HUMANISMO EXISTENCIALISTA
Inmediatamente después de la
segunda guerra mundial, el panorama cultural francés se ve dominado por la
figura de Sartre y por el existencialismo, la corriente de pensamiento que él
contribuyó a difundir a través de su obra de filósofo y escritor, y de su
engagement o compromiso político-cultural.
La formación filosófica de
Sartre recibe principalmente la influencia de la escuela fenomenológica. Becado
en Alemania en los años 1933-34, Sartre entra en contacto directo con el pensamiento
de Husserl y Heiddeger. Es precisamente
en la fenomenología y en su método de investigación que Sartre encuentra los
instrumentos para superar la filosofía académica francesa de su tiempo,
fuertemente teñida de espiritualismo e idealismo, y hacia la que siente un neto
rechazo.
La búsqueda de Sartre parte
del campo de la sicología. Es más, su ambición juvenil es revolucionar los
fundamentos de esta ciencia. Sartre se siente profundamente insatisfecho con la
sicología moderna, con su planteo positivista y su pretensión de tratar a los
fenómenos síquicos como si fueran fenómenos naturales, aislándolos,
separándolos de la conciencia que los ha constituIdo. Para Sartre –que hace
propia la posición de Husserl– la conciencia no es un simple contenedor de
“hechos” síquicos, ni una suerte de espejo que pasivamente refleja, o deforma,
la realidad externa; la conciencia es fundamentalmente intencional, activa,
posee su propio modo de estructurar los datos sensibles y de construir
“realidades” que, aun dependiendo de éstos, presentan características que les
son propias y específicas.
La aplicación del método
fenomenológico a temas de sicología se formaliza en tres ensayos: La
imaginación (1936), Esbozo de una teoría de las emociones (1939) y Lo
imaginario (1940). Para Sartre no se trata de estudiar esta o aquella emoción,
o de recoger datos sobre particulares comportamientos emotivos –como lo haría
un sicólogo tradicional–, sino de ir a las estructuras fundamentales de la
conciencia que permiten y explican el fenómeno emotivo. La emoción y la
imaginación son tipos organizados de conciencia, modos particulares de
relacionarse con el mundo, de atribuir un significado a las situaciones que se
viven. Además, las imágenes mentales no son simples “repeticiones” de datos
externos, de objetos, o de hechos; la función imaginativa, al contrario, revela
la propiedad fundamental que tiene la conciencia de tomar distancia de las
cosas, de trascenderlas, y de crear libremente otra realidad, como la actividad
artística demuestra en sumo grado.
Pero Sarte no tarda en
alejarse de Husserl por la importancia central que éste asigna a los aspectos
lógicos y gnoseológicos en su investigación. Para Sartre, en cambio, es
fundametal el estudio de la relación entre la conciencia humana real,
existente, y el mundo de las cosas al que la conciencia, por su misma
constitución, hace siempre referencia, pero por el que se siente limitada y
oprimida. Siguiendo esta línea, Sartre se acerca siempre más a Heidegger y a su
problemática ontológica y existencial, hasta llegar a una visión filosófica
cuyo centro es la idea de una “complementariedad contradictoria” entre la
conciencia (el para sí) y el mundo (el en sí).
Sartre reformula el concepto
fundamental de la fenomenología –la intencionalidad de la conciencia– como
trascendencia hacia el mundo: la conciencia trasciende a sí misma, se supera
continuamente hacia el mundo de las cosas. Pero el mundo, a pesar de ser el
soporte de la actividad intencional de la conciencia, no es reductible a ésta: es
lo otro para la conciencia, es la realidad de las cosas y los hechos, realidad
maciza y opaca, dada, gratuita. El mundo
es absurdo e injustificable: está ahí, pero podría no estar porque nada lo
explica; es contingente, pero sin embargo esta allí, existe. O mejor dicho ex-siste, en el lenguaje
sartriano, o sea emerge, asomándose a la conciencia.
Lo mismo vale para el ser
humano: es contingente, está destinado a morir, podría no estar, pero no
obstante existe, está allí, arrojado en el mundo sin haberlo elegido,
en-situación, en un tiempo dado y en un lugar dado, con ese determinado cuerpo
y en esa determinada sociedad, interrogándose “bajo un cielo vacío”. Y la náusea es entonces esa sensación de
radical desasosiego que la conciencia registra frente a lo absurdo y a la
contingencia de todo lo que existe, luego de haber puesto en crisis, o
suspendido según el lenguaje de Husserl, los significados y los valores
habituales.
En El ser y la nada (1943),
la conciencia es descrita en lacerante tensión con el mundo que la rodea (el
ser) con el que se encuentra necesariamente en relación, pero con el cual no se
siente jamás en armonía completa. La conciencia, que es libertad absoluta de
crear los significados de las cosas, de las situaciones particulares y del mundo
en general, está siempre obligada a elegir, a discriminar la realidad. Por su
propia constitución, ella contiene en sí misma a la nada en cuanto
continuamente niega, anula lo existente, proyectándose más allá de lo que ya
está dado, de lo que ya está hecho, creando nuevos proyectos, nuevas
posibilidades.
En esta tarea de incesante
proyección y de auto-proyección que anula y reconstruye el mundo, el hombre es,
por esencia, sus propias posibilidades; su existencia está de continuo puesta
en juego por sus elecciones, proyectos y actos.
Por lo tanto, lo que caracteriza a la realidad humana no es una esencia
preconstituida, sino precisamente el existir, con un incesante preguntarse
sobre sí misma y sobre el mundo, con su libertad de elegir y elegirse, con su
proyección hacia el futuro, con su ser siempre más allá de sí misma.
Pero es justamente la
libertad de elegir, esta libertad absoluta que es la esencia misma de la
conciencia, la que genera angustia. En El ser y la nada, siguiendo tanto a
Kierkegaard y como a Heidegger, Sartre define a la angustia como la sensación
de vértigo que invade al hombre cuando éste descubre su libertad y se da cuenta
de ser el único responsable de las propias decisiones y acciones. A diferencia del miedo, que se refiere siempre
a un objeto, la angustia no tiene referencia precisa, sino que es más bien
“miedo a tener miedo” o, como decía Kierkegaard, es “temor y temblor” frente a
la indeterminación y a la complejidad de las alternativas de elección que se
presentan en la existencia. Y es para
huir de la angustia que anida en la libertad, para eludir la responsabilidad de
la elección, que los hombres recurren a menudo a esas formas de auto-engaño que
constituyen los comportamientos de fuga y excusa, o a la hipocresía de la mala fe,
cuando la conciencia trata de mentirse a sí misma, mistificando sus
motivaciones y enmascarando e idealizando sus fines. Es el modo de ser no-auténtico de los
burgueses descritos despiadadamente algunos años antes en la novela La náusea
(1938) y en la colección de cuentos El muro (1939).
Pero la conciencia, que es
el fundamento de todo, por su propia contingencia no puede encontrar
justificación para sí ni en el mundo ni en sí misma. En la conciencia se
presenta entonces una dualidad –ineludible en cuanto constitutiva– que deja
entrever un fondo indescifrable, de no-trasparencia: aun siendo libertad para
crear nuevos posibles, libertad de dar significado al mundo, la conciencia no
puede jamás conformar un significado definitivo, no puede jamás llegar a la
cristalización de un valor.
En la conclusión de El ser y
la nada se dice: «...el para-sí es efectivamente perpetuo proyecto de fundarse
en cuanto ser y perpetua derrota de este proyecto».[1]
En síntesis, para el Sartre
de El ser y la nada la esencia de la conciencia humana está en el intento
permanentemente frustrado de autofundarse, de anclarse. Pero ésta es una “fatiga de Sísifo”, como
dirá Camus, un perpetuo hacer y deshacer, un compromiso que es necesario asumir
pero para el cual no ha sido prevista ni recompensa ni esperanza alguna, y al
que la muerte, como hecho extremo, pone fin abruptamente. Por lo tanto, están la rebelión y la denuncia
de la mala fe, pero todo “bajo un cielo vacío”.
En efecto, El ser y la nada no presenta ninguna propuesta positiva, no
indica ninguna dirección para superar el jaque, el sin-sentido de la
existencia. El libro concluye con la
afirmación de que “el hombre es una pasión inútil” y con la admisión de que
todas las elecciones posibles son equivalentes y, en última instancia, siempre
negativas.
Estos temas del
existencialismo ateo –como fue llamado– se hicieron muy populares y llegaron a
transformarse en una verdadera moda en el clima de pesimismo y de desconcierto
en el que se encontraba Europa después de la Liberación. Sartre, que había participado sólo
marginalmente en la resistencia contra los nazis, “llevando alguna valija”
–como él mismo dirá– se encontró dominando la escena político-filosófica
francesa, junto al marxismo y al humanismo cristiano. Entre tanto, el horizonte político
internacional se iba oscureciendo nuevamente con los primeros síntomas de la
“Guerra Fría” entre la URSS y Estados Unidos, y nuevas amenazas de conflicto
comenzaban a condensarse sobre la Europa dividida.
Fue así que, en el nuevo
clima de post-guerra y en la confrontación con el marxismo, Sartre se esforzó
por reelaborar su existencialismo, enfatizando principalmente los aspectos
éticos y las implicancias intersubjetivas y políticas. El existencialismo se reformula como doctrina
humanista, en cuyo centro están el hombre y su libertad, pero además invoca el
compromiso militante en la sociedad y la lucha contra toda forma de opresión y
alienación.
Una doctrina así
estructurada debía servir como base para la construcción de una nueva fuerza
política, para la apertura de una “tercera vía” entre el partido católico y el
comunista. En particular, Sartre se
dirigía a la izquierda francesa, proponiendo su existencialismo no sólo como
filosofía anti-burguesa y revolucionaria, sino como filosofía de la libertad,
en contraposición al marxismo y su visión determinista, que anula al individuo
y a su especificidad. El marxismo, sobre
todo en su versión leninista, era considerado por Sartre como totalmente
carente de una visión coherente del hombre y de una teoría del sujeto
agente.
Es entonces con esta
intención que Sartre publicó, en el año 1946, El existencialismo es un
humanismo. Este ensayo es una versión
levemente modificada del texto integral de la conferencia que había dado un año
antes en el Club Maintenant en París.
La conferencia había tenido
el objetivo inmediato de responder a las acusaciones y a los malentendidos que
circulaban con respecto al existencialismo en los ambientes de derecha y de
izquierda. Los adversarios de derecha lo
calificaban como una doctrina del absurdo y de la nada; atea, materialista, que
mostraba los aspectos más crudos y sórdidos del ser humano, y en la cual las
relaciones interpersonales se configuraban como una tortura recíproca. Los adversarios de izquierda lo describían
como una teoría decadente, un típico producto del idealismo pequeño-burgués que
conducía al inmovilismo y a la resignación, y que, en su miope subjetivismo, no
tomaba en cuenta los verdaderos factores de opresión que actúan sobre el ser
humano real, o sea las diversas formas de dominio económico-social ejercidas
por la sociedad capitalista.
Después de estos
comentarios, necesarios para entender el cuadro filosófico-político en que
Sartre se movía, veamos cómo él mismo presenta y defiende la tesis de que el
existencialismo es un humanismo: «Trataré hoy de responder a todas estas
críticas dispares y es por ello que he titulado esta breve exposición “El
existencialismo es un humanismo”. Muchos
se maravillarán de que aquí se hable de humanismo. Veremos en qué sentido lo entendemos como
tal. En todo caso podemos ya decir que
entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y
que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implican tanto un
ambiente como una subjetividad humana».[2]
Y más adelante precisa:
«Nuestro punto de partida es, en efecto, la subjetividad del individuo, y esto
por razones estrictamente filosóficas... No puede haber, en principio, otra
verdad que ésta: yo pienso, por lo tanto soy.
Esta es la verdad absoluta de la conciencia que se aprehende a sí
misma. Toda teoría que considere al
hombre fuera del momento en el cual él se alcanza a sí mismo, es antes que
nada, una teoría que suprime la verdad, porque fuera del “cogito” cartesiano
todos los objetos son solamente probables; y una doctrina de probabilidad que
no esté sostenida por una verdad se hunde en la nada. Para describir lo probable es preciso poseer
lo verdadero. Entonces, para que exista
una verdad cualquiera, necesitamos una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil
de lograr, puede ser entendida por todos y consiste en aprehenderse a sí mismo
sin intermediarios. Además, esta teoría
es la única que da una dignidad al hombre, es la única que no hace de él un
objeto».[3]
Pero a diferencia de lo que
ocurre en la filosofía cartesiana, para Sartre el yo pienso remite directamente
al mundo, a los otros seres humanos. Continúa Sartre: «De esta manera, el
hombre que se aprehende a sí mismo directamente con el “cógito” descubre
también a todos los demás, y los descubre como condición de su propia
existencia. Él cae en cuenta de que no
puede ser nada (en el sentido en que se dice que alguien es simpático, malo, o
celoso) si los otros no lo reconocen como tal.
Para obtener una verdad cualquiera sobre mí mismo es necesario que la
consiga a través del otro. El otro es
tan indispensable para mi existencia como para el conocimiento que yo tengo de
mí. En estas condiciones el
descubrimiento de mi intimidad me revela, al mismo tiempo, al otro como una
libertad colocada frente a mí, la cual piensa y quiere solamente para mí o
contra mí. Así descubrimos
inmediatamente un mundo que llamaremos la inter-subjetividad, y es en este
mundo que el hombre decide sobre lo que él es y sobre lo que los otros son».[4]
Luego Sartre pasa a definir
lo que es el hombre para el existencialismo.
Todos los existencialistas de distinta extracción, ya sea cristiana o
atea, incluso Heidegger, para Sartre concuerdan en esto: que en el ser humano
la existencia precede a la esencia. Para
aclarar este punto, Sartre da el siguiente ejemplo: «Cuando se considera un
objeto fabricado, como por ejemplo un libro o un cortapapel, se sabe que tal
objeto es obra de un artesano que se ha inspirado en un concepto. El artesano se ha referido al concepto de
cortapapel y, al mismo tiempo, a una técnica de producción preliminar que es
parte del concepto mismo y que en el fondo es una “receta”. Por lo tanto el cortapapel es por un lado un
objeto que se fabrica de una determinada manera y, por otro, algo que tiene una
utilidad bien definida... Por lo que concierne al cortapapel, diremos entonces
que la esencia –o sea, el conjunto de los conocimientos técnicos y de las
cualidades que permiten su fabricación y su definición– precede a la
existencia...».[5]
Así, dice Sartre, en la
religión cristiana, sobre la cual se ha formado el pensamiento europeo, el Dios
creador es concebido como un sumo artesano, que crea al hombre inspirándose en
una determinada concepción, la esencia del hombre, tal como el artesano común
fabrica el cortapapel. En el
Setecientos, la filosofía atea ha eliminado la noción de Dios, pero no la idea
de que la esencia del hombre precede a su existencia. Según tal concepción, dice Sartre, «...esta
naturaleza, o sea el concepto de hombre, se encuentra en todos los hombres, lo
que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto
universal: el hombre».[6]
Pero «el existencialismo
ateo que yo represento» –prosigue Sartre– «es más coherente. Éste afirma que si Dios no existe, hay por lo
menos un ser en el cual la existencia precede a la esencia, un ser que existe
antes de ser definido por algún concepto: este ser es el hombre, o como dice
Heidegger, la realidad humana. ¿Qué
significa en este caso que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre ante todo existe, se
encuentra, surge en el mundo, y que luego se define. El hombre, según la concepción existencialista,
no es definible, en cuanto al principio no es nada. Será sólo después, y será como se habrá
hecho».[7]
Y más adelante precisa:
«...el hombre no es de otro modo más que como él mismo se hace. Este es el primer principio del
existencialismo. Y es también aquello
que se llama subjetividad y que se nos reprocha con este mismo término. Pero, ¿qué queremos decir nosotros con esto,
sino que el hombre tiene una dignidad más grande que la piedra o la mesa?
Nosotros queremos decir que el hombre en primer lugar existe, o sea que él es
en primer lugar aquello que se lanza hacia un porvenir y aquello que tiene
conciencia de proyectarse hacia el porvenir.
El hombre es, al comienzo, un proyecto que se vive a sí mismo
subjetivamente; ...nada existe antes de este proyecto; ...el hombre, ante todo,
será aquello que habrá proyectado ser».[8]
Por lo tanto, el hombre no
tiene una esencia determinada; su esencia se construye en la existencia,
primero como proyecto y después a través de sus acciones. El hombre es libre de ser lo que quiera, pero en este proceso de autoformación, no
tiene a disposición reglas morales que lo guíen.
Refiriéndose a uno de los
inspiradores del existencialismo, Dostoievski, Sartre afirma: «Dostoievski ha
escrito: 'Si Dios no existe, todo está permitido'. He aquí el punto de partida del
existencialismo. Efectivamente todo es
lícito si Dios no existe, y como consecuencia el hombre está “abandonado”
porque no encuentra en sí ni fuera de sí la posibilidad de anclarse. Y sobre
todo no encuentra excusas. Si verdaderamente la existencia precede a la
esencia, no podrá jamás dar explicaciones refiriéndose a una naturaleza humana
dada y fija; en otras palabras, no hay determinismo: el hombre es libre, el
hombre es libertad».
Y continúa, «Por otra parte,
si Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que
puedan legitimizar nuestra conducta.
Así, no tenemos ni por detrás ni por delante, en el luminoso reino de
los valores, justificaciones o excusas.
Estamos solos, sin excusas.
Situación que creo poder caracterizar diciendo que el hombre está condenado
a ser libre. Condenado porque no se ha
creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una vez lanzado al mundo, es
responsable de todo lo que hace».[9] «El
hombre, sin apoyo ni ayuda, está condenado en todo momento a inventar al
hombre».[10]
Entonces, según lo que
Heidegger había enseñado, el hombre está solo, abandonado en el mundo; además
está obligado a elegir y a construirse en la elección. El abandono y la elección van junto con la
angustia. Hay que decir que Sartre, en
el intento de recalificar al existencialismo como un humanismo, se ha visto
obligado a revisar este punto, dándole una distinta función al concepto de
angustia, que tanta importancia tenía en su filosofía precedente. En El ser y la nada, Sartre había descrito la
angustia como la sensación de vértigo que el hombre experiementa cuando
reconoce que es libre y que debe asumir la responsabilidad de sus elecciones.
En El existencialismo es un humanismo, el significado de angustia se traslada
del ámbito subjetivo al intersubjetivo.
La angustia pasa a ser entonces el sentimiento de “aplastante
responsabilidad” que acompaña una elección que se reconoce no sólo como
individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aún a la humanidad toda
cuando se trata de decisiones muy importantes y radicales.
He aquí cómo Sartre se
expresa: «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de
nosotros se elige, pero con esto también queremos decir que cada uno de
nosotros, eligiéndose, elige por todos los hombres. En efecto, no existe tan siquiera uno de
nuestros actos que, creando al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo
una imagen del hombre que nosotros juzgamos deba ser. Elegir ser esto en lugar de aquello es
afirmar, al mismo tiempo, el valor de nuestra elección, ya que no podemos jamás
elegir el mal; lo que elegimos es siempre el bien y nada puede ser bueno para
nosotros sin serlo para todos».[11]
Sobre estas bases Sartre
construye su ética social de la libertad: «...Cuando en un plano de total
autenticidad, yo he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia
está precedida por la existencia, que es un ser libre que sólo puede querer, en
circunstancias diversas, la propia libertad, he reconocido al mismo tiempo que
yo sólo puedo querer la libertad de los otros».[12]
Esta ética de Sartre no se
funda sobre el objeto elegido, sino sobre la autenticidad de la elección. A diferencia de cuanto afirmaba en El ser y
la nada, ahora, para Sartre no todos los comportamientos son igualmente
carentes de sentido. No obstante él
reafirme que para actuar no es necesario tener esperanza, la acción no es necesariamente gratuita,
absurda o infundada. En efecto, es
posible dar un juicio moral aunque no exista una moral definitiva y aunque cada
uno sea libre de construir la propia moral en la situación en la cual vive,
eligiendo entre las distintas posibilidades que se le ofrecen. Este juicio moral se basa en el
reconocimiento de la libertad (propia y de los otros) y de la mala fe. Veamos cómo lo explica Sartre ahora: «Se
puede juzgar a un hombre diciendo que está en mala fe. Si hemos definido la condición del hombre
como libre elección, sin excusas y sin ayuda, quien se refugie detrás de la
excusa de sus pasiones, quien invente un determinismo, es un hombre en mala
fe».[13] «Pero se puede replicar: ¿Y si
yo quiero estar en mala fe? Respondo: No
hay ninguna razón para que usted no lo esté.
Pero yo afirmo que usted está en mala fe y que la actitud de estricta
coherencia es la actitud de buena fe. Y,
además, puedo dar un juicio moral».[14]
Veamos ahora, en qué modo el
existencialismo –que en el fondo es un intento por deducir todas las
consecuencias de una posición atea coherente– llega a ser un humanismo. «...el
hombre está constantemente fuera de sí mismo; sólo proyectándose y perdiéndose
fuera de sí hace existir al hombre y, por otra parte, sólo persiguiendo fines
trascendentes él puede existir; el hombre, siendo esta superación, y
aprehendiendo los objetos sólo en función de esta superación, está en el corazón,
en el centro de esta superación. No hay
otro universo que no sea un universo humano, el universo de la subjetividad
humana. Esta conexión entre la
trascendencia como constitutiva del hombre (no en el sentido que se da a la
palabra cuando se dice que Dios es trascendente, sino en el sentido del ir más
allá) y la subjetividad (en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí
mismo, sino que está siempre presente en un universo humano) es lo que nosotros
llamamos humanismo existencialista.
Humanismo porque le hacemos recordar al hombre que él es el único
legislador y que precisamente en el abandono él decidirá sobre sí mismo; y
porque nosotros mostramos que, no dirigiéndose hacia sí mismo, sino buscando
siempre fuera de sí un objetivo (que es aquella liberación, aquella actuación
particular) el hombre se realizará precisamente como humano».[15]
Éstas son entonces las ideas
fundamentales del humanismo existencialista, según Sartre las formulara en
1945-46. Pero el pensamiento de Sartre
sufrió, en los años sucesivos, continuos reajustes y, a veces, mutaciones
profundas en un difícil itinerario que llevó al filósofo primero a ser un
“compañero de camino” del Partido Comunista francés y luego a asumir una
posición de abierta ruptura con éste, después de la invasión de Hungría en
1956. Asimismo, varias de las ideas
expuestas en El existencialismo es un humanismo fueron reelaboradas más
tarde. Después del encuentro con el
marxismo, que lo estimuló a hacer un análisis más profundo de la realidad
social, Sartre pasó a sostener la idea de una libertad ya no absoluta, sino
condicionada por un conjunto de factores sociales y culturales.
Él mismo admitió que las
antítesis radicales de El Ser y la nada le habían sido impuestas por el clima
de la guerra, en el cual no parecía posible otra alternativa que aquella entre
ser con o ser contra. “Después de la
guerra llegó la experiencia verdadera, la de la sociedad”, o sea, la
experiencia de una realidad compleja y ambigua, con matices y gradaciones,
donde la relación entre situación dada y elección individual, entre libertad y
condicionamiento, no es clara ni directa.
En la entrevista dada a la New Left Review en 1969, Sartre llega a dar
la siguiente definición de libertad: «Yo creo que un hombre puede siempre hacer
algo diferente de lo que se haya hecho con él. Ésta es la definición de
libertad que hoy consideraría apropiada: esa pequeña diferencia que hace de un
ser social completamente condicionado, una persona que no se limita a
re-exteriorizar en su totalidad el condicionamiento que ha sufrido».[16]
Aun con esta definición más
restringida, Sartre no abandona el tema central de toda su filosofía: que la
libertad es constitutiva de la conciencia humana. Y aun en los años Setenta, discutiendo con
los gauchistes de la revuelta estudiantil del ‘68, Sartre –ya casi ciego–
reafirma que los hombres no son jamás totalmente identificables con sus
condicionamientos, que la alienación es posible precisamente porque el hombre
es libre, porque no es una cosa.[17]
Éste es, en rápida síntesis,
el camino filosófico recorrido por Sartre.
Camino sufrido, lleno de cambios y autocríticas, pero siempre “dentro de
una cierta permanencia”. Sartre debió
continuamente responder a los ataques de los burgueses ‘de bien’, de los
católicos y de los marxistas, pero las críticas más profundas y radicales al
intento de dar una formulación humanista a su filosofía, las recibió de
Heidegger, es decir, de aquél que había sido el inspirador de varios aspectos
de su existencialismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario