es todo pero no es conciente de lo que es;  el hombre es casi nada, pero pueder saber todo. Entre el hombre y el mundo descansa la misma relación que existe entre el alma y el cuerpo.  El hombre es el alma del mundo y el mundo es el cuerpo del hombre.  Pero la conciencia de sí, que el hombre confiere al mundo, humanizándolo en cierta medida, coloca al hombre por encima del mundo.[10]  Esta concepción, por el valor supremo que atribuye al hombre, bien puede ser considerada como “digno epígrafe de la filosofía del humanismo”.[11]


3. La nueva imagen del mundo


Todas las corrientes filosóficas del Renacimiento están saturadas de “naturalismo”, pero en este caso el término asume un connotación especial, que nada comparte –es más, que es incompatible– con la concepción moderna.

El mundo natural no es –como en la visión científica actual– pura materia inanimada sujeta a leyes mecánicas y ciegas, sino un organismo viviente dotado de energías en todo semejantes a las del hombre.  Infinitas corrientes de pensamiento y de sensaciones lo atraviesan, uniéndose a veces, y a veces oponiéndose entre sí.  Al igual que el hombre, posee sensación e intelecto, siente simpatías y antipatías, placer y dolor.  Según la concepción hermética, el universo es un gigantesco individuo dotado de un alma invisible que siente y conoce, el alma del mundo,  y de un cuerpo visible, dotado –como el humano– de distintos órganos y aparatos.  El universo es un macroantropos.

Por lo tanto, la clave para acceder a la comprensión del mundo natural está en el hombre. El hombre es el código, el paradigma del universo, ya que, como microcosmos, presenta las mismas características fundamentales. La estructuralidad, la armonía del cuerpo humano, el hecho de que todas sus partes se interrelacionan y desarrollan funciones complementarias, se reflejan en la solidaridad y la unidad del universo.  Los distintos planos del ser en los que el universo se articula –los minerales, las plantas, los animales, los seres humanos, las inteligencias superiores– no están separados ni se ignoran recíprocamente: están unidos por hilos sutiles, por misteriosas correspondencias.  Cierta estrella lejana, cierta piedra, cierta planta, a pesar de la diversidad y de la distancia que las separa, están ligadas entre sí por una relación aún más profunda y esencial que la que existe con otras estrellas, piedras o plantas de distinto tipo. Cada una, en su plano, es la manifestación de una forma ideal; cada una es el signo de un aspecto esencial de la naturaleza.

El hombre, precisamente porque comprende en sí todos los planos del ser, por su naturaleza proteiforme –una maravillosa síntesis del resto de la naturaleza– es capaz de seguir los hilos misteriosos que se extienden de un extremo al otro del Universo, de descubrir los influjos secretos que unen a seres aparentemente distintos y lejanos.  Él puede leer en la naturaleza los signos que la mano de Dios ha escrito, como si fueran las letras del libro sagrado de la creación.

Pero además, si el alma y el intelecto actúan intencionalmente sobre el cuerpo humano, ¿por qué no deberían actuar también sobre el cuerpo del mundo, del cual el humano es una extensión?  Si la Luna hace crecer las aguas, si el imán atrae al hierro, si los ácidos atacan a los metales, ¿por qué el hombre, que es todas estas cosas juntas, no puede ejercer una acción sobre cada aspecto de la naturaleza?  Él puede conocer los odios y amores, las atracciones y repulsiones que acercan o separan a los elementos.  Pero mientras estas fuerzas obran de manera inconsciente, el hombre puede usarlas y dominarlas concientemente. 

Así, el humanismo del Renacimiento concibe la relación entre el hombre –en este caso el hombre superior, el sabio– y la naturaleza, fundamentalmente como una relación de tipo animista, mágico.  El sabio es un mago que, utilizando sus facultades intelectuales y anímicas, somete a las fuerzas de la naturaleza o coopera con ellas.  Su arte puede acelerar, detener o transformar los procesos naturales cuyos secretos conoce.  La astrología, la alquimia, la “magia natural” son las “ciencias” características de la época.

Es cierto que la astrología conlleva un fuerte elemento de determinismo y de fatalismo, y por esto fue ásperamente combatida por Pico que, en cambio, era favorable a la magia.  Si el destino de los hombres, de los países, de las civilizaciones es dictado por los movimientos de los astros, que a través de sutiles vías llegan a determinar sus comportamientos, no hay lugar para la libertad en la gran máquina del Universo. Pero hasta las concepciones astrológicas del humanismo se conforman al espíritu de la época, poniendo en primer plano al hombre y su libertad.  Así, el conocimiento de los influjos astrales es entendido como el comienzo de un proceso de liberación de la esclavitud que éstos imponen y, en un plano cósmico, aporta las pruebas de la solidaridad que une entre sí todas las partes del Universo. 

La ciencia de los astros y de las leyes de la naturaleza implica el uso de las matemáticas.  Pero este uso es bien diferente del que le dará la ciencia moderna.  Fiel a la concepción pitagórica y platónica, el humanismo renacentista no concibe a los números y las figuras geométricas como simples instrumentos para el cálculo o la medición.  Los considera entes en sí, expresiones de la verdad más profunda, símbolos de la racionalidad del Universo, comprensibles sólo a través de la facultad más característica del hombre: el intelecto.  Así, el humanista Luca Pacioli, que redescrubre la divina proporción o sección áurea, considera a la matemática –tal como lo hicieran Pitágoras y Platón– fundamento de todo lo existente.  Se trata, por lo tanto, de una matemática mística y no de una ciencia que encuentra su legitimación en medir, proyectar o construir.

Por cierto, estos aspectos son también de fundamental importancia durante el Renacimiento. El hombre de esta época es eminentemente activo: intenta, prueba, experimenta, construye, impulsado por una ansiedad de búsqueda que lo lleva a poner en discusión y someter a verificación las certezas consagradas por la tradición secular.  Este espíritu de libertad, de apertura, constituye la condición para la revolución copernicana y todos los grandes descubrimientos de la época.  Pero en la base del trabajo técnico, del arte, subyace siempre la idea de un mundo natural que no se contrapone al hombre, sino que es su prolongación.  Y es por esta razón que la actitud hacia las matemáticas y la técnica de Alberti, Piero della Francesca y Leonardo, que hicieron vastísimo uso de ellas, es sustancialmente diferente a la del técnico y del científico moderno.  La diferenciación entre alquimia y química, astrología y astronomía, magia natural y ciencia se desconoce en esta época y vendrá mucho más tarde.  Aun Newton, en pleno siglo XVIII, escribe un tratado de alquimia...  y los ejemplos de este tipo se podrían multiplicar.

Para el humanismo del Renacimiento existe en la naturaleza un orden matemático que puede ser descubierto y reproducido.  Este orden es divino y reconstruirlo a través del arte significa “acercarse a Dios, haciéndose como Dios, creador de cosas bellas

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