HUMANISMO MARXISTA
Después de la Segunda Guerra
Mundial, el “modelo” de marxismo que Lenin había instaurado en la Unión
Soviética estaba sufriendo una dramática y profunda crisis, mostrando con
Stalin el rostro de una despiadada dictadura.
Es en este contexto que se desarrolla una nueva interpretación del
pensamiento de Marx –en opocisón y como alternativa a la “oficial” del régimen
soviético– que se conoce como “humanismo marxista”. Sus representantes
sostienen que el marxismo posee “un rostro humano”, que su problemática central
es la liberación del hombre de toda forma de opresión y de alienación y que,
consecuentemente, es por esencia un humanismo. Un grupo bastante heterogéneo de
filósofos pertenece a esta línea de pensamiento. Los más representativos son:
Ernst Bloch en Alemania, Adam Shaff en Polonia, Roger Garaudy en Francia,
Rodolfo Mondolfo en Italia, Erich Fromm y Herbert Marcuse en los Estados
Unidos.
Y es así entonces que, a
partir de los años Cincuenta, con el desafío a nivel de interpretación teórica
que el humanismo marxista lanza a la doctrina “ortodoxa” del régimen soviético,
se asiste a un áspero enfrentamiento entre dos modos mutuamente excluyentes de
entender el pensamiento de Marx. Pero tal situación no representaba una novedad
o una anomalía en la historia del marxismo: al contrario, era casi una
constante. El pensamiento de Marx ha conocido, durante el arco de su desarrollo
y por diversos motivos, una amplia variedad de interpretaciones.[1]
En los años inmediatamente
posteriores a la muerte de su fundador (1883), o sea en el tiempo de la Segunda
Internacional (1889), el marxismo era interpretado prevalentemente como
“materialismo histórico”, al que se entendía como una doctrina “científica” de
las sociedades humanas y de sus transformaciones, fundada en hechos económicos
y encuadrada en el contexto más amplio de una filosofía de la evolución de la
naturaleza desarrollada por Engels. Esta interpretación estaba teñida por el
clima cultural de la época, dominado por el evolucionismo darwiniano y, más en
general, por el positivismo. En este caso, la “cientificidad” que el marxismo
se arrogaba era la de las ciencias empíricas, cuyo método y rigor pretendía
extender al campo de la economía, la sociedad y la historia, antes dominados
por concepciones “metafísicas”, es decir, irracionales y arbitrarias.
En el siglo XX, la victoria
de la revolución proletaria en Rusia y su fracaso en Alemania y en el resto de
Europa Occidental impusieron la interpretación del marxismo elaborada primero
por Plejanov y Lenin, y más tarde por Stalin. Esta interpretación entiende al
marxismo fundamentalmente como “materialismo dialéctico”, es decir como una
doctrina filosófica materialista (se podría casi decir una cosmología) en la
que la dialéctica —o sea el procedimiento
lógico desarrollado por Hegel— juega un papel central: es, a un tiempo, la ley
evolutiva de la materia y el método teórico-práctico que permite la compresión
del mundo físico y de la historia, y que indica por lo tanto, cuál es la acción
política correcta. Aquí la filosofía de la naturaleza elaborada por Engels —que
en la interpretación precedente constituía solamente el marco filosófico para
la obra sociológica y filosófica de Marx— deviene central y se superpone al
materialismo histórico. También en este caso se entiende al marxismo como una
“ciencia”, pero no en el sentido de una disciplina propiamente experiemental:
se trata ahora de una ciencia filosófica considerada “superior”, que se basa en
la aplicación de las leyes de la dialéctica hegeliana a los fenómenos
naturales, y que integra y supera a las ciencias empíricas. Con Stalin, el
“materialismo dialéctico” se transforma en la doctrina oficial del partido
marxista-leninista soviético y de los partidos comunistas que dependen de él.
Trataremos ahora de analizar
las ideas en las que se basan estas dos interpretaciones del marxismo, que son
las que han prevalecido históricamente.
El término “materialismo
histórico” comienza a aparecer en las últimas obras de Engels quien, sin
embargo, prefiere utilizar en general la expresión “concepción materialista de
la historia”. Cuando se habla de materialismo histórico se hace referencia al
análisis y a la interpretación de las sociedades humanas y de su evolución. La
tesis fundamental que este término denota —enunciada por Marx y Engels en
diversas obras— es que las producciones comúnmente llamadas “espirituales” (el
derecho, el arte, la filosofía, la religión, etc.) están determinadas, en
última instancia, por la estructura económica de la sociedad en donde se
manifiestan. El hecho histórico primario
consiste, para Marx, en la producción de bienes materiales que permiten la
supervivencia de los individuos y de la especie. Para poder hacer historia, los seres humanos
deben antes que nada lograr vivir, es decir, satisfacer sus propias necesidades
fundamentales: comer, beber, vestirse, disponer de una vivienda, etc.
Son estas necesidades
primarias las que estimulan al ser humano a buscar, en el mundo natural, los
objetos y los medios que le permitan satisfacerlas. La relación entre el hombre
y la naturaleza —entendida como relación entre la necesidad humana y el objeto
natural que la colma— es la base del movimiento de la historia. Se trata de una relación dinámica,
dialéctica, que no desaparece una vez que una necesidad primaria ha sido
satisfecha. De hecho, esta satisfacción
y el instrumento adoptado para lograrla inducen nuevas necesidades y llevan a
la búsqueda de nuevos medios para satisfacerlas.
La mediación entre estos dos
polos opuestos, la necesidad y su satisfacción, —y, por lo tanto, entre hombre
y naturaleza— está constituida, para Marx, por el trabajo. Es por medio del trabajo que el hombre crea
los instrumentos con los cuales obtiene de la naturaleza los objetos que le son
necesarios.
Toda época histórica se
caracteriza por un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas,
expresión que define simultaneamente el conjunto de las necesidades y de los
medios de producción (técnicas, conocimientos, hombres, etc.) empleados para satisfacerlas.
A estas fuerzas se corresponden específicas relaciones de producción, de
trabajo, que ligan entre sí a los hombres empeñados en la fabricación de los
bienes materiales necesarios para la existencia.
Marx ha llamado modo de
producción al conjunto dado por las relaciones de producción y las fuerzas
productivas. El modo de producción es el verdadero fundamento de la sociedad,
lo que determina su ordenamiento en las distintas articulaciones: jurídica,
política, institucional, etc. Es a
partir de esta base material (la estructura) que se desarrollan todos los
fenómenos que comúnmente se relacionan con la conciencia o con el espíritu (la
superestructura).
He aquí cómo Marx expresa
este concepto fundamental en el prefacio de la Crítica de la Economía Política
(1859) que contiene una exposición sintética del materialismo histórico: «En la
producción social de su existencia los hombres se encuentran en relaciones
determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, es decir, en
relaciones de producción, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo
de sus fuerzas productivas materiales.
El conjunto de relaciones de producción constituye la estructura
económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una
superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas
de conciencia social. El modo de
producción de la vida material condiciona el proceso social, político y
espiritual. No es la conciencia la que
determina el ser de los hombres sino que, al contrario, es el ser social de los
hombres el que determina su conciencia».[2]
En base a estos principios,
Marx reconstruye la historia de las sociedades humanas a partir de las
comunidades primitivas hasta la sociedad burguesa de su tiempo. Para Marx la historia está dada por la
sucesión de diversos modos de producción a través de los cuales los seres
humanos logran disponer de los bienes materiales necesarios para la
subsistencia. El pasaje de un modo de producción a otro no sigue un proceso
lineal, contínuo, sino que al contrario, se da como ruptura del orden
precedente, ruptura detonada por una dialéctica interna. Un modo de producción
entra en crisis cuando sus elementos fundamentales —las fuerzas productivas y
las relaciones de producción— se vuelven recíprocamente contradictorios. En ese momento se verifica una transformación
revolucionaria y se establece un nuevo modo de producción. Con éste aparece también una “cultura” y una
“conciencia” nuevas que suplantan a las anteriores. Marx dice al respecto: «A un cierto nivel de
su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en
contradicción con las relaciones de producción en vigor, o para utilizar un
término jurídico, con las relaciones de propiedad con las que han marchado
hasta ese momento. Luego de haber sido
formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se
transforman en obstáculos para las fuerzas productivas mismas. Llega entonces una época de revolución
social. Con la modificación de la base
económica, la enorme superestructura se derrumba por completo más o menos
rápidamente».[3]
Este es el destino histórico
de la sociedad burguesa fundada en el trabajo industrial, la propiedad privada
de los medios de producción, la hegemonía del capital. Pero comparado con los modos de producción
precedentes (el medieval, el esclavista del mundo antiguo, etc.), el sistema
capitalista presenta características particulares: está obligado a revolucionar
continuamente las fuerzas productivas e imprimirles un impulso enorme. El campo de acción del capitalismo se
extiende ya al mundo entero: extrae las materias primas de los lugares más
remotos y penetra con sus productos en todos los países, por aislados que éstos
sean. Pero el capitalismo está minado
por una contradicción insanable entre las fuerzas productivas y las relaciones
de producción: de hecho, el carácter social de los procesos productivos
industriales —cada vez más acentuado— está en patente contraste con la
propiedad privada de los medios de producción.
La fuerza que pondrá fin al
dominio de la burguesía capitalista es la negación dialéctica, el espejo en
negativo de todas las características de la burguesía: el proletariado. He aquí como Marx se expresa: «En el
desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a un estadio en el cual se
crean fuerzas productivas (las máquinas) y medios de relación (el dinero) que
pueden sólo ser nefastos para la situación existente, que ya no son fuerzas
productivas sino destructivas, y —hecho ligado a lo anterior— surge una clase que
debe soportar todas las cargas de la sociedad, que se ve forzada a una posición
de antagonismo extremo con las demás clases; una clase formada por la mayor
parte de los miembros de la sociedad, y de la cual surge la conciencia de la
necesidad de una revolución radical: la conciencia comunista...».[4]
Sin embargo, también la
desaparición de la burguesía y la victoria del proletariado están determinados
por las condiciones materiales de la sociedad y no por un impulso
revolucionario puramente voluntario. Marx se expresa así: «Una conformación social
nunca desaparece antes de haber creado todas las fuerzas productivas que es
capaz de desarrollar; y las nuevas relaciones de producción, más elevadas,
jamás logran reemplazar las precedentes antes de que las condiciones materiales
para su existencia hayan sido generadas en el seno de la antigua sociedad».[5]
De todas maneras, la
victoria de la revolución proletaria está asegurada porque se inscribe
necesariamente en la dinámica de la evolución histórica: ella instaurará un
modo de producción —el comunismo— más avanzado que el capitalismo. Con la
abolición de la propiedad privada y la socialización de los medios de
producción, el comunismo hará que la relaciones de producción sean conformes al
carácter social de las fuerzas productivas. De este modo sanará la
contradicción del capitalismo y dará a las fuerzas productivas mismas un nuevo
y extraordinario desarrollo. Para Marx,
con la creación de la sociedad comunista termina el proceso histórico, o mejor
dicho, concluye la prehistoria de la humanidad y se inicia una fase
radicalmente nueva de la existencia social humana.
Estas son, en breve
síntesis, las ideas centrales del “materialismo histórico”. De los textos que hemos citado (que han sido
siempre considerados de central importancia para evaluar el pensamiento de
Marx) parece emerger una concepción histórica modelada en base a un
materialismo radical. No es sorprendente, entonces, que el marxismo haya sido
interpretado, desde sus comienzos, con este preciso significado por muchos de
sus analistas y seguidores. Y, efectivamente, en esta concepción, no hay nada
que supere el rango de las fuerzas productivas, de las que dependen y derivan
tanto la organización social como las manifestaciones espirituales del ser humano.
Claro está que una visión
tal de la sociedad y de la historia exponía a numerosos problemas. En particular, la relación entre estructura
económica y superestructura era muy poco transparente. Y no se trataba de un problema simplemente
teórico, ya que involucraba directamente algunos aspectos políticos y
organizativos fundamentales del movimiento obrero. Por ejemplo,
¿cuál era el rol de un aspecto superestructural como la “conciencia
comunista” o revolucionaria, cuyo portador
—según Marx— era el proletariado?
Y ¿de qué modo actuaba esta “conciencia” sobre la estructura económica
de la sociedad? En términos prácticos
este problema se enunciaba así: ¿cómo y cuándo, en la fase de decadencia del
capitalismo, el proletariado (o, mejor dicho, su parte más “conciente”, o sea,
el partido comunista) debía hacer uso de la violencia intencionalmente? En base a los escritos de Marx la respuesta
no es clara. Por una parte Marx confiere
al proletariado y a sus organizaciones un rol fundamental en la caída de
capitalismo, pero por otra parte, en su teoría, este derrumbe parece ser el
resultado de leyes intrínsecas que rigen el desarrollo del capital. Si se considera el análisis de la evolución
del capitalismo así como Marx lo presenta en El Capital, se tiene la impresión
de que el proceso que llevará a la caída del régimen burgués está determinado
por mecanismos inflexibles, reglas férreas, leyes casi cuantitativas como
sucede en las ciencias físicas. En efecto, Marx consideraba que su análisis del
capitalismo era “científico”, o sea dotado de la capacidad de previsión de las
ciencias exactas. En este proceso
rígidamente determinista, la conciencia comunista parece desempeñar un papel
secundario.
Después de la muerte de
Marx, la discusión sobre las formas de organización y de acción del
proletariaro en vista del “derrumbe inevitable” del capitalismo se exacerbó
tanto que Engels mismo se sintió obligado a hacer algunas aclaraciones. En una famosa carta[6], Engels explicó que la
concepción materialista de la historia había sido mal entendida y que había
sido un forzamiento el ver un determinismo absoluto y unidireccional de las
fuerzas productivas sobre la conciencia y las superestructuras. Ciertamente la
estructura economica constituye en última instancia el factor determinante del
desarrollo histórico. Pero no es el único factor operante. Los diversos aspectos de las
superestructuras, tales como las formas políticas de la lucha de clases, el
ordenamiento jurídico de los Estados, y hasta las creencias filosóficas y
religiosas, ejercen su influencia sobre el curso de los advenimientos
históricos. Esta influencia no es
decisiva, pero tampoco desdeñable: debe ser tomada en cuenta.
No obstante la aclaración de
Engels, la cuestión de la relación entre estructura y superestructura nunca ha
dejado de avivar la discusión teórica, fuera y dentro de los partidos
marxistas. Surgió nuevamente, y en forma
dramática, poco antes de la primera guerra mundial, cuando la Social Democracia
alemana votó por mayoría la declaración de guerra de Alemania. El proletariado alemán —el más “conciente” y
mejor organizado de Europa— tomó partido junto a la burguesía nacional en
contra del proletariado de Francia e Inglaterra, que siguieron el mismo camino.
Un elemento totalmente superestructural, como la identidad nacional, había
prevalecido por sobre el interés “objetivo” de los distintos proletariados
europeos que era unirse entre sí para combatir la opresión de las respectivas
burguesías nacionales.
Por lo que concierne al
término “materialismo dialéctico”, es necesario aclarar que nunca fue utilizado
por Marx para designar su concepción filosófica; su uso se hizo común a partir
de Lenin y con Stalin —como dijimos anteriormente— llegó a denominar la
doctrina oficial del partido marxista-leninista en el poder en la Unión
Soviética.
El “materialismo dialéctico”
es una construcción teórica elaborada casi exclusivamente por el marxismo ruso
en base a las reflexiones sobre el mundo natural que Engels expone en varios
escritos, en especial el Antidühring (1878) y La dialéctica de la
naturaleza. Esta última es una obra
incompleta y fragmentaria, a la que Engels se dedicó durante varios años en
modo discontinuo, y que fué publicada en
la Unión Soviética recién en 1925.
Engels, amigo de Marx
durante 40 años y su colaborador en la redacción de varias obras, era un apasionado de la estrategia militar y
demostraba gran interés por las ciencias, lo que lo llevó a relacionarse
epistolarmente con numerosos investigadores.
En el campo científico su interés se dirigía a la formulación de una
filosofía general de los fenómenos naturales que explicase los grandes
descubrimientos de su tiempo (la célula, la conservación de la energía, la
evolución de las especies, etc.) y que concomitantemente constituyese un
fundamento “objetivo”, o sea “científico”, de la concepción histórica de Marx.
Reconociendo el peligro de
la fractura entre saber filosófico y saber científico, Engels criticaba el
empirismo y el escaso interés en la filosofía que demostraban los científicos
de su época, dedicados a la experimentación en campos limitados y separados
entre sí, pero incapaces de justificar filosóficamente sus
descubrimientos. De hecho, el mundo
científico del siglo XIX en general seguía considerando la naturaleza como un
conjunto de entidades fijas y aislables, que debían ser estudiadas
separadamente, y explicaba las transformaciones naturales como interacciones
mecánicas entre tales entidades fijas.
Engels consideraba a este
mecanicismo ingenuo sólo como una mala filosofía, un residuo de la visión del
mundo del Setecientos que impedía la comprensión del continuo devenir de la
naturaleza, que Darwin había descrito brillantemente. Para Engels —gran admirador de Darwin— el mundo
natural debía estudiarse como un conjunto de relaciones y de procesos
dinámicos, como desarrollo evolutivo de estructuras que se influencian
recíprocamente. Para explicar la
dinámica compleja de los fenómenos naturales, Engels recurrió a las leyes de la
dialéctica descubiertas por Hegel.
Hegel, revolucionando la
lógica tradicional basada, a partir de Aristóteles, en los principios de
identidad y no contradicción, había construido una nueva lógica dialéctica cuyo
eje central era, precisamente, el principio de contradicción. Para Hegel, el carácter
contradictorio de las ideas sobre la realidad no demuestra en modo alguno que
éstas sean ilusorias. Al contrario, la
contradicción es una propiedad esencial tanto de la realidad como del
pensamiento.
Un concepto aparece en su
identidad estática y totalmente separada de su contrario sólo a una conciencia
intelectualista y abstracta. La lógica dialéctica muestra que los opuestos no son mutuamente
indiferentes, sino que cada uno es lo que es, gracias a su relación de
oposición a su contrario, y cada uno se define por ser, precisamente, lo que el
otro no es. Cualquier concepto entendido
como positivo implica su correspondiente negativo, la propia negación
determinada: el bien existe sólo en cuanto superación de su contrario, el mal;
la vida es tal sólo en relación a lo que constituye su negación, la muerte,
etc. Así, una cosa nunca es sólo positividad, sino que contiene en sí la propia
negatividad.
La razón misma tiene dos
tareas fundamentales: una negativa de disolver, negándolos, los conceptos fijados
y aceptados, y una positiva que consiste en reconocer que la oposición entre
conceptos opuestos se supera y se resuelve en una unidad superior que contiene
a ambos (la síntesis). Ésta a su vez
está en relación con una nueva negación determinada (la antítesis) y así
siguiendo.
En su Fenomenología del
espíritu, Hegel muestra cómo este proceso dialéctico constituye el camino a
través del cual la conciencia humana se eleva gradualmente desde las formas más
ingenuas y “naturales” a formas más altas y complejas: autoconciencia, razón y
espíritu. Hegel reconstruye la distintas
“figuras” del saber limitado y aparente (de aquí el término fenomenología) por
las que pasa la conciencia en su evolución.
Cada “figura” se transforma en su negación, a la que sigue una síntesis,
una conciliación entre opuestos, que a su vez constituye el punto de partida
para una nueva etapa, para un saber más completo que incluye el
precedente. El proceso concluye cuando
se llega al estadio en el que la conciencia, como “saber absoluto”, reconcilia
y supera la oposición entre la certeza (su saber) y la verdad, entre razón y
realidad.
Engels acepta el esquema
evolutivo de Hegel pero invierte el protagonista de la historia: lo que se
desarrolla según una dinámica dialéctica no es un principio espiritual sino la
materia. Para Engels, la naturaleza,
incluyendo las especies vivientes y el hombre, es materia que encuentra en sí
misma el motor del propio dinamismo. En
este sentido, el materialismo dialéctico constituye una suerte de “fenomenología
del antiespíritu”.[7]
Esta inversión de la
dialéctica hegeliana (o “enderezamiento” como dirá Engels con satisfacción)
corresponde puntualmente a la operación de inversión efectuada por Marx a la
concepción hegeliana de la sociedad y de la historia. Pero a diferencia de Marx —cuyas relaciones
con la dialéctica hegeliana son ambiguas— Engels adopta concientemente este
procedimiento lógico y llega a reconocerle una validez positiva, “científica”. La leyes de la dialéctica natural son para él
las mismas leyes del pensamiento: la dinámica del conocimiento es “espejo”,
reflejo de la dinámica de la realidad.
Con esta síntesis entre idealismo y materialismo, entre Hegel y Darwin,
Engels trata de salvar la fractura entre pensamiento filosófico y científico y
de sentar las bases para la construcción de una nueva ciencia global que supere
el especialismo de las ciencias empíricas y la visión exasperadamente analítica
que éstas dan de la realidad natural.
Estas ideas son adoptadas
por Lenin, que organiza y sistematiza las reflexiones dispersas de Engels,
desarrollando en particular la teoría del “espejo” que este había apenas
esbozado. Pero el punto más interesante
reside en el hecho de que con Lenin la teoría de la evolución de la materia
asume la precedencia sobre la concepción histórica de Marx, a la que sirve de
base filosófica. Stalin reafirmará esta
posición y la transformará en ortodoxia en su famoso opúsculo de 1938,
Materialismo dialéctico y materialismo histórico.
Pero el materialismo dialéctico
no se conciliaba bien con la concepción histórica de Marx, a la que pretendía
legitimar: para Marx la relación dialéctica fundamental es la del hombre con la
naturaleza, de la cual el hombre obtiene los objetos que le sirven para
satisfacer sus necesidades. En el
materialismo dialéctico, esta relación se desequilibra completamente, porque el
hombre ha sido reducido a un epifenómeno, un producto secundario e innecesario
de la evolución de la materia. Y el desarrollo de las sociedades humanas, que
Marx trataba de explicar desde la prehistoria hasta el triunfo y la crisis de
la burguesía europea, en el materialismo dialéctico no es más que un breve
capítulo de la historia natural del mundo.
Además, equiparando las
leyes del pensamiento a leyes “científicas”, inmanentes a la naturaleza, la
concepción de Engels resultaba ser tanto un idealismo cuanto un
materialismo. En esta concepción, la
distinción entre pensamiento y realidad tiende a desaparecer, exactamente como
en la filosofía hegeliana que Engels había pretendido “enderezar”. De hecho, si
se dice que las leyes del pensamiento son un reflejo de las leyes de la
realidad, bien se puede afirmar que las leyes de la realidad son un reflejo de
las leyes del pensamiento. Paradójicamente, el materialismo dialéctico
terminaba siendo una reproposición de la filosofía de la naturaleza del
romanticismo alemán.
Resta aún por señalar que la
capacidad heurística de la nueva “ciencia” dialáctica —que debía otorgar
estructuralidad y una visión global a las ciencias empíricas— fue prácticamente
nula. Ya Engels, pretendiendo aplicar
las leyes de la dialéctica a todos los campos del saber, había llegado a
forzamientos vistosos, aportando pruebas que eran demasiado genéricas o que
fueron invalidadas por las investigaciones posteriores.
Para dar una idea de la
arbitrariedad con la cual Engels utilizó el método dialéctico en el campo de
las ciencias, baste el siguiente ejemplo en el que una de las tres leyes de la
dialéctica que él derivó de las obras de Hegel –la “negación de la negación”–
se aplica al álgebra: «Tomemos —dice Engels— una magnitud algebraica
cualquiera, por ejemplo, a. Neguémosla y
obtendremos -a. Neguemos esta negación
multiplicando -a x -a: obtendremos así a2, es decir, la primera magnitud
positiva pero a un grado más elevado, o sea a la segunda potencia».[8]
Mucho más lamentables se
mostraron las aplicaciones dogmáticas del materialismo dialéctico
soviético. Una de las más conocidas es
la que intentó el biólogo Lysenko. Éste
se encontraba en abierta polémica con los genetistas occidentales que sostenían
la tesis de la invariabilidad del gene —entendido como factor hereditario
determinante— a través de las generaciones.
Según él, una teoría que postulase la fijeza de una estructura biológica
era necesariamente falsa porque incompatible con el materialismo dialéctico.
Lysenko aplicó a la organización del plan agrícola soviético sus propias
teorías genéticas basadas en el materialismo dialéctico. Los resultados fueron
tan desastrosos que al poco tiempo Lysenko desapareció de la escena política y
científica.
Éstos son los aspectos
fundamentales de la doctrina del materialismo dialéctico, cuya importancia
creció en el movimiento marxista internacional a medida que aumentaba la fuerza
política de la Unión Soviética. Como ya hemos visto, los escritos de Engels
tuvieron un peso determinante en la elaboración de esta interpretación del
marxismo. Pero su influencia fue también
grande en la formación de la otra interpretación, la que ve al marxismo como
una “ciencia” —en sentido positivista— de la sociedad y la historia.
En este punto se hace
necesaria una aclaración. El rol
desempeñado por Engels en la construcción de la imagen “científica” del
marxismo hacia fines del siglo XIX se explica no sólo por el clima cultural de
la época y el interés que este autor tenía en las disciplinas experiementales,
sino también por el hecho de que las obras de Marx eran conocidas en forma muy
parcial. En aquel entonces Marx era fundamentalmente el autor de El Capital, un
escrito de economía política. Los textos propiamente filosóficos se reducían a
los prefacios de El Capital y a otro famoso, aunque breve de 1859, aquel de La
crítica de la economía política que, como hemos visto, contiene una síntesis
del materialismo histórico. La mayor
parte de los textos de la juventud que permiten entender la base filosófica y
metodológica de Marx (Crítica de la filosofía hegeliana del derecho publico,
Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana) no fueron
publicados antes de los años Treinta. Y
sólo en esa década los críticos pudieron acceder a importantes textos de la
madurez ya publicados, como los Grundrisse y la Teoría de la plusvalía. Y, como
veremos detalladamente más adelante, es sobre todo en base a las obras juveniles
que se construyó la interpretación humanista del marxismo.
Pero aun sin que se supiera
de la existencia de estos textos, la línea interpretativa del marxismo como
“ciencia” (ya sea en sentido positivista o dialéctico) comenzó a ser duramente
criticada desde principios de los años Veinte por algunos teóricos eminentes
que operaban fuera de la Unión Soviética.
G. Lukàcs, K. Korsch y más tarde A. Gramsci, cada uno a su modo, niegan
decididamente que el marxismo sea una ciencia y que deba necesariamente derivar
su propio método de las disciplinas experimentales. Para ellos, por el
contrario, el marxismo es fundamentalmente una crítica a la sociedad burguesa y
una doctrina de la revolución social que se orienta a la liberación del ser
humano de todas las alienaciones a las que el sistema capitalista lo ha
condenado. La teoría de la alienación y
del fetichismo de los bienes, patente en El Capital pero practicamente ignorada
por los comentaristas posteriores, con Lukàcs reaparece en primer plano como
uno de los aspectos fundamentales del pensamiento de Marx.
En esta línea interpretativa
—que recibe el nombre de “marxismo occidental”— el verdadero núcleo del
pensamiento de Marx, el centro teórico que contiene la carga revolucionaria,
está dado por la dialéctica. A ésta se
la entiende como un método teórico-práctico para la comprensión de la historia
y de la sociedad humanas, y que no se puede extender a la descripción del mundo
natural así como lo entienden las ciencias empíricas. En este caso, la dialéctica adquiere las
características de tales ciencias, es decir, se transforma en un mecanismo de
causa-efecto, en una conexión determinista entre datos, entre hechos. La dialéctica, al contrario, postula la
negación de un mundo históricamente dado: un mundo dividido, alienado, que debe
ser superado y reconstituido en su unidad a través de la actividad
revolucionaria. En este sentido, la
dialéctica es incompatible con la lógica de las ciencias empíricas. Para Lukàcs esta lógica que despedaza el
mundo en datos separados y desconectados es la misma lógica de la producción
industrial del capitalismo, donde la división del trabajo se hace exasperada y
donde el trabajador es transformado en objeto, en cosa, en “hecho
natural”. Preteder utilizar los métodos
de investigación de las ciencias empíricas o una interpretación “científica” de
la dialéctica para comprender la historia y la sociedad humanas es tergiversar
el pensamiento de Marx.
Gramsci ataca duramente las
teorías de Engels y de sus seguidores rusos en cuanto proyectan en el mundo de
los hombres un determinismo que no existe. Los hombres están sí condicionados
por un cierto modo de producción y por ciertas superestructuras pero,
precisamente por ser hombres y no simples objetos naturales, pueden transformar
su situación histórica a través de la toma de conciencia y de la práctica
revolucionaria. Un evolucionismo vulgar, un determinismo naturalístico, como el
que propone Engels, no podrá jamás explicar las transformaciones históricas. Gramsci llega a negar que el marximo sea un
materialismo y ataca la idea misma de “realidad” objetiva, que es el fundamento
de las ciencias empíricas. Creer en la
“realidad”, en la objetividad del mundo —y en esto Gramsci se remite directamente
a Hegel— constituye sólo el primer estadio cognoscitivo, estadio que
corresponde a una conciencia ingenuamente “natural”. “Objetivo” para Gramsci
significa siempre “históricamente subjetivo”, por lo que su visión no da lugar
a teorías del “reflejo”. Esencialmente, Gramsci ve en el marxismo un historicismo y un humanismo.
La reacción del marxismo
soviético ante las ideas de Lukàcs y Korsch fue de total rechazo. El Quinto
Congreso de la Internacional Comunista del año 1924 en Moscú las tachó de
“revisionistas”. Pero mientras tanto el panorama político europeo estaba
cambiando radicalmente y, con la llegada al poder de los fascismos en Italia y
Alemania, el desarrollo del marxismo se interrumpía en dos de las tres áreas de
mayor vitalidad. En la tercera, Rusia, el marxismo se transformaba con Stalin
en una suerte de religión de Estado que legitimaba el sistema de poder de las
cúpulas burocráticas del partido comunista soviético y, consecuentemente, de
los partidos comunistas operantes en países capitalistas.
Pero la aparición de los
textos de la juventud de Marx, y en especial de los Manuscritos (descubiertos
casualmente en París), revelaba, sin lugar a dudas, el fuerte impulso humanista
de Marx y una actitud crítica y libertaria que desacreditaban radicalmente a
las burocracias de los partidos comunistas en el poder en aquel entonces. La posición que asumieron estas burocracias
frente a los textos juveniles de Marx fue la de considerarlos obras aún
inmaduras, ejercicios preparatorios para el desarrollo de un pensamiento que se
habría manifestado plenamente sólo mucho más tarde. El espíritu libertario de estos escritos fue
etiquetado de ideología, palabra que, en la terminología marxista, significa
toda representación que oculta la verdadera realidad de los hechos,
revistiéndola de imágenes falsas o ilusorias.
Es precisamente a las ideologías, a las superestructuras (jurídicas,
políticas, filosóficas, religiosas, etc.) que Marx contrapone su concepción
materialista de la historia.
Para Marx, la producción de
ideologías presupone ya la existencia de una fundamental división social del
trabajo, o sea, la separación entre trabajo manual e intelectual. Es gracias a esta escisión que pueden
constituirse los grupos de intelectuales de profesión que operan en campos
especializados y que dan vida a estructuras institucionales más o menos
complejas. La función de estas franjas
intelectuales productoras de ideologías es principalmente la de esconder y
justificar la división en clases de la sociedad y la explotación del trabajo
manual. A partir de esta mentira de
base, construyen una imagen invertida e idealizada de la realidad social e
histórica.
En modo grotesco y sin
ninguna capacidad de autocrítica, los intelectuales ligados a las burocracias
del partido no dudaron en acusar de “ideología” al mismo Marx joven y
contraponerlo al Marx “científico” de las últimas obras. Se llegó incluso a censurar sus textos
juveniles y a ocultar pasajes enteros de los textos de su madurez.[9]
Pero luego de la Segunda
Guerra Mundial —y aquí retomamos el hilo del discurso inicial— comenzó a quedar
en claro que el modelo ruso había producido, con el estalinismo, una dictadura
monstruosa que infringía los derechos humanos fundamentales y las más
elementales formas de libertad personal.
Fue en este clima cultural que surgió en los ambientes filosóficos
marxistas no ligados a las burocracias de partido un interés creciente por
recuperar los aspectos humanistas del pensamiento de Marx. Y así se fue desarrollando la línea interpretativa
del humanismo marxista, opuesta al “materialismo dialéctico” y, en general, a
las interpretaciones del marxismo entendido como “ciencia” de la economía y de
la historia.
Veamos entonces la
concepción que Marx tiene del hombre y cómo él considera el humanismo en sus
escritos juveniles.
A los 26 años, Marx critica
el idealismo de Hegel —para quien el hombre era sólo un ser espiritual, una
autoconciencia— y delínea su antropología en los Manuscritos. Según Marx, el hombre es ante todo un ente
natural, material. Las distintas
definiciones que da ponen de relieve
este aspecto. Así el hombre: «...es el
hombre real, corpóreo, plantado en la tierra firme y redonda, este hombre que
espira y aspira todas las fuerzas de la naturaleza...».[10] Además «El hombre es inmediatamente un ser
natural. Como ser natural, como ser
natural viviente está en parte provisto de fuerzas naturales, de fuerzas
vitales, es decir, es un ser natural activo, y estas fuerzas existen en él como
disposiciones y facultades, como impulsos; él es en parte, en cuanto ser natural,
objetivo, dotado de cuerpo y de sentidos, un ser pasivo condicionado y
limitado, tal como los animales y las plantas: es decir, los objetos de sus
impulsos existen fuera de él, como objetos independientes de él, pero estos
objetos son objetos de su necesidad, objetos esenciales, indispensables para
actuar y reafirmar sus fuerzas esenciales».[11]
Vemos entonces que el hombre
vive en el horizonte del mundo natural del que recibe, tal como los demás seres
sensibles, impresiones y condicionamientos, y en el que encuentra los objetos
que satisfacen sus necesidades, objetos hacia los que lo dirgen sus impulsos
internos, también ellos entendidos como fuerzas naturales. Y el mundo que lo circunda es un mundo real,
objetivo. Esta concepción deriva
claramente de Feuerbach quien, en polémica con Hegel, consideraba al hombre y
al mundo como entes naturales objetivos.
Y sin embargo, en los
Manuscritos, la distancia que separa a Marx del riguroso naturalismo de
Feuerbach es ya incolmable. Para Marx, de hecho, «... el hombre no es solamente
un ser natural; es también un ser natural humano, o sea un ser que es para sí
mismo y luego un ser que pertenece a una especie; como tal él debe realizarse y
confirmarse tanto en su ser como en su saber.
Por ello los objetos humanos no son los objetos naturales como se
presentan en modo inmediato».[12] Y «la
naturaleza, considerada en forma abstracta, en sí, fijada en su separación del
hombre, es para el hombre una total nulidad».[13]
Vemos así que, a diferencia
de los demás seres naturales, el hombre posee características que le son
particulares: es también una conciencia (para sí) que se manifiesta como saber.
No es solamente naturaleza. A su vez,
los objetos naturales, aun siendo reales, no pueden ser concebidos en sí mismos,
independientemente de las actividades de los hombres. La relación hombre-naturaleza no consiste por
lo tanto en un “reflejo” fiel de la realidad natural en la conciencia humana
—como sostendrán Engels y Lenin—, o en un simple condicionamiento que la naturaleza
ejerce sobre el hombre; se trata en cambio de una relación eminentemente
activa, práctica.
A través de su actividad
conciente (el trabajo), el ser humano se “objetiva” en el mundo natural,
acercándolo siempre más a sí, haciéndolo cada vez más similar a sí: lo que
antes era simple naturaleza, ahora se transforma en un producto humano. Por lo tanto, si el hombre es un ser natural,
la naturaleza es a su vez naturaleza humanizada, o sea transformada concientemente
por el hombre. Dice Marx: «...Toda la
así llamada historia del mundo no es otra cosa que la generación del hombre a
través del trabajo humano, nada más que el devenir de la naturaleza para el
hombre».[14] «Es solamente en la
transformación del mundo objetivo que el hombre se muestra realmente como un
ser perteneciente a una especie. Esta
producción es su vida activa como ser perteneciente a una especie. A través de ella, la naturaleza se revela
como su obra y su realidad».[15]
Por consiguiente, para Marx
la especificidad del ser humano, su característica fundamental en cuanto
perteneciente a una especie natural determinada, la especie humana, consiste en
la transformación de la naturaleza por medio del trabajo. El hombre es,
fundamentalmente, homo laborans. Varios
aspectos de una tal concepción llegan a Marx directamente de Hegel. Éste había sostenido en la Fenomenología del
Espíritu (aunque con una perspectiva distinta) que toda la realidad
histórico-social, cultural y aun natural es un producto de la actividad de los
hombres, una “objetivación” de la conciencia humana. También para Hegel el trabajo —que transforma
contemporáneamente a la naturaleza y al
hombre mismo — constituye la vida y la conciencia de la especie.
El otro aspecto fundamental
(estrechamente ligado al anterior) de la antropología de Marx se encuentra en
la afirmación de que el hombre es, por esencia, social: «El hombre es un ‘zoon
politikon’ en el sentido más literal: no sólo es un animal social, sino también
un animal que puede individualizarse únicamente en la sociedad».[16] «La esencia humana no es algo abstracto e
inmanente a cada individuo. Es en su
realidad el conjunto de las relaciones sociales».[17]
Por consiguiente, la esencia
humana no reside en alguna característica que se pueda ubicar en el interior de
un individuo aislado, en su conciencia.
Por el contrario, ella se encuentra, por así decir, en su exterior, en
la sociedad, en el conjunto de relaciones sociales que el hombre establece con
sus semejantes. Colaborando entre sí para transformar a la naturaleza, los
hombres construyen una especie de ser colectivo, social, comunitario. Y es sólo
aquí que la esencia humana se manifiesta plenamente: «El intercambio de
actividad humana dentro de la producción misma, así como el intercambio de
productos con el otro, es equivalente a la actividad de la especie y al
espíritu de la especie, cuya existencia real, conciente y auténtica, es la
actividad social y la satisfacción social.
Así como la naturaleza humana es la verdadera naturaleza comunitaria o
el ser comunitario de los hombres, éstos a través de la activación de su
naturaleza crean y producen un ser humano comunitario, un ser social que no es
un poder abstracto, universal, opuesto al del individuo aislado, sino que es la
naturaleza o esencia de cada individuo aislado, su propia actividad, su propia
vida, su propio espíritu, su propia riqueza».[18]
El hombre se transforma de
ser natural en ser verdaderamente humano únicamente en la sociedad. Y sólo en la sociedad resulta comprensible y
realizable la tarea que le ha sido asignada a la especie: la humanización de la
naturaleza. «La esencia humana de la naturaleza existe solamente para el hombre
social: en efecto, sólo aquí la naturaleza existe para el hombre como vínculo
con el hombre, como existencia de él para el otro y del otro para él ... sólo
aquí la naturaleza existe como fundamento de su propia existencia humana.
Solamente aquí la existencia natural del hombre se ha vuelto para el hombre
existencia humana; la naturaleza se vuelto hombre. Por lo tanto, la sociedad es
la unidad esencial, plenamente realizada, del hombre con la naturaleza, la
verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo completado del hombre y
el humanismo completado de la naturaleza».[19]
De esta concepción derivan
dos consecuencias, ambas de gran importancia. Ante todo, el hombre no posee una
esencia pasible de ser asimilada a un concepto abstracto y estático, que pueda
ser determinada de una vez para siempre: siendo el conjunto de las relaciones
sociales, la esencia humana es necesariamente histórica y cambia de acuerdo a
la organización de la producción social, al proceso de humanización de la
naturaleza.
La segunda consecuencia es
que la sociabilidad natural del hombre no podrá manifestarse en su positividad
mientras que el trabajo, la producción, estén organizados en forma no
comunitaria, no solidaria. En tales
condiciones, se manifestará siempre como alienación, como extrañamiento del
hombre de sí mismo, de la sociedad, de la especie, de la naturaleza. He aquí como Marx expresa este concepto
fundamental: «En tanto el hombre no sea reconocido como hombre y no organice el
mundo humanamente, su ser social se manifestará en forma de alienación, puesto que su sujeto, el hombre, es un ser
extrañado de sí mismo. Los hombres son
este ser no en una abstracción, sino como individuos reales, vivientes,
particulares. Tal como ellos son, así es
por consiguiente este ser. Es, pues, una
proposición idéntica [el decir] que el hombre se extraña a sí mismo y [el decir] que la sociedad de este hombre
extrañado es la caricatura de su real ser social, de su verdadera vida de
especie; que su actividad, por tanto, se le presenta como tormento, su propia
creación se le presenta como una potencia extranjera, su riqueza como pobreza,
el vínculo esencial que lo liga a los otros hombres como un vínculo inesencial;
y que también la separación de los otros hombres se le presenta como su
verdadera existencia ...».[20]
Marx descubre el origen de
la alienación en la propiedad privada, que en la sociedad capitalista domina
todos los aspectos de la vida individual y colectiva. El ser humano ha sido reducido al trabajo que
es capaz de ofrecer, a la mercancía que produce. Así, él mismo se ha transformado en
mercancía, en cosa. En su contra se
yergue como un Golem un “poder social extraño”, que no es otra cosa que el ser
colectivo que por esencia los hombres siempre construyen, pero que, por el
hecho de ser el resultado de una producción no comunitaria, domina como una
fuerza independiente a los hombres que le han dado vida.
He aquí cómo Marx describe
esta “guerra de todos contra todos” en la sociedad capitalista: «Cada hombre se
las ingenia para procurar una nueva necesidad a otro hombre, para constreñirlo
a un nuevo sacrificio, para reducirlo a una nueva dependencia... Cada uno trata
de crear sobre el otro una fuerza esencial extraña para lograr con esto la
satisfacción de la propia necesidad egoísta.
Con la masa de los objetos crece, entonces, la esfera de los seres
extraños a los cuales el hombre está sometido, y cada nuevo producto es un
nuevo potenciamiento del recíproco engaño y de los recíprocos
despojamientos. El hombre se hace mucho
más pobre como hombre, tiene mucha más necesidad del dinero para apoderarse del
ser hostil, y la potencia de su dinero está en proporción inversa a la masa de
la producción; en otras palabras, su miseria crece en la medida en que aumenta
la potencia del dinero».[21]
Pero la alienación no se
limita a la relación entre los hombres: ésta produce una escisión, una fractura
en el interior de hombre mismo, alterando incluso su estructura
perceptiva. «La propiedad privada nos ha
vuelto tan obtusos y unilaterales, que un objeto es considerado nuestro
solamente cuando lo tenemos y, por lo tanto, cuando existe para nosotros como
capital o es por nosotros poseído, comido, bebido, llevado sobre nuestro
cuerpo, habitado, etc., en síntesis, cuando es utilizado por nosotros... En lugar de todos los sentidos físicos y
espirituales, se ha instalado la simple alienación de todos estos sentidos, el
sentido de poseer».[22] «...los sentidos
del hombre social son distintos de los del hombre no social».[23]
Para Marx es posible
eliminar la alienación sólo suprimiendo su causa: la propiedad privada. Gracias a la negación de aquello que la había
negado, la sociabilidad natural del hombre vuelve a manifestarse en su
positividad y plenitud. Con una nueva inversión, el mundo invertido se
endereza. Se restablece la humanidad del
ser humano; se sana la escisión interna y se salva la fractura entre hombre y
sociedad, especie, naturaleza.
«La abolición de la
propiedad privada representa, entonces, la completa emancipación de todos los
sentidos y de todos los atributos humanos; pero es una emancipación de este
tipo precisamente porque estos sentidos y estos atributos se han vuelto
humanos, subjetiva y objetivamente. El
ojo se ha vuelto humano en el momento en que su objeto se ha transformado en un
objeto social, humano, que procede del hombre para el hombre».[24]
Y ahora, veamos la
definición más completa que da Marx del comunismo humanista: «El comunismo [se
define] como supresión positiva de la propiedad privada, entendida como
autoalienación del hombre y por lo tanto como real apropiación de la esencia
del hombre a través del hombre y para el hombre; por esto [se define también]
como regreso del hombre para sí, del hombre como ser social, o sea humano;
regreso completo, hecho conciente, madurado dentro de toda la riqueza del
desarrollo histórico hasta hoy. Este
comunismo se identifica, en cuanto naturalismo que ha alcanzado la propia
realización, con el humanismo; en cuanto humanismo que ha alcanzado la propia
realización, con el naturalismo...».[25]
Pero, para Marx, esta
fundamental comprensión teórica no es suficiente como tal: debe ser actuada,
puesta en práctica. La filosofía ya no
basta más a sí misma, no vale más como modo de existencia. No hay que contentarse con interpretar el
mundo, es necesario transformarlo. Es
preciso que la filosofía se comprometa en actividades, que oriente la transformación
del mundo, que llegue a ser praxis. Sin
la praxis, la filosofía es nada.[26]
Así entonces, con Marx la
filosofía pasa a ser fundamentalmente acción (trabajo) y el filósofo, un
revolucionario. Pero la acción humana,
que niega y transforma las condiciones inhumanas del mundo, no sería
posible si la evolución de la historia
fuera el resultado de un rígido determinismo —como sostenían los materialistas
antiguos y modernos— o de la astucia de
la Razón universal que se sirve de los hombres como ingenua materia de la
historia —como sostenía Hegel. Marx
critica con fuerza ambas posiciones.
Para él, el determinismo no es suficiente. La dinámica histórica nace de
la unión entre el condicionamiento natural e histórico y la actividad humana
libre, que trata de modificar este condicionamiento.[27]
Esta concepción filosófica
no es fácilmente definible como un materialismo en el sentido tradicional. Marx mismo aclara este punto en los
Manuscritos cuando inicia la exposición de su antropología: «Vemos aquí cómo el
naturalismo o humanismo, conducido a la propia realización, se distingue tanto
del idealismo como del materialismo, y es al mismo tiempo la verdad que une a
ambos».[28] Pero, la concepción que
emerge de las obras juveniles parece ser, según lo que Marx mismo afirma, un
naturalismo que coincide con un humanismo, en el sentido de que si el hombre es
un ser natural, la naturaleza es siempre naturaleza humanizada, es decir
transformada por el trabajo social de la humanidad.
El humanismo marxista ha
sido desarrollado sobre todo en base a estas ideas. No es sorprendente que los exponentes de esta
línea interpretativa sostengan con vehemencia que no es correcto considerar al
marxismo como un materialismo y que afirmen que la definición más adecuada es
precisamente la de humanismo. He aquí
cómo se expresa Mondolfo, el primer intérprete de Marx en sostener esta tesis:
«... En realidad si examinamos sin prejuicios el materialismo histórico, tal
como resulta de los textos de Marx y Engels, debemos reconocer que no se trata
de un materialismo, sino de un verdadero humanismo, que coloca el concepto de
hombre en el centro de toda consideración y discusión. Es un humanismo realista (realer Humanismus)
como lo llamaron sus mismos creadores, que quiere considerar al hombre en su
realidad efectiva y concreta, comprender su existencia en la historia y
comprender la historia como una realidad producida por el hombre a través de su
actividad, de su trabajo, de su acción social, durante los siglos en los cuales
se va desarrollando el proceso de formación y de transformación del ambiente en
el que el hombre vive, y en el que se va desarrollando el hombre mismo,
simultáneamente como efecto y causa de toda la evolución histórica. En este sentido consideramos que el materialismo
histórico no puede ser confundido con una filosofía materialista... ».[29]
Pero la interpretación
humanista del pensamiento de Marx desencadena una durísima reacción por parte
de los sostenedores de la “cientificidad” del marxismo. Uno de los más conocidos, el francés
Althusser, escribe: «... el binomio ‘humanismo socialista’ encierra en realidad
una extraordinaria desigualdad teórica: en el contexto de la concepción
marxista, el concepto de socialismo es efectivamente un concepto científico, mientras
que el concepto de humanismo es solamente un concepto ideológico».
A pesar de reconocer una
fase humanista en el período juvenil de Marx, Althusser continúa: «Desde 1845
Marx rompe radicalmente con toda teoría que fundamente la historia y la política
en una esencia del hombre. Esta ruptura
única comporta tres aspectos teóricos indisolubles: 1) Formación de una teoría
de la historia y de la política fundada en conceptos radicalmente nuevos,
conceptos tales como: formación social, fuerzas productivas, relaciones de
producción, superestructura, ideologías, determinación en última instancia por
obra de la economía, determinación específica de los otros niveles, etc. 2)
Crítica radical de las pretensiones teóricas de todo humanismo filosófico. 3)
Definición del humanismo como ideología».[30]
Althusser sostiene,
entonces, que en la producción de Marx existe un momento de ruptura y de
cambio, una especie de conversión de una fase humanista a una estrictamente
científica. Con la elaboración de los conceptos clave del materialismo
histórico y la crítica de los humanismos filosóficos, Marx se colocaría más
allá de cualquier concepción ideológica, o sea, no fundada sobre un análisis
científico de los fenómenos económicos que son la base de la evolución histórica.
Ésta es la “teoría de los
dos Marx” (el joven, todavía ideólogo y el maduro, verdaderamente científico),
que sustancialmente se alínea con la teoría “oficial” del partido
marxista-leninista soviético. Las
consecuencias que el filósofo francés deriva de esta posición son las
siguientes: «Todo pensamiento que se remita a Marx para restaurar, de un modo u
otro, una antropología o un humanismo filosóficos, no sería teóricamente más
que polvo. Pero, prácticamente, erigiría
un monumento de ideología premarxista que pesaría gravemente sobre la historia
real y que podría arrastrarla a un callejón sin salida».[31] «Una (eventual) política marxista de la
ideología humanista, o sea una actitud política con respecto al humanismo
—política que puede ser rechazo o crítica, uso o sostén, desarrollo o
renovación de las formas actuales de la ideología humanista en el campo
ético-político—, una tal política no es entonces posible a menos que cumpla con
la condición absoluta de estar fundada en la filosofía marxista, cuya premisa
es el antihumanismo teórico».[32]
Es así que Althusser,
haciéndose intérprete de lo que considera el pensamiento original de Marx,
niega decididamente que el marxismo sea un humanismo. Por el contrario,
considera que el marxismo, por ser una “ciencia” de la sociedad y de la
historia, es necesariamente un antihumanismo.
La relación política del marxismo con cualquier tipo de humanismo puede,
desde este punto de vista, ser táctica, es decir que según las circunstancias
puede comportar un rechazo o un apoyo, etc.; pero debe quedar siempre en claro
que marxismo y humanismo son antitéticos.
De todo lo que hemos dicho
hasta ahora resulta evidente cuán divergentes son las evaluaciones que los
mismos marxistas han hecho del significado general de la obra de Marx. Y en años más recientes, el hecho de que su
pensamiento pueda ser considerado un humanismo divide a los intérpretes en dos
facciones irreconciliables. Es cierto que
en la historia de la filosofía no faltan ejemplos análogos: basta pensar en la
variedad de interpretaciones que de Aristóteles dio el mundo antiguo y el
medieval. Pero, en general, aparecen nuevas interpretaciones de una
doctrina cuando ésta comienza a operar en un contexto histórico-cultural
distinto de aquél que le dio origen.
El aspecto singular, en el
caso del marxismo, reside en el hecho de que dos interpretaciones opuestas
aparecieron casi simultáneamente en el ámbito cultural originario. Como hemos visto, ya en el área de influencia
alemana el marxismo ha sido entendido, por una parte, como una teoría
materialista de la sociedad de tipo científico, fundada sólo en el estudio de
relaciones deterministas de causa-efecto y por lo tanto carente, en cuanto
ciencia, de juicios de valor y, por otra parte, se lo ha visto como una crítica
de la sociedad burguesa alienada, crítica que, como tal, presupone una
confrontación con un sistema de valores considerados superiores.
En el primer caso, la teoría
de la alienación o la dialéctica misma se relegan al márgen de la obra de Marx. En el segundo caso, son sus aspectos
“científicos” los que se dejan de lado como elementos caducos y superados.
Pero si se analiza la
cuestión con detenimiento, esta duplicidad interpretativa parece derivar de una
ambigüedad de fondo que caracteriza a toda la obra de Marx. Como hemos
observado, Marx ha combinado positivismo con idealismo, el reino de los hechos
y las causas con el de los fines y los valores.
Por un lado, ha intentado investigar los mecanismos y los nexos causales
que operan en las formaciones económico-sociales y que producen su
transformación; ha pretendido estudiar la sociedad humana como lo hace un
investigador que escruta fríamente un fenómeno natural, describiendo con
precisión y desapego sus características y leyes. Pero esta actitud, si es
coherente, no permite juzgar a las distintas conformaciones económico-sociales
en base a un ideal ético: el estudio de los nexos evolutivos entre especies de
primates o de insectos sometidos a la presión del ambiente no puede comportar
un juicio moral sobre las mismas.
Pero Marx, por otro lado, ha
sido el filósofo de su tiempo que con mayor fuerza ha denunciado la alienación
y la cosificación del hombre, su deshumanización en un mundo trastornado. Su indignación ante la explotación y la
miseria del proletariado industrial, su desprecio por la hipocresía de la clase
burguesa y de sus ideólogos, su llamado a la praxis conciente para la
transformación de una realidad social inhumana constituyen una de las críticas
morales más duras a la sociedad capitalista.
En realidad, toda su concepción filosófica, está impregnada de una
tensión ideal y de una promesa escatológica.
Para Marx, el hombre que recorre el largo camino de la historia es una
criatura mutilada, expropiada de su verdadera esencia: el trabajo social y
solidario para humanizar la naturaleza.
Porque el hombre es señor y dios; es el centro de la naturaleza. Pero esta historia de lágrimas y sangre, de
extrañamiento y dominio, que es la
historia de la humanidad, llegará a un término: al final de la Historia, la
sociedad ideal, el reino de la libertad —el comunismo— sanará todas las
laceraciones, reconciliando al hombre consigo mismo, con los otros hombres y
con la naturaleza.
Es evidente que tanto la
dimensión humanista cuanto la escatológica (que deriva claramente de Hegel) mal
se concilian con la pretensión de describir científicamente los fenómenos
económico-sociales, ya que se basan en juicios de valor, en fines, en lo que
Marx mismo ha llamado ideologías.
Si este análisis es
correcto, es posible decir en síntesis que Marx, por un lado, asimila el ser
humano a un ente natural cualquiera y, por otro, lo coloca al centro de la
naturaleza y de la historia como valor supremo.
Marx oscila continuamente —a menudo incoherentemente— entre estas dos
concepciones opuestas del hombre. En su
esfuerzo por conciliarlas, Marx intenta demostrar que la historia, aunque se
fundamente en rígidas leyes de necesidad, tiende a realizar un Fin Último: la
libertad humana. Si se considera a estas
dos concepciones del hombre en menoscabo una de otra, la doctrina marxista
puede ser interpretada en dos modos divergentes: como materialismo o como
humanismo. Si se la entiende como un
materialismo, la doctrina marxista se expone a la misma crítica que Marx
lanzaba contra la sociedad burguesa capitalista: el reducir el ser humano a
objeto, a cosa. Efectivamente, como
Sartre ha escrito en su polémica contra el marxismo interpretado de este modo:
«Todo materialismo tiene por efecto el considerar a los hombres, incluso al
materialista mismo, como objetos, es decir, como una suma de reacciones
determinadas que en nada se distinguen de la suma de las cualidades y los
fenómenos que conforman una mesa, una silla o una piedra».[33]
Si, en cambio, se lo
entiende como un humanismo, el marxismo ya no puede ser presentado como un
ciencia, fundada sobre hechos y leyes de la sociedad y la historia, sino que
puede sólo desempeñar el rol de una interpretación
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