lunes, 3 de diciembre de 2012


HUMANISMO MARXISTA

Después de la Segunda Guerra Mundial, el “modelo” de marxismo que Lenin había instaurado en la Unión Soviética estaba sufriendo una dramática y profunda crisis, mostrando con Stalin el rostro de una despiadada dictadura.  Es en este contexto que se desarrolla una nueva interpretación del pensamiento de Marx –en opocisón y como alternativa a la “oficial” del régimen soviético– que se conoce como “humanismo marxista”. Sus representantes sostienen que el marxismo posee “un rostro humano”, que su problemática central es la liberación del hombre de toda forma de opresión y de alienación y que, consecuentemente, es por esencia un humanismo. Un grupo bastante heterogéneo de filósofos pertenece a esta línea de pensamiento. Los más representativos son: Ernst Bloch en Alemania, Adam Shaff en Polonia, Roger Garaudy en Francia, Rodolfo Mondolfo en Italia, Erich Fromm y Herbert Marcuse en los Estados Unidos.

Y es así entonces que, a partir de los años Cincuenta, con el desafío a nivel de interpretación teórica que el humanismo marxista lanza a la doctrina “ortodoxa” del régimen soviético, se asiste a un áspero enfrentamiento entre dos modos mutuamente excluyentes de entender el pensamiento de Marx. Pero tal situación no representaba una novedad o una anomalía en la historia del marxismo: al contrario, era casi una constante. El pensamiento de Marx ha conocido, durante el arco de su desarrollo y por diversos motivos, una amplia variedad de interpretaciones.[1]

En los años inmediatamente posteriores a la muerte de su fundador (1883), o sea en el tiempo de la Segunda Internacional (1889), el marxismo era interpretado prevalentemente como “materialismo histórico”, al que se entendía como una doctrina “científica” de las sociedades humanas y de sus transformaciones, fundada en hechos económicos y encuadrada en el contexto más amplio de una filosofía de la evolución de la naturaleza desarrollada por Engels. Esta interpretación estaba teñida por el clima cultural de la época, dominado por el evolucionismo darwiniano y, más en general, por el positivismo. En este caso, la “cientificidad” que el marxismo se arrogaba era la de las ciencias empíricas, cuyo método y rigor pretendía extender al campo de la economía, la sociedad y la historia, antes dominados por concepciones “metafísicas”, es decir, irracionales y arbitrarias.

En el siglo XX, la victoria de la revolución proletaria en Rusia y su fracaso en Alemania y en el resto de Europa Occidental impusieron la interpretación del marxismo elaborada primero por Plejanov y Lenin, y más tarde por Stalin. Esta interpretación entiende al marxismo fundamentalmente como “materialismo dialéctico”, es decir como una doctrina filosófica materialista (se podría casi decir una cosmología) en la que la dialéctica  —o sea el procedimiento lógico desarrollado por Hegel— juega un papel central: es, a un tiempo, la ley evolutiva de la materia y el método teórico-práctico que permite la compresión del mundo físico y de la historia, y que indica por lo tanto, cuál es la acción política correcta. Aquí la filosofía de la naturaleza elaborada por Engels —que en la interpretación precedente constituía solamente el marco filosófico para la obra sociológica y filosófica de Marx— deviene central y se superpone al materialismo histórico. También en este caso se entiende al marxismo como una “ciencia”, pero no en el sentido de una disciplina propiamente experiemental: se trata ahora de una ciencia filosófica considerada “superior”, que se basa en la aplicación de las leyes de la dialéctica hegeliana a los fenómenos naturales, y que integra y supera a las ciencias empíricas. Con Stalin, el “materialismo dialéctico” se transforma en la doctrina oficial del partido marxista-leninista soviético y de los partidos comunistas que dependen de él.

Trataremos ahora de analizar las ideas en las que se basan estas dos interpretaciones del marxismo, que son las que han prevalecido históricamente.

El término “materialismo histórico” comienza a aparecer en las últimas obras de Engels quien, sin embargo, prefiere utilizar en general la expresión “concepción materialista de la historia”. Cuando se habla de materialismo histórico se hace referencia al análisis y a la interpretación de las sociedades humanas y de su evolución. La tesis fundamental que este término denota —enunciada por Marx y Engels en diversas obras— es que las producciones comúnmente llamadas “espirituales” (el derecho, el arte, la filosofía, la religión, etc.) están determinadas, en última instancia, por la estructura económica de la sociedad en donde se manifiestan.  El hecho histórico primario consiste, para Marx, en la producción de bienes materiales que permiten la supervivencia de los individuos y de la especie.  Para poder hacer historia, los seres humanos deben antes que nada lograr vivir, es decir, satisfacer sus propias necesidades fundamentales: comer, beber, vestirse, disponer de una vivienda, etc.

Son estas necesidades primarias las que estimulan al ser humano a buscar, en el mundo natural, los objetos y los medios que le permitan satisfacerlas. La relación entre el hombre y la naturaleza —entendida como relación entre la necesidad humana y el objeto natural que la colma— es la base del movimiento de la historia.  Se trata de una relación dinámica, dialéctica, que no desaparece una vez que una necesidad primaria ha sido satisfecha.  De hecho, esta satisfacción y el instrumento adoptado para lograrla inducen nuevas necesidades y llevan a la búsqueda de nuevos medios para satisfacerlas.

La mediación entre estos dos polos opuestos, la necesidad y su satisfacción, —y, por lo tanto, entre hombre y naturaleza— está constituida, para Marx, por el trabajo.  Es por medio del trabajo que el hombre crea los instrumentos con los cuales obtiene de la naturaleza los objetos que le son necesarios.

Toda época histórica se caracteriza por un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas, expresión que define simultaneamente el conjunto de las necesidades y de los medios de producción (técnicas, conocimientos, hombres, etc.) empleados para satisfacerlas. A estas fuerzas se corresponden específicas relaciones de producción, de trabajo, que ligan entre sí a los hombres empeñados en la fabricación de los bienes materiales necesarios para la existencia.

Marx ha llamado modo de producción al conjunto dado por las relaciones de producción y las fuerzas productivas. El modo de producción es el verdadero fundamento de la sociedad, lo que determina su ordenamiento en las distintas articulaciones: jurídica, política, institucional, etc.  Es a partir de esta base material (la estructura) que se desarrollan todos los fenómenos que comúnmente se relacionan con la conciencia o con el espíritu (la superestructura).

He aquí cómo Marx expresa este concepto fundamental en el prefacio de la Crítica de la Economía Política (1859) que contiene una exposición sintética del materialismo histórico: «En la producción social de su existencia los hombres se encuentran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, es decir, en relaciones de producción, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales.  El conjunto de relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social.  El modo de producción de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual.  No es la conciencia la que determina el ser de los hombres sino que, al contrario, es el ser social de los hombres el que determina su conciencia».[2]

En base a estos principios, Marx reconstruye la historia de las sociedades humanas a partir de las comunidades primitivas hasta la sociedad burguesa de su tiempo.  Para Marx la historia está dada por la sucesión de diversos modos de producción a través de los cuales los seres humanos logran disponer de los bienes materiales necesarios para la subsistencia. El pasaje de un modo de producción a otro no sigue un proceso lineal, contínuo, sino que al contrario, se da como ruptura del orden precedente, ruptura detonada por una dialéctica interna. Un modo de producción entra en crisis cuando sus elementos fundamentales —las fuerzas productivas y las relaciones de producción— se vuelven recíprocamente contradictorios.  En ese momento se verifica una transformación revolucionaria y se establece un nuevo modo de producción.  Con éste aparece también una “cultura” y una “conciencia” nuevas que suplantan a las anteriores.  Marx dice al respecto: «A un cierto nivel de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción en vigor, o para utilizar un término jurídico, con las relaciones de propiedad con las que han marchado hasta ese momento.  Luego de haber sido formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se transforman en obstáculos para las fuerzas productivas mismas.  Llega entonces una época de revolución social.  Con la modificación de la base económica, la enorme superestructura se derrumba por completo más o menos rápidamente».[3]

Este es el destino histórico de la sociedad burguesa fundada en el trabajo industrial, la propiedad privada de los medios de producción, la hegemonía del capital.  Pero comparado con los modos de producción precedentes (el medieval, el esclavista del mundo antiguo, etc.), el sistema capitalista presenta características particulares: está obligado a revolucionar continuamente las fuerzas productivas e imprimirles un impulso enorme.  El campo de acción del capitalismo se extiende ya al mundo entero: extrae las materias primas de los lugares más remotos y penetra con sus productos en todos los países, por aislados que éstos sean.  Pero el capitalismo está minado por una contradicción insanable entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción: de hecho, el carácter social de los procesos productivos industriales —cada vez más acentuado— está en patente contraste con la propiedad privada de los medios de producción.

La fuerza que pondrá fin al dominio de la burguesía capitalista es la negación dialéctica, el espejo en negativo de todas las características de la burguesía: el proletariado.  He aquí como Marx se expresa: «En el desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a un estadio en el cual se crean fuerzas productivas (las máquinas) y medios de relación (el dinero) que pueden sólo ser nefastos para la situación existente, que ya no son fuerzas productivas sino destructivas, y —hecho ligado a lo anterior— surge una clase que debe soportar todas las cargas de la sociedad, que se ve forzada a una posición de antagonismo extremo con las demás clases; una clase formada por la mayor parte de los miembros de la sociedad, y de la cual surge la conciencia de la necesidad de una revolución radical: la conciencia comunista...».[4]

Sin embargo, también la desaparición de la burguesía y la victoria del proletariado están determinados por las condiciones materiales de la sociedad y no por un impulso revolucionario puramente voluntario.  Marx se expresa así: «Una conformación social nunca desaparece antes de haber creado todas las fuerzas productivas que es capaz de desarrollar; y las nuevas relaciones de producción, más elevadas, jamás logran reemplazar las precedentes antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan sido generadas en el seno de la antigua sociedad».[5]

De todas maneras, la victoria de la revolución proletaria está asegurada porque se inscribe necesariamente en la dinámica de la evolución histórica: ella instaurará un modo de producción —el comunismo— más avanzado que el capitalismo. Con la abolición de la propiedad privada y la socialización de los medios de producción, el comunismo hará que la relaciones de producción sean conformes al carácter social de las fuerzas productivas. De este modo sanará la contradicción del capitalismo y dará a las fuerzas productivas mismas un nuevo y extraordinario desarrollo.  Para Marx, con la creación de la sociedad comunista termina el proceso histórico, o mejor dicho, concluye la prehistoria de la humanidad y se inicia una fase radicalmente nueva de la existencia social humana.

Estas son, en breve síntesis, las ideas centrales del “materialismo histórico”.  De los textos que hemos citado (que han sido siempre considerados de central importancia para evaluar el pensamiento de Marx) parece emerger una concepción histórica modelada en base a un materialismo radical. No es sorprendente, entonces, que el marxismo haya sido interpretado, desde sus comienzos, con este preciso significado por muchos de sus analistas y seguidores. Y, efectivamente, en esta concepción, no hay nada que supere el rango de las fuerzas productivas, de las que dependen y derivan tanto la organización social como las manifestaciones espirituales del ser humano.

Claro está que una visión tal de la sociedad y de la historia exponía a numerosos problemas.  En particular, la relación entre estructura económica y superestructura era muy poco transparente.  Y no se trataba de un problema simplemente teórico, ya que involucraba directamente algunos aspectos políticos y organizativos fundamentales del movimiento obrero.  Por ejemplo,  ¿cuál era el rol de un aspecto superestructural como la “conciencia comunista” o revolucionaria, cuyo portador  —según Marx— era el proletariado?   Y ¿de qué modo actuaba esta “conciencia” sobre la estructura económica de la sociedad?   En términos prácticos este problema se enunciaba así: ¿cómo y cuándo, en la fase de decadencia del capitalismo, el proletariado (o, mejor dicho, su parte más “conciente”, o sea, el partido comunista) debía hacer uso de la violencia intencionalmente?  En base a los escritos de Marx la respuesta no es clara.  Por una parte Marx confiere al proletariado y a sus organizaciones un rol fundamental en la caída de capitalismo, pero por otra parte, en su teoría, este derrumbe parece ser el resultado de leyes intrínsecas que rigen el desarrollo del capital.  Si se considera el análisis de la evolución del capitalismo así como Marx lo presenta en El Capital, se tiene la impresión de que el proceso que llevará a la caída del régimen burgués está determinado por mecanismos inflexibles, reglas férreas, leyes casi cuantitativas como sucede en las ciencias físicas. En efecto, Marx consideraba que su análisis del capitalismo era “científico”, o sea dotado de la capacidad de previsión de las ciencias exactas.  En este proceso rígidamente determinista, la conciencia comunista parece desempeñar un papel secundario.

Después de la muerte de Marx, la discusión sobre las formas de organización y de acción del proletariaro en vista del “derrumbe inevitable” del capitalismo se exacerbó tanto que Engels mismo se sintió obligado a hacer algunas aclaraciones.  En una famosa carta[6], Engels explicó que la concepción materialista de la historia había sido mal entendida y que había sido un forzamiento el ver un determinismo absoluto y unidireccional de las fuerzas productivas sobre la conciencia y las superestructuras. Ciertamente la estructura economica constituye en última instancia el factor determinante del desarrollo histórico. Pero no es el único factor operante.  Los diversos aspectos de las superestructuras, tales como las formas políticas de la lucha de clases, el ordenamiento jurídico de los Estados, y hasta las creencias filosóficas y religiosas, ejercen su influencia sobre el curso de los advenimientos históricos.  Esta influencia no es decisiva, pero tampoco desdeñable: debe ser tomada en cuenta.

No obstante la aclaración de Engels, la cuestión de la relación entre estructura y superestructura nunca ha dejado de avivar la discusión teórica, fuera y dentro de los partidos marxistas.  Surgió nuevamente, y en forma dramática, poco antes de la primera guerra mundial, cuando la Social Democracia alemana votó por mayoría la declaración de guerra de Alemania.  El proletariado alemán —el más “conciente” y mejor organizado de Europa— tomó partido junto a la burguesía nacional en contra del proletariado de Francia e Inglaterra, que siguieron el mismo camino. Un elemento totalmente superestructural, como la identidad nacional, había prevalecido por sobre el interés “objetivo” de los distintos proletariados europeos que era unirse entre sí para combatir la opresión de las respectivas burguesías nacionales.

Por lo que concierne al término “materialismo dialéctico”, es necesario aclarar que nunca fue utilizado por Marx para designar su concepción filosófica; su uso se hizo común a partir de Lenin y con Stalin —como dijimos anteriormente— llegó a denominar la doctrina oficial del partido marxista-leninista en el poder en la Unión Soviética.

El “materialismo dialéctico” es una construcción teórica elaborada casi exclusivamente por el marxismo ruso en base a las reflexiones sobre el mundo natural que Engels expone en varios escritos, en especial el Antidühring (1878) y La dialéctica de la naturaleza.  Esta última es una obra incompleta y fragmentaria, a la que Engels se dedicó durante varios años en modo discontinuo, y que fué publicada  en la Unión Soviética recién en 1925.

Engels, amigo de Marx durante 40 años y su colaborador en la redacción de varias obras,  era un apasionado de la estrategia militar y demostraba gran interés por las ciencias, lo que lo llevó a relacionarse epistolarmente con numerosos investigadores.  En el campo científico su interés se dirigía a la formulación de una filosofía general de los fenómenos naturales que explicase los grandes descubrimientos de su tiempo (la célula, la conservación de la energía, la evolución de las especies, etc.) y que concomitantemente constituyese un fundamento “objetivo”, o sea “científico”, de la concepción histórica de Marx.

Reconociendo el peligro de la fractura entre saber filosófico y saber científico, Engels criticaba el empirismo y el escaso interés en la filosofía que demostraban los científicos de su época, dedicados a la experimentación en campos limitados y separados entre sí, pero incapaces de justificar filosóficamente sus descubrimientos.  De hecho, el mundo científico del siglo XIX en general seguía considerando la naturaleza como un conjunto de entidades fijas y aislables, que debían ser estudiadas separadamente, y explicaba las transformaciones naturales como interacciones mecánicas entre tales entidades fijas.

Engels consideraba a este mecanicismo ingenuo sólo como una mala filosofía, un residuo de la visión del mundo del Setecientos que impedía la comprensión del continuo devenir de la naturaleza, que Darwin había descrito brillantemente.  Para Engels —gran admirador de Darwin— el mundo natural debía estudiarse como un conjunto de relaciones y de procesos dinámicos, como desarrollo evolutivo de estructuras que se influencian recíprocamente.  Para explicar la dinámica compleja de los fenómenos naturales, Engels recurrió a las leyes de la dialéctica descubiertas por Hegel.

Hegel, revolucionando la lógica tradicional basada, a partir de Aristóteles, en los principios de identidad y no contradicción, había construido una nueva lógica dialéctica cuyo eje central era, precisamente, el principio de contradicción. Para Hegel, el carácter contradictorio de las ideas sobre la realidad no demuestra en modo alguno que éstas sean ilusorias.  Al contrario, la contradicción es una propiedad esencial tanto de la realidad como del pensamiento.

Un concepto aparece en su identidad estática y totalmente separada de su contrario sólo a una conciencia intelectualista y abstracta. La lógica dialéctica muestra  que los opuestos no son mutuamente indiferentes, sino que cada uno es lo que es, gracias a su relación de oposición a su contrario, y cada uno se define por ser, precisamente, lo que el otro no es.  Cualquier concepto entendido como positivo implica su correspondiente negativo, la propia negación determinada: el bien existe sólo en cuanto superación de su contrario, el mal; la vida es tal sólo en relación a lo que constituye su negación, la muerte, etc. Así, una cosa nunca es sólo positividad, sino que contiene en sí la propia negatividad.

La razón misma tiene dos tareas fundamentales: una negativa de disolver, negándolos, los conceptos fijados y aceptados, y una positiva que consiste en reconocer que la oposición entre conceptos opuestos se supera y se resuelve en una unidad superior que contiene a ambos (la síntesis).  Ésta a su vez está en relación con una nueva negación determinada (la antítesis) y así siguiendo.

En su Fenomenología del espíritu, Hegel muestra cómo este proceso dialéctico constituye el camino a través del cual la conciencia humana se eleva gradualmente desde las formas más ingenuas y “naturales” a formas más altas y complejas: autoconciencia, razón y espíritu.  Hegel reconstruye la distintas “figuras” del saber limitado y aparente (de aquí el término fenomenología) por las que pasa la conciencia en su evolución.  Cada “figura” se transforma en su negación, a la que sigue una síntesis, una conciliación entre opuestos, que a su vez constituye el punto de partida para una nueva etapa, para un saber más completo que incluye el precedente.  El proceso concluye cuando se llega al estadio en el que la conciencia, como “saber absoluto”, reconcilia y supera la oposición entre la certeza (su saber) y la verdad, entre razón y realidad.

Engels acepta el esquema evolutivo de Hegel pero invierte el protagonista de la historia: lo que se desarrolla según una dinámica dialéctica no es un principio espiritual sino la materia.  Para Engels, la naturaleza, incluyendo las especies vivientes y el hombre, es materia que encuentra en sí misma el motor del propio dinamismo.  En este sentido, el materialismo dialéctico constituye una suerte de “fenomenología del antiespíritu”.[7]

Esta inversión de la dialéctica hegeliana (o “enderezamiento” como dirá Engels con satisfacción) corresponde puntualmente a la operación de inversión efectuada por Marx a la concepción hegeliana de la sociedad y de la historia.  Pero a diferencia de Marx —cuyas relaciones con la dialéctica hegeliana son ambiguas— Engels adopta concientemente este procedimiento lógico y llega a reconocerle una validez positiva, “científica”.  La leyes de la dialéctica natural son para él las mismas leyes del pensamiento: la dinámica del conocimiento es “espejo”, reflejo de la dinámica de la realidad.  Con esta síntesis entre idealismo y materialismo, entre Hegel y Darwin, Engels trata de salvar la fractura entre pensamiento filosófico y científico y de sentar las bases para la construcción de una nueva ciencia global que supere el especialismo de las ciencias empíricas y la visión exasperadamente analítica que éstas dan de la realidad natural.

Estas ideas son adoptadas por Lenin, que organiza y sistematiza las reflexiones dispersas de Engels, desarrollando en particular la teoría del “espejo” que este había apenas esbozado.  Pero el punto más interesante reside en el hecho de que con Lenin la teoría de la evolución de la materia asume la precedencia sobre la concepción histórica de Marx, a la que sirve de base filosófica.  Stalin reafirmará esta posición y la transformará en ortodoxia en su famoso opúsculo de 1938, Materialismo dialéctico y materialismo histórico.

Pero el materialismo dialéctico no se conciliaba bien con la concepción histórica de Marx, a la que pretendía legitimar: para Marx la relación dialéctica fundamental es la del hombre con la naturaleza, de la cual el hombre obtiene los objetos que le sirven para satisfacer sus necesidades.  En el materialismo dialéctico, esta relación se desequilibra completamente, porque el hombre ha sido reducido a un epifenómeno, un producto secundario e innecesario de la evolución de la materia. Y el desarrollo de las sociedades humanas, que Marx trataba de explicar desde la prehistoria hasta el triunfo y la crisis de la burguesía europea, en el materialismo dialéctico no es más que un breve capítulo de la historia natural del mundo.

Además, equiparando las leyes del pensamiento a leyes “científicas”, inmanentes a la naturaleza, la concepción de Engels resultaba ser tanto un idealismo cuanto un materialismo.  En esta concepción, la distinción entre pensamiento y realidad tiende a desaparecer, exactamente como en la filosofía hegeliana que Engels había pretendido “enderezar”. De hecho, si se dice que las leyes del pensamiento son un reflejo de las leyes de la realidad, bien se puede afirmar que las leyes de la realidad son un reflejo de las leyes del pensamiento. Paradójicamente, el materialismo dialéctico terminaba siendo una reproposición de la filosofía de la naturaleza del romanticismo alemán.

Resta aún por señalar que la capacidad heurística de la nueva “ciencia” dialáctica —que debía otorgar estructuralidad y una visión global a las ciencias empíricas— fue prácticamente nula.  Ya Engels, pretendiendo aplicar las leyes de la dialéctica a todos los campos del saber, había llegado a forzamientos vistosos, aportando pruebas que eran demasiado genéricas o que fueron invalidadas por las investigaciones posteriores.

Para dar una idea de la arbitrariedad con la cual Engels utilizó el método dialéctico en el campo de las ciencias, baste el siguiente ejemplo en el que una de las tres leyes de la dialéctica que él derivó de las obras de Hegel –la “negación de la negación”– se aplica al álgebra: «Tomemos —dice Engels— una magnitud algebraica cualquiera, por ejemplo, a.  Neguémosla y obtendremos -a.  Neguemos esta negación multiplicando -a x -a: obtendremos así a2, es decir, la primera magnitud positiva pero a un grado más elevado, o sea a la segunda potencia».[8]

Mucho más lamentables se mostraron las aplicaciones dogmáticas del materialismo dialéctico soviético.  Una de las más conocidas es la que intentó el biólogo Lysenko.  Éste se encontraba en abierta polémica con los genetistas occidentales que sostenían la tesis de la invariabilidad del gene —entendido como factor hereditario determinante— a través de las generaciones.  Según él, una teoría que postulase la fijeza de una estructura biológica era necesariamente falsa porque incompatible con el materialismo dialéctico. Lysenko aplicó a la organización del plan agrícola soviético sus propias teorías genéticas basadas en el materialismo dialéctico. Los resultados fueron tan desastrosos que al poco tiempo Lysenko desapareció de la escena política y científica.

Éstos son los aspectos fundamentales de la doctrina del materialismo dialéctico, cuya importancia creció en el movimiento marxista internacional a medida que aumentaba la fuerza política de la Unión Soviética. Como ya hemos visto, los escritos de Engels tuvieron un peso determinante en la elaboración de esta interpretación del marxismo.  Pero su influencia fue también grande en la formación de la otra interpretación, la que ve al marxismo como una “ciencia” —en sentido positivista— de la sociedad y la historia.

En este punto se hace necesaria una aclaración.  El rol desempeñado por Engels en la construcción de la imagen “científica” del marxismo hacia fines del siglo XIX se explica no sólo por el clima cultural de la época y el interés que este autor tenía en las disciplinas experiementales, sino también por el hecho de que las obras de Marx eran conocidas en forma muy parcial. En aquel entonces Marx era fundamentalmente el autor de El Capital, un escrito de economía política. Los textos propiamente filosóficos se reducían a los prefacios de El Capital y a otro famoso, aunque breve de 1859, aquel de La crítica de la economía política que, como hemos visto, contiene una síntesis del materialismo histórico.  La mayor parte de los textos de la juventud que permiten entender la base filosófica y metodológica de Marx (Crítica de la filosofía hegeliana del derecho publico, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana) no fueron publicados antes de los años Treinta.  Y sólo en esa década los críticos pudieron acceder a importantes textos de la madurez ya publicados, como los Grundrisse y la Teoría de la plusvalía. Y, como veremos detalladamente más adelante, es sobre todo en base a las obras juveniles que se construyó la interpretación humanista del marxismo.

Pero aun sin que se supiera de la existencia de estos textos, la línea interpretativa del marxismo como “ciencia” (ya sea en sentido positivista o dialéctico) comenzó a ser duramente criticada desde principios de los años Veinte por algunos teóricos eminentes que operaban fuera de la Unión Soviética.  G. Lukàcs, K. Korsch y más tarde A. Gramsci, cada uno a su modo, niegan decididamente que el marxismo sea una ciencia y que deba necesariamente derivar su propio método de las disciplinas experimentales. Para ellos, por el contrario, el marxismo es fundamentalmente una crítica a la sociedad burguesa y una doctrina de la revolución social que se orienta a la liberación del ser humano de todas las alienaciones a las que el sistema capitalista lo ha condenado.  La teoría de la alienación y del fetichismo de los bienes, patente en El Capital pero practicamente ignorada por los comentaristas posteriores, con Lukàcs reaparece en primer plano como uno de los aspectos fundamentales del pensamiento de Marx.

En esta línea interpretativa —que recibe el nombre de “marxismo occidental”— el verdadero núcleo del pensamiento de Marx, el centro teórico que contiene la carga revolucionaria, está dado por la dialéctica.  A ésta se la entiende como un método teórico-práctico para la comprensión de la historia y de la sociedad humanas, y que no se puede extender a la descripción del mundo natural así como lo entienden las ciencias empíricas.  En este caso, la dialéctica adquiere las características de tales ciencias, es decir, se transforma en un mecanismo de causa-efecto, en una conexión determinista entre datos, entre hechos.  La dialéctica, al contrario, postula la negación de un mundo históricamente dado: un mundo dividido, alienado, que debe ser superado y reconstituido en su unidad a través de la actividad revolucionaria.  En este sentido, la dialéctica es incompatible con la lógica de las ciencias empíricas.  Para Lukàcs esta lógica que despedaza el mundo en datos separados y desconectados es la misma lógica de la producción industrial del capitalismo, donde la división del trabajo se hace exasperada y donde el trabajador es transformado en objeto, en cosa, en “hecho natural”.  Preteder utilizar los métodos de investigación de las ciencias empíricas o una interpretación “científica” de la dialéctica para comprender la historia y la sociedad humanas es tergiversar el pensamiento de Marx.

Gramsci ataca duramente las teorías de Engels y de sus seguidores rusos en cuanto proyectan en el mundo de los hombres un determinismo que no existe. Los hombres están sí condicionados por un cierto modo de producción y por ciertas superestructuras pero, precisamente por ser hombres y no simples objetos naturales, pueden transformar su situación histórica a través de la toma de conciencia y de la práctica revolucionaria. Un evolucionismo vulgar, un determinismo naturalístico, como el que propone Engels, no podrá jamás explicar las transformaciones históricas.  Gramsci llega a negar que el marximo sea un materialismo y ataca la idea misma de “realidad” objetiva, que es el fundamento de las ciencias empíricas.  Creer en la “realidad”, en la objetividad del mundo —y en esto Gramsci se remite directamente a Hegel— constituye sólo el primer estadio cognoscitivo, estadio que corresponde a una conciencia ingenuamente “natural”. “Objetivo” para Gramsci significa siempre “históricamente subjetivo”, por lo que su visión no da lugar a teorías del “reflejo”. Esencialmente, Gramsci ve en el marxismo  un historicismo y un humanismo.

La reacción del marxismo soviético ante las ideas de Lukàcs y Korsch fue de total rechazo. El Quinto Congreso de la Internacional Comunista del año 1924 en Moscú las tachó de “revisionistas”. Pero mientras tanto el panorama político europeo estaba cambiando radicalmente y, con la llegada al poder de los fascismos en Italia y Alemania, el desarrollo del marxismo se interrumpía en dos de las tres áreas de mayor vitalidad. En la tercera, Rusia, el marxismo se transformaba con Stalin en una suerte de religión de Estado que legitimaba el sistema de poder de las cúpulas burocráticas del partido comunista soviético y, consecuentemente, de los partidos comunistas operantes en países capitalistas.

Pero la aparición de los textos de la juventud de Marx, y en especial de los Manuscritos (descubiertos casualmente en París), revelaba, sin lugar a dudas, el fuerte impulso humanista de Marx y una actitud crítica y libertaria que desacreditaban radicalmente a las burocracias de los partidos comunistas en el poder en aquel entonces.  La posición que asumieron estas burocracias frente a los textos juveniles de Marx fue la de considerarlos obras aún inmaduras, ejercicios preparatorios para el desarrollo de un pensamiento que se habría manifestado plenamente sólo mucho más tarde.  El espíritu libertario de estos escritos fue etiquetado de ideología, palabra que, en la terminología marxista, significa toda representación que oculta la verdadera realidad de los hechos, revistiéndola de imágenes falsas o ilusorias.  Es precisamente a las ideologías, a las superestructuras (jurídicas, políticas, filosóficas, religiosas, etc.) que Marx contrapone su concepción materialista de la historia.

Para Marx, la producción de ideologías presupone ya la existencia de una fundamental división social del trabajo, o sea, la separación entre trabajo manual e intelectual.  Es gracias a esta escisión que pueden constituirse los grupos de intelectuales de profesión que operan en campos especializados y que dan vida a estructuras institucionales más o menos complejas.  La función de estas franjas intelectuales productoras de ideologías es principalmente la de esconder y justificar la división en clases de la sociedad y la explotación del trabajo manual.  A partir de esta mentira de base, construyen una imagen invertida e idealizada de la realidad social e histórica.

En modo grotesco y sin ninguna capacidad de autocrítica, los intelectuales ligados a las burocracias del partido no dudaron en acusar de “ideología” al mismo Marx joven y contraponerlo al Marx “científico” de las últimas obras.  Se llegó incluso a censurar sus textos juveniles y a ocultar pasajes enteros de los textos de su madurez.[9]

Pero luego de la Segunda Guerra Mundial —y aquí retomamos el hilo del discurso inicial— comenzó a quedar en claro que el modelo ruso había producido, con el estalinismo, una dictadura monstruosa que infringía los derechos humanos fundamentales y las más elementales formas de libertad personal.  Fue en este clima cultural que surgió en los ambientes filosóficos marxistas no ligados a las burocracias de partido un interés creciente por recuperar los aspectos humanistas del pensamiento de Marx.  Y así se fue desarrollando la línea interpretativa del humanismo marxista, opuesta al “materialismo dialéctico” y, en general, a las interpretaciones del marxismo entendido como “ciencia” de la economía y de la historia.

Veamos entonces la concepción que Marx tiene del hombre y cómo él considera el humanismo en sus escritos juveniles.

A los 26 años, Marx critica el idealismo de Hegel —para quien el hombre era sólo un ser espiritual, una autoconciencia— y delínea su antropología en los Manuscritos.  Según Marx, el hombre es ante todo un ente natural, material.  Las distintas definiciones que da  ponen de relieve este aspecto.  Así el hombre: «...es el hombre real, corpóreo, plantado en la tierra firme y redonda, este hombre que espira y aspira todas las fuerzas de la naturaleza...».[10]  Además «El hombre es inmediatamente un ser natural.  Como ser natural, como ser natural viviente está en parte provisto de fuerzas naturales, de fuerzas vitales, es decir, es un ser natural activo, y estas fuerzas existen en él como disposiciones y facultades, como impulsos; él es en parte, en cuanto ser natural, objetivo, dotado de cuerpo y de sentidos, un ser pasivo condicionado y limitado, tal como los animales y las plantas: es decir, los objetos de sus impulsos existen fuera de él, como objetos independientes de él, pero estos objetos son objetos de su necesidad, objetos esenciales, indispensables para actuar y reafirmar sus fuerzas esenciales».[11]

Vemos entonces que el hombre vive en el horizonte del mundo natural del que recibe, tal como los demás seres sensibles, impresiones y condicionamientos, y en el que encuentra los objetos que satisfacen sus necesidades, objetos hacia los que lo dirgen sus impulsos internos, también ellos entendidos como fuerzas naturales.  Y el mundo que lo circunda es un mundo real, objetivo.  Esta concepción deriva claramente de Feuerbach quien, en polémica con Hegel, consideraba al hombre y al mundo como entes naturales objetivos.

Y sin embargo, en los Manuscritos, la distancia que separa a Marx del riguroso naturalismo de Feuerbach es ya incolmable. Para Marx, de hecho, «... el hombre no es solamente un ser natural; es también un ser natural humano, o sea un ser que es para sí mismo y luego un ser que pertenece a una especie; como tal él debe realizarse y confirmarse tanto en su ser como en su saber.  Por ello los objetos humanos no son los objetos naturales como se presentan en modo inmediato».[12]   Y «la naturaleza, considerada en forma abstracta, en sí, fijada en su separación del hombre, es para el hombre una total nulidad».[13]

Vemos así que, a diferencia de los demás seres naturales, el hombre posee características que le son particulares: es también una conciencia (para sí) que se manifiesta como saber. No es solamente naturaleza.  A su vez, los objetos naturales, aun siendo reales, no pueden ser concebidos en sí mismos, independientemente de las actividades de los hombres.  La relación hombre-naturaleza no consiste por lo tanto en un “reflejo” fiel de la realidad natural en la conciencia humana —como sostendrán Engels y Lenin—, o en un simple condicionamiento que la naturaleza ejerce sobre el hombre; se trata en cambio de una relación eminentemente activa, práctica.

A través de su actividad conciente (el trabajo), el ser humano se “objetiva” en el mundo natural, acercándolo siempre más a sí, haciéndolo cada vez más similar a sí: lo que antes era simple naturaleza, ahora se transforma en un producto humano.  Por lo tanto, si el hombre es un ser natural, la naturaleza es a su vez naturaleza humanizada, o sea transformada concientemente por el hombre.  Dice Marx: «...Toda la así llamada historia del mundo no es otra cosa que la generación del hombre a través del trabajo humano, nada más que el devenir de la naturaleza para el hombre».[14]  «Es solamente en la transformación del mundo objetivo que el hombre se muestra realmente como un ser perteneciente a una especie.  Esta producción es su vida activa como ser perteneciente a una especie.  A través de ella, la naturaleza se revela como su obra y su realidad».[15]

Por consiguiente, para Marx la especificidad del ser humano, su característica fundamental en cuanto perteneciente a una especie natural determinada, la especie humana, consiste en la transformación de la naturaleza por medio del trabajo. El hombre es, fundamentalmente, homo laborans.  Varios aspectos de una tal concepción llegan a Marx directamente de Hegel.  Éste había sostenido en la Fenomenología del Espíritu (aunque con una perspectiva distinta) que toda la realidad histórico-social, cultural y aun natural es un producto de la actividad de los hombres, una “objetivación” de la conciencia humana.  También para Hegel el trabajo —que transforma contemporáneamente a la naturaleza  y al hombre mismo — constituye la vida y la conciencia de la especie.

El otro aspecto fundamental (estrechamente ligado al anterior) de la antropología de Marx se encuentra en la afirmación de que el hombre es, por esencia, social: «El hombre es un ‘zoon politikon’ en el sentido más literal: no sólo es un animal social, sino también un animal que puede individualizarse únicamente en la sociedad».[16]  «La esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo.  Es en su realidad el conjunto de las relaciones sociales».[17]

Por consiguiente, la esencia humana no reside en alguna característica que se pueda ubicar en el interior de un individuo aislado, en su conciencia.  Por el contrario, ella se encuentra, por así decir, en su exterior, en la sociedad, en el conjunto de relaciones sociales que el hombre establece con sus semejantes. Colaborando entre sí para transformar a la naturaleza, los hombres construyen una especie de ser colectivo, social, comunitario. Y es sólo aquí que la esencia humana se manifiesta plenamente: «El intercambio de actividad humana dentro de la producción misma, así como el intercambio de productos con el otro, es equivalente a la actividad de la especie y al espíritu de la especie, cuya existencia real, conciente y auténtica, es la actividad social y la satisfacción social.  Así como la naturaleza humana es la verdadera naturaleza comunitaria o el ser comunitario de los hombres, éstos a través de la activación de su naturaleza crean y producen un ser humano comunitario, un ser social que no es un poder abstracto, universal, opuesto al del individuo aislado, sino que es la naturaleza o esencia de cada individuo aislado, su propia actividad, su propia vida, su propio espíritu, su propia riqueza».[18]

El hombre se transforma de ser natural en ser verdaderamente humano únicamente en la sociedad.  Y sólo en la sociedad resulta comprensible y realizable la tarea que le ha sido asignada a la especie: la humanización de la naturaleza. «La esencia humana de la naturaleza existe solamente para el hombre social: en efecto, sólo aquí la naturaleza existe para el hombre como vínculo con el hombre, como existencia de él para el otro y del otro para él ... sólo aquí la naturaleza existe como fundamento de su propia existencia humana. Solamente aquí la existencia natural del hombre se ha vuelto para el hombre existencia humana; la naturaleza se vuelto hombre. Por lo tanto, la sociedad es la unidad esencial, plenamente realizada, del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo completado del hombre y el humanismo completado de la naturaleza».[19]

De esta concepción derivan dos consecuencias, ambas de gran importancia. Ante todo, el hombre no posee una esencia pasible de ser asimilada a un concepto abstracto y estático, que pueda ser determinada de una vez para siempre: siendo el conjunto de las relaciones sociales, la esencia humana es necesariamente histórica y cambia de acuerdo a la organización de la producción social, al proceso de humanización de la naturaleza.

La segunda consecuencia es que la sociabilidad natural del hombre no podrá manifestarse en su positividad mientras que el trabajo, la producción, estén organizados en forma no comunitaria, no solidaria.  En tales condiciones, se manifestará siempre como alienación, como extrañamiento del hombre de sí mismo, de la sociedad, de la especie, de la naturaleza.  He aquí como Marx expresa este concepto fundamental: «En tanto el hombre no sea reconocido como hombre y no organice el mundo humanamente, su ser social se manifestará en forma de alienación,  puesto que su sujeto, el hombre, es un ser extrañado de sí mismo.  Los hombres son este ser no en una abstracción, sino como individuos reales, vivientes, particulares.  Tal como ellos son, así es por consiguiente este ser.  Es, pues, una proposición idéntica [el decir] que el hombre se extraña a sí mismo y  [el decir] que la sociedad de este hombre extrañado es la caricatura de su real ser social, de su verdadera vida de especie; que su actividad, por tanto, se le presenta como tormento, su propia creación se le presenta como una potencia extranjera, su riqueza como pobreza, el vínculo esencial que lo liga a los otros hombres como un vínculo inesencial; y que también la separación de los otros hombres se le presenta como su verdadera existencia ...».[20]

Marx descubre el origen de la alienación en la propiedad privada, que en la sociedad capitalista domina todos los aspectos de la vida individual y colectiva.  El ser humano ha sido reducido al trabajo que es capaz de ofrecer, a la mercancía que produce.  Así, él mismo se ha transformado en mercancía, en cosa.  En su contra se yergue como un Golem un “poder social extraño”, que no es otra cosa que el ser colectivo que por esencia los hombres siempre construyen, pero que, por el hecho de ser el resultado de una producción no comunitaria, domina como una fuerza independiente a los hombres que le han dado vida.

He aquí cómo Marx describe esta “guerra de todos contra todos” en la sociedad capitalista: «Cada hombre se las ingenia para procurar una nueva necesidad a otro hombre, para constreñirlo a un nuevo sacrificio, para reducirlo a una nueva dependencia... Cada uno trata de crear sobre el otro una fuerza esencial extraña para lograr con esto la satisfacción de la propia necesidad egoísta.  Con la masa de los objetos crece, entonces, la esfera de los seres extraños a los cuales el hombre está sometido, y cada nuevo producto es un nuevo potenciamiento del recíproco engaño y de los recíprocos despojamientos.  El hombre se hace mucho más pobre como hombre, tiene mucha más necesidad del dinero para apoderarse del ser hostil, y la potencia de su dinero está en proporción inversa a la masa de la producción; en otras palabras, su miseria crece en la medida en que aumenta la potencia del dinero».[21]

Pero la alienación no se limita a la relación entre los hombres: ésta produce una escisión, una fractura en el interior de hombre mismo, alterando incluso su estructura perceptiva.  «La propiedad privada nos ha vuelto tan obtusos y unilaterales, que un objeto es considerado nuestro solamente cuando lo tenemos y, por lo tanto, cuando existe para nosotros como capital o es por nosotros poseído, comido, bebido, llevado sobre nuestro cuerpo, habitado, etc., en síntesis, cuando es utilizado por nosotros...  En lugar de todos los sentidos físicos y espirituales, se ha instalado la simple alienación de todos estos sentidos, el sentido de poseer».[22]  «...los sentidos del hombre social son distintos de los del hombre no social».[23]

Para Marx es posible eliminar la alienación sólo suprimiendo su causa: la propiedad privada.  Gracias a la negación de aquello que la había negado, la sociabilidad natural del hombre vuelve a manifestarse en su positividad y plenitud. Con una nueva inversión, el mundo invertido se endereza.  Se restablece la humanidad del ser humano; se sana la escisión interna y se salva la fractura entre hombre y sociedad, especie, naturaleza.

«La abolición de la propiedad privada representa, entonces, la completa emancipación de todos los sentidos y de todos los atributos humanos; pero es una emancipación de este tipo precisamente porque estos sentidos y estos atributos se han vuelto humanos, subjetiva y objetivamente.  El ojo se ha vuelto humano en el momento en que su objeto se ha transformado en un objeto social, humano, que procede del hombre para el hombre».[24]

Y ahora, veamos la definición más completa que da Marx del comunismo humanista: «El comunismo [se define] como supresión positiva de la propiedad privada, entendida como autoalienación del hombre y por lo tanto como real apropiación de la esencia del hombre a través del hombre y para el hombre; por esto [se define también] como regreso del hombre para sí, del hombre como ser social, o sea humano; regreso completo, hecho conciente, madurado dentro de toda la riqueza del desarrollo histórico hasta hoy.  Este comunismo se identifica, en cuanto naturalismo que ha alcanzado la propia realización, con el humanismo; en cuanto humanismo que ha alcanzado la propia realización, con el naturalismo...».[25]

Pero, para Marx, esta fundamental comprensión teórica no es suficiente como tal: debe ser actuada, puesta en práctica.  La filosofía ya no basta más a sí misma, no vale más como modo de existencia.  No hay que contentarse con interpretar el mundo, es necesario transformarlo.  Es preciso que la filosofía se comprometa en actividades, que oriente la transformación del mundo, que llegue a ser praxis.  Sin la praxis, la filosofía es nada.[26]

Así entonces, con Marx la filosofía pasa a ser fundamentalmente acción (trabajo) y el filósofo, un revolucionario.  Pero la acción humana, que niega y transforma las condiciones inhumanas del mundo, no sería posible  si la evolución de la historia fuera el resultado de un rígido determinismo —como sostenían los materialistas antiguos y modernos—  o de la astucia de la Razón universal que se sirve de los hombres como ingenua materia de la historia —como sostenía Hegel.  Marx critica con fuerza ambas posiciones.  Para él, el determinismo no es suficiente. La dinámica histórica nace de la unión entre el condicionamiento natural e histórico y la actividad humana libre, que trata de modificar este condicionamiento.[27]

Esta concepción filosófica no es fácilmente definible como un materialismo en el sentido tradicional.  Marx mismo aclara este punto en los Manuscritos cuando inicia la exposición de su antropología: «Vemos aquí cómo el naturalismo o humanismo, conducido a la propia realización, se distingue tanto del idealismo como del materialismo, y es al mismo tiempo la verdad que une a ambos».[28]   Pero, la concepción que emerge de las obras juveniles parece ser, según lo que Marx mismo afirma, un naturalismo que coincide con un humanismo, en el sentido de que si el hombre es un ser natural, la naturaleza es siempre naturaleza humanizada, es decir transformada por el trabajo social de la humanidad.

El humanismo marxista ha sido desarrollado sobre todo en base a estas ideas.  No es sorprendente que los exponentes de esta línea interpretativa sostengan con vehemencia que no es correcto considerar al marxismo como un materialismo y que afirmen que la definición más adecuada es precisamente la de humanismo.  He aquí cómo se expresa Mondolfo, el primer intérprete de Marx en sostener esta tesis: «... En realidad si examinamos sin prejuicios el materialismo histórico, tal como resulta de los textos de Marx y Engels, debemos reconocer que no se trata de un materialismo, sino de un verdadero humanismo, que coloca el concepto de hombre en el centro de toda consideración y discusión.  Es un humanismo realista (realer Humanismus) como lo llamaron sus mismos creadores, que quiere considerar al hombre en su realidad efectiva y concreta, comprender su existencia en la historia y comprender la historia como una realidad producida por el hombre a través de su actividad, de su trabajo, de su acción social, durante los siglos en los cuales se va desarrollando el proceso de formación y de transformación del ambiente en el que el hombre vive, y en el que se va desarrollando el hombre mismo, simultáneamente como efecto y causa de toda la evolución histórica.  En este sentido consideramos que el materialismo histórico no puede ser confundido con una filosofía materialista... ».[29]

Pero la interpretación humanista del pensamiento de Marx desencadena una durísima reacción por parte de los sostenedores de la “cientificidad” del marxismo.  Uno de los más conocidos, el francés Althusser, escribe: «... el binomio ‘humanismo socialista’ encierra en realidad una extraordinaria desigualdad teórica: en el contexto de la concepción marxista, el concepto de socialismo es efectivamente un concepto científico, mientras que el concepto de humanismo es solamente un concepto ideológico».

A pesar de reconocer una fase humanista en el período juvenil de Marx, Althusser continúa: «Desde 1845 Marx rompe radicalmente con toda teoría que fundamente la historia y la política en una esencia del hombre.  Esta ruptura única comporta tres aspectos teóricos indisolubles: 1) Formación de una teoría de la historia y de la política fundada en conceptos radicalmente nuevos, conceptos tales como: formación social, fuerzas productivas, relaciones de producción, superestructura, ideologías, determinación en última instancia por obra de la economía, determinación específica de los otros niveles, etc. 2) Crítica radical de las pretensiones teóricas de todo humanismo filosófico. 3) Definición del humanismo como ideología».[30]

Althusser sostiene, entonces, que en la producción de Marx existe un momento de ruptura y de cambio, una especie de conversión de una fase humanista a una estrictamente científica. Con la elaboración de los conceptos clave del materialismo histórico y la crítica de los humanismos filosóficos, Marx se colocaría más allá de cualquier concepción ideológica, o sea, no fundada sobre un análisis científico de los fenómenos económicos que son la base de la evolución histórica.

Ésta es la “teoría de los dos Marx” (el joven, todavía ideólogo y el maduro, verdaderamente científico), que sustancialmente se alínea con la teoría “oficial” del partido marxista-leninista soviético.  Las consecuencias que el filósofo francés deriva de esta posición son las siguientes: «Todo pensamiento que se remita a Marx para restaurar, de un modo u otro, una antropología o un humanismo filosóficos, no sería teóricamente más que polvo.  Pero, prácticamente, erigiría un monumento de ideología premarxista que pesaría gravemente sobre la historia real y que podría arrastrarla a un callejón sin salida».[31]  «Una (eventual) política marxista de la ideología humanista, o sea una actitud política con respecto al humanismo —política que puede ser rechazo o crítica, uso o sostén, desarrollo o renovación de las formas actuales de la ideología humanista en el campo ético-político—, una tal política no es entonces posible a menos que cumpla con la condición absoluta de estar fundada en la filosofía marxista, cuya premisa es el antihumanismo teórico».[32]

Es así que Althusser, haciéndose intérprete de lo que considera el pensamiento original de Marx, niega decididamente que el marxismo sea un humanismo. Por el contrario, considera que el marxismo, por ser una “ciencia” de la sociedad y de la historia, es necesariamente un antihumanismo.  La relación política del marxismo con cualquier tipo de humanismo puede, desde este punto de vista, ser táctica, es decir que según las circunstancias puede comportar un rechazo o un apoyo, etc.; pero debe quedar siempre en claro que marxismo y humanismo son antitéticos.

De todo lo que hemos dicho hasta ahora resulta evidente cuán divergentes son las evaluaciones que los mismos marxistas han hecho del significado general de la obra de Marx.  Y en años más recientes, el hecho de que su pensamiento pueda ser considerado un humanismo divide a los intérpretes en dos facciones irreconciliables.  Es cierto que en la historia de la filosofía no faltan ejemplos análogos: basta pensar en la variedad de interpretaciones que de Aristóteles dio el mundo antiguo y el medieval.  Pero, en general,  aparecen nuevas interpretaciones de una doctrina cuando ésta comienza a operar en un contexto histórico-cultural distinto de aquél que le dio origen. 

El aspecto singular, en el caso del marxismo, reside en el hecho de que dos interpretaciones opuestas aparecieron casi simultáneamente en el ámbito cultural originario.  Como hemos visto, ya en el área de influencia alemana el marxismo ha sido entendido, por una parte, como una teoría materialista de la sociedad de tipo científico, fundada sólo en el estudio de relaciones deterministas de causa-efecto y por lo tanto carente, en cuanto ciencia, de juicios de valor y, por otra parte, se lo ha visto como una crítica de la sociedad burguesa alienada, crítica que, como tal, presupone una confrontación con un sistema de valores considerados superiores.

En el primer caso, la teoría de la alienación o la dialéctica misma se relegan al márgen de la obra de Marx.  En el segundo caso, son sus aspectos “científicos” los que se dejan de lado como elementos caducos y superados. 

Pero si se analiza la cuestión con detenimiento, esta duplicidad interpretativa parece derivar de una ambigüedad de fondo que caracteriza a toda la obra de Marx. Como hemos observado, Marx ha combinado positivismo con idealismo, el reino de los hechos y las causas con el de los fines y los valores.  Por un lado, ha intentado investigar los mecanismos y los nexos causales que operan en las formaciones económico-sociales y que producen su transformación; ha pretendido estudiar la sociedad humana como lo hace un investigador que escruta fríamente un fenómeno natural, describiendo con precisión y desapego sus características y leyes. Pero esta actitud, si es coherente, no permite juzgar a las distintas conformaciones económico-sociales en base a un ideal ético: el estudio de los nexos evolutivos entre especies de primates o de insectos sometidos a la presión del ambiente no puede comportar un juicio moral sobre las mismas.

Pero Marx, por otro lado, ha sido el filósofo de su tiempo que con mayor fuerza ha denunciado la alienación y la cosificación del hombre, su deshumanización en un mundo trastornado.  Su indignación ante la explotación y la miseria del proletariado industrial, su desprecio por la hipocresía de la clase burguesa y de sus ideólogos, su llamado a la praxis conciente para la transformación de una realidad social inhumana constituyen una de las críticas morales más duras a la sociedad capitalista.  En realidad, toda su concepción filosófica, está impregnada de una tensión ideal y de una promesa escatológica.  Para Marx, el hombre que recorre el largo camino de la historia es una criatura mutilada, expropiada de su verdadera esencia: el trabajo social y solidario para humanizar la naturaleza.  Porque el hombre es señor y dios; es el centro de la naturaleza.  Pero esta historia de lágrimas y sangre, de extrañamiento y  dominio, que es la historia de la humanidad, llegará a un término: al final de la Historia, la sociedad ideal, el reino de la libertad —el comunismo— sanará todas las laceraciones, reconciliando al hombre consigo mismo, con los otros hombres y con la naturaleza.

Es evidente que tanto la dimensión humanista cuanto la escatológica (que deriva claramente de Hegel) mal se concilian con la pretensión de describir científicamente los fenómenos económico-sociales, ya que se basan en juicios de valor, en fines, en lo que Marx mismo ha llamado ideologías.

Si este análisis es correcto, es posible decir en síntesis que Marx, por un lado, asimila el ser humano a un ente natural cualquiera y, por otro, lo coloca al centro de la naturaleza y de la historia como valor supremo.  Marx oscila continuamente —a menudo incoherentemente— entre estas dos concepciones opuestas del hombre.  En su esfuerzo por conciliarlas, Marx intenta demostrar que la historia, aunque se fundamente en rígidas leyes de necesidad, tiende a realizar un Fin Último: la libertad humana.  Si se considera a estas dos concepciones del hombre en menoscabo una de otra, la doctrina marxista puede ser interpretada en dos modos divergentes: como materialismo o como humanismo.  Si se la entiende como un materialismo, la doctrina marxista se expone a la misma crítica que Marx lanzaba contra la sociedad burguesa capitalista: el reducir el ser humano a objeto, a cosa.  Efectivamente, como Sartre ha escrito en su polémica contra el marxismo interpretado de este modo: «Todo materialismo tiene por efecto el considerar a los hombres, incluso al materialista mismo, como objetos, es decir, como una suma de reacciones determinadas que en nada se distinguen de la suma de las cualidades y los fenómenos que conforman una mesa, una silla o una piedra».[33]

Si, en cambio, se lo entiende como un humanismo, el marxismo ya no puede ser presentado como un ciencia, fundada sobre hechos y leyes de la sociedad y la historia, sino que puede sólo desempeñar el rol de una interpretación

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