lunes, 3 de diciembre de 2012


HUMANISMO EXISTENCIALISTA

Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, el panorama cultural francés se ve dominado por la figura de Sartre y por el existencialismo, la corriente de pensamiento que él contribuyó a difundir a través de su obra de filósofo y escritor, y de su engagement o compromiso político-cultural.

La formación filosófica de Sartre recibe principalmente la influencia de la escuela fenomenológica. Becado en Alemania en los años 1933-34, Sartre entra en contacto directo con el pensamiento de Husserl y Heiddeger.  Es precisamente en la fenomenología y en su método de investigación que Sartre encuentra los instrumentos para superar la filosofía académica francesa de su tiempo, fuertemente teñida de espiritualismo e idealismo, y hacia la que siente un neto rechazo.

La búsqueda de Sartre parte del campo de la sicología. Es más, su ambición juvenil es revolucionar los fundamentos de esta ciencia. Sartre se siente profundamente insatisfecho con la sicología moderna, con su planteo positivista y su pretensión de tratar a los fenómenos síquicos como si fueran fenómenos naturales, aislándolos, separándolos de la conciencia que los ha constituIdo. Para Sartre –que hace propia la posición de Husserl– la conciencia no es un simple contenedor de “hechos” síquicos, ni una suerte de espejo que pasivamente refleja, o deforma, la realidad externa; la conciencia es fundamentalmente intencional, activa, posee su propio modo de estructurar los datos sensibles y de construir “realidades” que, aun dependiendo de éstos, presentan características que les son propias y específicas.

La aplicación del método fenomenológico a temas de sicología se formaliza en tres ensayos: La imaginación (1936), Esbozo de una teoría de las emociones (1939) y Lo imaginario (1940). Para Sartre no se trata de estudiar esta o aquella emoción, o de recoger datos sobre particulares comportamientos emotivos –como lo haría un sicólogo tradicional–, sino de ir a las estructuras fundamentales de la conciencia que permiten y explican el fenómeno emotivo. La emoción y la imaginación son tipos organizados de conciencia, modos particulares de relacionarse con el mundo, de atribuir un significado a las situaciones que se viven. Además, las imágenes mentales no son simples “repeticiones” de datos externos, de objetos, o de hechos; la función imaginativa, al contrario, revela la propiedad fundamental que tiene la conciencia de tomar distancia de las cosas, de trascenderlas, y de crear libremente otra realidad, como la actividad artística demuestra en sumo grado.

Pero Sarte no tarda en alejarse de Husserl por la importancia central que éste asigna a los aspectos lógicos y gnoseológicos en su investigación. Para Sartre, en cambio, es fundametal el estudio de la relación entre la conciencia humana real, existente, y el mundo de las cosas al que la conciencia, por su misma constitución, hace siempre referencia, pero por el que se siente limitada y oprimida. Siguiendo esta línea, Sartre se acerca siempre más a Heidegger y a su problemática ontológica y existencial, hasta llegar a una visión filosófica cuyo centro es la idea de una “complementariedad contradictoria” entre la conciencia (el para sí) y el mundo (el en sí).

Sartre reformula el concepto fundamental de la fenomenología –la intencionalidad de la conciencia– como trascendencia hacia el mundo: la conciencia trasciende a sí misma, se supera continuamente hacia el mundo de las cosas. Pero el mundo, a pesar de ser el soporte de la actividad intencional de la conciencia, no es reductible a ésta: es lo otro para la conciencia, es la realidad de las cosas y los hechos, realidad maciza y opaca, dada, gratuita.  El mundo es absurdo e injustificable: está ahí, pero podría no estar porque nada lo explica; es contingente, pero sin embargo esta allí, existe.  O mejor dicho ex-siste, en el lenguaje sartriano, o sea emerge, asomándose a la conciencia.

Lo mismo vale para el ser humano: es contingente, está destinado a morir, podría no estar, pero no obstante existe, está allí, arrojado en el mundo sin haberlo elegido, en-situación, en un tiempo dado y en un lugar dado, con ese determinado cuerpo y en esa determinada sociedad, interrogándose “bajo un cielo vacío”.  Y la náusea es entonces esa sensación de radical desasosiego que la conciencia registra frente a lo absurdo y a la contingencia de todo lo que existe, luego de haber puesto en crisis, o suspendido según el lenguaje de Husserl, los significados y los valores habituales.

En El ser y la nada (1943), la conciencia es descrita en lacerante tensión con el mundo que la rodea (el ser) con el que se encuentra necesariamente en relación, pero con el cual no se siente jamás en armonía completa. La conciencia, que es libertad absoluta de crear los significados de las cosas, de las situaciones particulares y del mundo en general, está siempre obligada a elegir, a discriminar la realidad. Por su propia constitución, ella contiene en sí misma a la nada en cuanto continuamente niega, anula lo existente, proyectándose más allá de lo que ya está dado, de lo que ya está hecho, creando nuevos proyectos, nuevas posibilidades.

En esta tarea de incesante proyección y de auto-proyección que anula y reconstruye el mundo, el hombre es, por esencia, sus propias posibilidades; su existencia está de continuo puesta en juego por sus elecciones, proyectos y actos.  Por lo tanto, lo que caracteriza a la realidad humana no es una esencia preconstituida, sino precisamente el existir, con un incesante preguntarse sobre sí misma y sobre el mundo, con su libertad de elegir y elegirse, con su proyección hacia el futuro, con su ser siempre más allá de sí misma.

Pero es justamente la libertad de elegir, esta libertad absoluta que es la esencia misma de la conciencia, la que genera angustia. En El ser y la nada, siguiendo tanto a Kierkegaard y como a Heidegger, Sartre define a la angustia como la sensación de vértigo que invade al hombre cuando éste descubre su libertad y se da cuenta de ser el único responsable de las propias decisiones y acciones.  A diferencia del miedo, que se refiere siempre a un objeto, la angustia no tiene referencia precisa, sino que es más bien “miedo a tener miedo” o, como decía Kierkegaard, es “temor y temblor” frente a la indeterminación y a la complejidad de las alternativas de elección que se presentan en la existencia.  Y es para huir de la angustia que anida en la libertad, para eludir la responsabilidad de la elección, que los hombres recurren a menudo a esas formas de auto-engaño que constituyen los comportamientos de fuga y excusa, o a la hipocresía de la mala fe, cuando la conciencia trata de mentirse a sí misma, mistificando sus motivaciones y enmascarando e idealizando sus fines.  Es el modo de ser no-auténtico de los burgueses descritos despiadadamente algunos años antes en la novela La náusea (1938) y en la colección de cuentos El muro (1939).

Pero la conciencia, que es el fundamento de todo, por su propia contingencia no puede encontrar justificación para sí ni en el mundo ni en sí misma. En la conciencia se presenta entonces una dualidad –ineludible en cuanto constitutiva– que deja entrever un fondo indescifrable, de no-trasparencia: aun siendo libertad para crear nuevos posibles, libertad de dar significado al mundo, la conciencia no puede jamás conformar un significado definitivo, no puede jamás llegar a la cristalización de un valor.

En la conclusión de El ser y la nada se dice: «...el para-sí es efectivamente perpetuo proyecto de fundarse en cuanto ser y perpetua derrota de este proyecto».[1]

En síntesis, para el Sartre de El ser y la nada la esencia de la conciencia humana está en el intento permanentemente frustrado de autofundarse, de anclarse.  Pero ésta es una “fatiga de Sísifo”, como dirá Camus, un perpetuo hacer y deshacer, un compromiso que es necesario asumir pero para el cual no ha sido prevista ni recompensa ni esperanza alguna, y al que la muerte, como hecho extremo, pone fin abruptamente.  Por lo tanto, están la rebelión y la denuncia de la mala fe, pero todo “bajo un cielo vacío”.  En efecto, El ser y la nada no presenta ninguna propuesta positiva, no indica ninguna dirección para superar el jaque, el sin-sentido de la existencia.  El libro concluye con la afirmación de que “el hombre es una pasión inútil” y con la admisión de que todas las elecciones posibles son equivalentes y, en última instancia, siempre negativas.

Estos temas del existencialismo ateo –como fue llamado– se hicieron muy populares y llegaron a transformarse en una verdadera moda en el clima de pesimismo y de desconcierto en el que se encontraba Europa después de la Liberación.  Sartre, que había participado sólo marginalmente en la resistencia contra los nazis, “llevando alguna valija” –como él mismo dirá– se encontró dominando la escena político-filosófica francesa, junto al marxismo y al humanismo cristiano.  Entre tanto, el horizonte político internacional se iba oscureciendo nuevamente con los primeros síntomas de la “Guerra Fría” entre la URSS y Estados Unidos, y nuevas amenazas de conflicto comenzaban a condensarse sobre la Europa dividida.

Fue así que, en el nuevo clima de post-guerra y en la confrontación con el marxismo, Sartre se esforzó por reelaborar su existencialismo, enfatizando principalmente los aspectos éticos y las implicancias intersubjetivas y políticas.  El existencialismo se reformula como doctrina humanista, en cuyo centro están el hombre y su libertad, pero además invoca el compromiso militante en la sociedad y la lucha contra toda forma de opresión y alienación.

Una doctrina así estructurada debía servir como base para la construcción de una nueva fuerza política, para la apertura de una “tercera vía” entre el partido católico y el comunista.  En particular, Sartre se dirigía a la izquierda francesa, proponiendo su existencialismo no sólo como filosofía anti-burguesa y revolucionaria, sino como filosofía de la libertad, en contraposición al marxismo y su visión determinista, que anula al individuo y a su especificidad.  El marxismo, sobre todo en su versión leninista, era considerado por Sartre como totalmente carente de una visión coherente del hombre y de una teoría del sujeto agente. 

Es entonces con esta intención que Sartre publicó, en el año 1946, El existencialismo es un humanismo.  Este ensayo es una versión levemente modificada del texto integral de la conferencia que había dado un año antes en el Club Maintenant en París.

La conferencia había tenido el objetivo inmediato de responder a las acusaciones y a los malentendidos que circulaban con respecto al existencialismo en los ambientes de derecha y de izquierda.  Los adversarios de derecha lo calificaban como una doctrina del absurdo y de la nada; atea, materialista, que mostraba los aspectos más crudos y sórdidos del ser humano, y en la cual las relaciones interpersonales se configuraban como una tortura recíproca.  Los adversarios de izquierda lo describían como una teoría decadente, un típico producto del idealismo pequeño-burgués que conducía al inmovilismo y a la resignación, y que, en su miope subjetivismo, no tomaba en cuenta los verdaderos factores de opresión que actúan sobre el ser humano real, o sea las diversas formas de dominio económico-social ejercidas por la sociedad capitalista.

Después de estos comentarios, necesarios para entender el cuadro filosófico-político en que Sartre se movía, veamos cómo él mismo presenta y defiende la tesis de que el existencialismo es un humanismo: «Trataré hoy de responder a todas estas críticas dispares y es por ello que he titulado esta breve exposición “El existencialismo es un humanismo”.  Muchos se maravillarán de que aquí se hable de humanismo.  Veremos en qué sentido lo entendemos como tal.  En todo caso podemos ya decir que entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implican tanto un ambiente como una subjetividad humana».[2]

Y más adelante precisa: «Nuestro punto de partida es, en efecto, la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente filosóficas... No puede haber, en principio, otra verdad que ésta: yo pienso, por lo tanto soy.  Esta es la verdad absoluta de la conciencia que se aprehende a sí misma.  Toda teoría que considere al hombre fuera del momento en el cual él se alcanza a sí mismo, es antes que nada, una teoría que suprime la verdad, porque fuera del “cogito” cartesiano todos los objetos son solamente probables; y una doctrina de probabilidad que no esté sostenida por una verdad se hunde en la nada.  Para describir lo probable es preciso poseer lo verdadero.  Entonces, para que exista una verdad cualquiera, necesitamos una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de lograr, puede ser entendida por todos y consiste en aprehenderse a sí mismo sin intermediarios.  Además, esta teoría es la única que da una dignidad al hombre, es la única que no hace de él un objeto».[3]

Pero a diferencia de lo que ocurre en la filosofía cartesiana, para Sartre el yo pienso remite directamente al mundo, a los otros seres humanos. Continúa Sartre: «De esta manera, el hombre que se aprehende a sí mismo directamente con el “cógito” descubre también a todos los demás, y los descubre como condición de su propia existencia.  Él cae en cuenta de que no puede ser nada (en el sentido en que se dice que alguien es simpático, malo, o celoso) si los otros no lo reconocen como tal.  Para obtener una verdad cualquiera sobre mí mismo es necesario que la consiga a través del otro.  El otro es tan indispensable para mi existencia como para el conocimiento que yo tengo de mí.  En estas condiciones el descubrimiento de mi intimidad me revela, al mismo tiempo, al otro como una libertad colocada frente a mí, la cual piensa y quiere solamente para mí o contra mí.  Así descubrimos inmediatamente un mundo que llamaremos la inter-subjetividad, y es en este mundo que el hombre decide sobre lo que él es y sobre lo que los otros son».[4]

Luego Sartre pasa a definir lo que es el hombre para el existencialismo.  Todos los existencialistas de distinta extracción, ya sea cristiana o atea, incluso Heidegger, para Sartre concuerdan en esto: que en el ser humano la existencia precede a la esencia.  Para aclarar este punto, Sartre da el siguiente ejemplo: «Cuando se considera un objeto fabricado, como por ejemplo un libro o un cortapapel, se sabe que tal objeto es obra de un artesano que se ha inspirado en un concepto.  El artesano se ha referido al concepto de cortapapel y, al mismo tiempo, a una técnica de producción preliminar que es parte del concepto mismo y que en el fondo es una “receta”.  Por lo tanto el cortapapel es por un lado un objeto que se fabrica de una determinada manera y, por otro, algo que tiene una utilidad bien definida... Por lo que concierne al cortapapel, diremos entonces que la esencia –o sea, el conjunto de los conocimientos técnicos y de las cualidades que permiten su fabricación y su definición– precede a la existencia...».[5]

Así, dice Sartre, en la religión cristiana, sobre la cual se ha formado el pensamiento europeo, el Dios creador es concebido como un sumo artesano, que crea al hombre inspirándose en una determinada concepción, la esencia del hombre, tal como el artesano común fabrica el cortapapel.  En el Setecientos, la filosofía atea ha eliminado la noción de Dios, pero no la idea de que la esencia del hombre precede a su existencia.  Según tal concepción, dice Sartre, «...esta naturaleza, o sea el concepto de hombre, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal: el hombre».[6]

Pero «el existencialismo ateo que yo represento» –prosigue Sartre– «es más coherente.  Éste afirma que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el cual la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de ser definido por algún concepto: este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana.  ¿Qué significa en este caso que la existencia precede a la esencia?  Significa que el hombre ante todo existe, se encuentra, surge en el mundo, y que luego se define.  El hombre, según la concepción existencialista, no es definible, en cuanto al principio no es nada.  Será sólo después, y será como se habrá hecho».[7]

Y más adelante precisa: «...el hombre no es de otro modo más que como él mismo se hace.  Este es el primer principio del existencialismo.  Y es también aquello que se llama subjetividad y que se nos reprocha con este mismo término.  Pero, ¿qué queremos decir nosotros con esto, sino que el hombre tiene una dignidad más grande que la piedra o la mesa? Nosotros queremos decir que el hombre en primer lugar existe, o sea que él es en primer lugar aquello que se lanza hacia un porvenir y aquello que tiene conciencia de proyectarse hacia el porvenir.  El hombre es, al comienzo, un proyecto que se vive a sí mismo subjetivamente; ...nada existe antes de este proyecto; ...el hombre, ante todo, será  aquello que habrá proyectado ser».[8]

Por lo tanto, el hombre no tiene una esencia determinada; su esencia se construye en la existencia, primero como proyecto y después a través de sus acciones.  El hombre es libre de ser lo que quiera,  pero en este proceso de autoformación, no tiene a disposición reglas morales que lo guíen.

Refiriéndose a uno de los inspiradores del existencialismo, Dostoievski, Sartre afirma: «Dostoievski ha escrito: 'Si Dios no existe, todo está permitido'.  He aquí el punto de partida del existencialismo.  Efectivamente todo es lícito si Dios no existe, y como consecuencia el hombre está “abandonado” porque no encuentra en sí ni fuera de sí la posibilidad de anclarse. Y sobre todo no encuentra excusas. Si verdaderamente la existencia precede a la esencia, no podrá jamás dar explicaciones refiriéndose a una naturaleza humana dada y fija; en otras palabras, no hay determinismo: el hombre es libre, el hombre es libertad».

Y continúa, «Por otra parte, si Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que puedan legitimizar nuestra conducta.  Así, no tenemos ni por detrás ni por delante, en el luminoso reino de los valores, justificaciones o excusas.  Estamos solos, sin excusas.  Situación que creo poder caracterizar diciendo que el hombre está condenado a ser libre.  Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una vez lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace».[9]  «El hombre, sin apoyo ni ayuda, está condenado en todo momento a inventar al hombre».[10]

Entonces, según lo que Heidegger había enseñado, el hombre está solo, abandonado en el mundo; además está obligado a elegir y a construirse en la elección.  El abandono y la elección van junto con la angustia.  Hay que decir que Sartre, en el intento de recalificar al existencialismo como un humanismo, se ha visto obligado a revisar este punto, dándole una distinta función al concepto de angustia, que tanta importancia tenía en su filosofía precedente.  En El ser y la nada, Sartre había descrito la angustia como la sensación de vértigo que el hombre experiementa cuando reconoce que es libre y que debe asumir la responsabilidad de sus elecciones. En El existencialismo es un humanismo, el significado de angustia se traslada del ámbito subjetivo al intersubjetivo.  La angustia pasa a ser entonces el sentimiento de “aplastante responsabilidad” que acompaña una elección que se reconoce no sólo como individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aún a la humanidad toda cuando se trata de decisiones muy importantes y radicales.

He aquí cómo Sartre se expresa: «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero con esto también queremos decir que cada uno de nosotros, eligiéndose, elige por todos los hombres.  En efecto, no existe tan siquiera uno de nuestros actos que, creando al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre que nosotros juzgamos deba ser.  Elegir ser esto en lugar de aquello es afirmar, al mismo tiempo, el valor de nuestra elección, ya que no podemos jamás elegir el mal; lo que elegimos es siempre el bien y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos».[11]

Sobre estas bases Sartre construye su ética social de la libertad: «...Cuando en un plano de total autenticidad, yo he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que sólo puede querer, en circunstancias diversas, la propia libertad, he reconocido al mismo tiempo que yo sólo puedo querer la libertad de los otros».[12]

Esta ética de Sartre no se funda sobre el objeto elegido, sino sobre la autenticidad de la elección.  A diferencia de cuanto afirmaba en El ser y la nada, ahora, para Sartre no todos los comportamientos son igualmente carentes de sentido.  No obstante él reafirme que para actuar no es necesario tener esperanza,  la acción no es necesariamente gratuita, absurda o infundada.  En efecto, es posible dar un juicio moral aunque no exista una moral definitiva y aunque cada uno sea libre de construir la propia moral en la situación en la cual vive, eligiendo entre las distintas posibilidades que se le ofrecen.  Este juicio moral se basa en el reconocimiento de la libertad (propia y de los otros) y de la mala fe.  Veamos cómo lo explica Sartre ahora: «Se puede juzgar a un hombre diciendo que está en mala fe.  Si hemos definido la condición del hombre como libre elección, sin excusas y sin ayuda, quien se refugie detrás de la excusa de sus pasiones, quien invente un determinismo, es un hombre en mala fe».[13]  «Pero se puede replicar: ¿Y si yo quiero estar en mala fe?  Respondo: No hay ninguna razón para que usted no lo esté.  Pero yo afirmo que usted está en mala fe y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe.  Y, además, puedo dar un juicio moral».[14]

Veamos ahora, en qué modo el existencialismo –que en el fondo es un intento por deducir todas las consecuencias de una posición atea coherente– llega a ser un humanismo. «...el hombre está constantemente fuera de sí mismo; sólo proyectándose y perdiéndose fuera de sí hace existir al hombre y, por otra parte, sólo persiguiendo fines trascendentes él puede existir; el hombre, siendo esta superación, y aprehendiendo los objetos sólo en función de esta superación, está en el corazón, en el centro de esta superación.  No hay otro universo que no sea un universo humano, el universo de la subjetividad humana.  Esta conexión entre la trascendencia como constitutiva del hombre (no en el sentido que se da a la palabra cuando se dice que Dios es trascendente, sino en el sentido del ir más allá) y la subjetividad (en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo, sino que está siempre presente en un universo humano) es lo que nosotros llamamos humanismo existencialista.  Humanismo porque le hacemos recordar al hombre que él es el único legislador y que precisamente en el abandono él decidirá sobre sí mismo; y porque nosotros mostramos que, no dirigiéndose hacia sí mismo, sino buscando siempre fuera de sí un objetivo (que es aquella liberación, aquella actuación particular) el hombre se realizará precisamente como humano».[15]

Éstas son entonces las ideas fundamentales del humanismo existencialista, según Sartre las formulara en 1945-46.  Pero el pensamiento de Sartre sufrió, en los años sucesivos, continuos reajustes y, a veces, mutaciones profundas en un difícil itinerario que llevó al filósofo primero a ser un “compañero de camino” del Partido Comunista francés y luego a asumir una posición de abierta ruptura con éste, después de la invasión de Hungría en 1956.  Asimismo, varias de las ideas expuestas en El existencialismo es un humanismo fueron reelaboradas más tarde.  Después del encuentro con el marxismo, que lo estimuló a hacer un análisis más profundo de la realidad social, Sartre pasó a sostener la idea de una libertad ya no absoluta, sino condicionada por un conjunto de factores sociales y culturales.

Él mismo admitió que las antítesis radicales de El Ser y la nada le habían sido impuestas por el clima de la guerra, en el cual no parecía posible otra alternativa que aquella entre ser con o ser contra.  “Después de la guerra llegó la experiencia verdadera, la de la sociedad”, o sea, la experiencia de una realidad compleja y ambigua, con matices y gradaciones, donde la relación entre situación dada y elección individual, entre libertad y condicionamiento, no es clara ni directa.  En la entrevista dada a la New Left Review en 1969, Sartre llega a dar la siguiente definición de libertad: «Yo creo que un hombre puede siempre hacer algo diferente de lo que se haya hecho con él. Ésta es la definición de libertad que hoy consideraría apropiada: esa pequeña diferencia que hace de un ser social completamente condicionado, una persona que no se limita a re-exteriorizar en su totalidad el condicionamiento que ha sufrido».[16]


Aun con esta definición más restringida, Sartre no abandona el tema central de toda su filosofía: que la libertad es constitutiva de la conciencia humana.  Y aun en los años Setenta, discutiendo con los gauchistes de la revuelta estudiantil del ‘68, Sartre –ya casi ciego– reafirma que los hombres no son jamás totalmente identificables con sus condicionamientos, que la alienación es posible precisamente porque el hombre es libre, porque no es una cosa.[17]

Éste es, en rápida síntesis, el camino filosófico recorrido por Sartre.  Camino sufrido, lleno de cambios y autocríticas, pero siempre “dentro de una cierta permanencia”.  Sartre debió continuamente responder a los ataques de los burgueses ‘de bien’, de los católicos y de los marxistas, pero las críticas más profundas y radicales al intento de dar una formulación humanista a su filosofía, las recibió de Heidegger, es decir, de aquél que había sido el inspirador de varios aspectos de su existencialismo.

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